El aire en la lujosa suite parecía más pesado de lo habitual. Lucrecia estaba acurrucada al borde de la cama, como un cachorro asustado, mientras el señor Lombardi la observaba desde el otro extremo de la habitación. Sus ojos oscuros parecían destilar veneno, cada mirada una daga que atravesaba la poca confianza que ella intentaba proyectar.— ¿Quién eres realmente? — repitió Lombardi con voz firme, casi gutural.Lucrecia intentó tragar el nudo que se formaba en su garganta. Las manos le temblaban, y sus ojos buscaban una salida, pero no había escapatoria. La enorme habitación, decorada con muebles elegantes y obras de arte, se sentía ahora como una celda de tortura.— Yo… yo soy tu prometida, ¿no me recuerdas? — balbuceó, intentando sonar convincente. Se esforzó por sonreír, pero el miedo impregnaba cada palabra —. Sé que he cambiado, pero…Un estruendo interrumpió su torpe explicación. Lombardi había dado una patada a la silla elegante que se encontraba junto a él, enviándola al sue
La tarde pintaba como cualquier otra, con el sol derramando su cálida luz sobre la ciudad, pero el aire parecía cargado de una tensión que Anaís no podía identificar. Ernesto, con su carácter sereno y protector, había insistido en sacarla a almorzar. Era ya una rutina entre ellos, una pausa necesaria en días agitados.— Pronto no podré ocultarlo más — comentó Anaís mientras caminaban hacia el auto, acariciándose el vientre con una sonrisa leve.Ernesto la miró con ternura.— ¿Te preocupa que lo sepan? — preguntó mientras abría la puerta del auto para ella.Anaís negó con la cabeza, aunque su expresión reflejaba cierta inquietud.— No es vergüenza, Ernesto, es miedo. Sabes que hay muchas personas que no nos quieren bien.Ernesto se inclinó ligeramente, asegurándole el cinturón de seguridad, y le sonrió con esa calidez que solo él sabía transmitir.— Primero tendrían que pasar por mí para llegar a ti. No dejaré que nada te pase.Anaís abrió la boca para replicar, pero el sonido seco y c
Anaís salió al pasillo con el corazón encogido y los nervios a flor de piel. Todo en su entorno le parecía cargado de una tensión que no podía ignorar. Los hombres que custodiaban el lugar no eran los escoltas habituales de Ernesto; sus vestimentas eran diferentes, menos formales, y sus expresiones tenían un aire amenazante que la hacía sentir atrapada en un ambiente hostil. Algo no encajaba, algo que le helaba la sangre.Elena, al verla salir, se apresuró hacia ella con pasos apresurados.— Anaís, ¿cómo estás? ¿Cómo está Ernesto? ¿Ya saben quién fue? — le preguntó con voz preocupada, intentando mantener la calma.Anaís apenas escuchaba las palabras. Su mirada se había fijado en Rogelio, quien daba instrucciones rápidas a un hombre que, a pesar de su porte imponente, no se asemejaba a los escoltas habituales. Sus ojos recorrieron el pasillo, observando a los demás hombres, y confirmó que había algo más grande sucediendo. Algo que no le estaban contando.— ¿Qué más me están ocultando?
El tiempo pareció detenerse para Anaís. Su cuerpo reaccionó por instinto, empujándolo con fuerza.— ¡No vuelvas a hacer eso! — exclamó, sus ojos brillando con furia y confusión — Esto no tiene nada que ver contigo, Jorge. Estoy con Ernesto, y este bebé es de él. Si alguna vez pensaste que había algo entre nosotros que valía la pena salvar, acabas de destruirlo.Anaís retrocedió con un sobresalto, apartándose de Jorge. El aire entre ellos se cargó de una tensión que parecía a punto de explotar. Miró al hombre frente a ella con una mezcla de disgusto y sorpresa, incapaz de procesar cómo había llegado a ese punto.— ¡No vuelvas a hacer eso, Jorge! — le espetó, su voz temblando por la rabia contenida.Antes de que Jorge pudiera responder, un ruido de pasos la obligó a voltear. Su corazón se detuvo por un instante al ver a Ernesto de pie a unos metros de ellos. Su figura, aunque ligeramente inclinada por el dolor de su herida, emanaba una furia contenida que hacía que el aire a su alrededo
La abuela Guerrero ajustó el abrigo sobre sus hombros mientras bajaba del coche frente a la mansión. El viento frío de la noche agitó los árboles circundantes, llenando el ambiente de un crujido que se mezclaba con su mal humor. Al llegar a la entrada, frunció el ceño al ver que todo estaba a oscuras.— ¿Quién demonios se olvidó de prender las luces? — masculló, rebuscando las llaves en su cartera.La falta de iluminación no era común. La casa siempre brillaba como un faro en la colina, llena de vida y movimiento gracias a los empleados. Sin embargo, esa noche, el silencio era ominoso. Finalmente, encontró las llaves y abrió la puerta, pero el interior estaba igual de oscuro.— ¿Dónde están los empleados? — preguntó en voz alta, su tono denotando irritación y una pizca de alarma.Avanzó con cautela, buscando el interruptor de la luz. De repente, todas las luces se encendieron de golpe, cegándola momentáneamente. Al ajustar la vista, lo que vio la dejó estupefacta. Ahí, en el centro del
Jorge estaba en su oficina, rodeado de documentos que apenas había tocado. Su mente era un caos absoluto desde el rechazo de Anaís. No podía concentrarse en nada. Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de ella lo atormentaba: su voz fría, sus palabras llenas de determinación al decirle que no lo amaba más.«¿Cómo llegamos a esto?» Pensaba mientras daba vueltas en su silla, mirando el techo como si las respuestas fueran a caer de ahí. El timbre de su celular lo sacó de sus pensamientos, pero decidió ignorarlo. No estaba de humor para lidiar con más problemas. Si volvió a su oficina y no a su casa, fue para esconderse del mundo.Sin embargo, unos minutos después, la puerta se abrió y entró Ramiro, su mano derecha. Jorge lo miró con fastidio.— ¿Qué es ahora? — preguntó, con el ceño fruncido.Ramiro cerró la puerta tras de sí, con el rostro pálido y una expresión que hizo que Jorge se enderezara en su asiento.— Señor... — empezó Ramiro, pero su voz temblaba.Jorge frunció aún más el c
Anaís se miró al espejo una última vez antes de salir de la habitación. Su reflejo le devolvía una mirada cansada, pero decidida. Sabía que encontraría a Jorge en su mansión, perdido en su dolor, y aunque cada parte de su ser le decía que no debía ir, una fuerza superior la empujaba a hacerlo. La muerte de Matilde Guerrero, una mujer que había sido como una abuela para ella, no era algo que pudiera ignorar. Ellas habían compartido un vínculo fuerte y era su más fiel aliada en esa casa, cuando aún era la esposa de Jorge.Ernesto, apoyado en el marco de la puerta, la observaba con expresión seria. No estaba de acuerdo con esta decisión, pero entendía que Anaís tenía un vínculo especial con la abuela de Jorge, y que negarle este momento sería como cortar una parte de su alma. La noche anterior, apenas se enteraron de lo sucedido, él pidió su alta, y entonces volvieron al edificio de ella, y ahora, verla prepararse, para ir a consolar a ese bastardo, lo hacía sentir incómodo.— ¿Estás seg
Anaís caminaba con paso firme hacia la salida de la mansión Guerrero, sus pensamientos aun revoloteando en torno a Jorge y el dolor que había presenciado. Sin embargo, no había avanzado mucho cuando se encontró con Lucrecia en el camino. La mujer llevaba un vestido entallado y una sonrisa radiante de suficiencia que la hacía ver como si estuviera desfilando en una alfombra roja en lugar de estar frente a una tragedia.— Vaya, vaya, Anaís Santana — dijo Lucrecia con tono agudo, atrayendo la atención de los reporteros que aún merodeaban fuera de la mansión —. ¿Vienes a consolar a tu exesposo? ¿Acaso el gran Jorge Guerrero te ha llamado para llorar en tu hombro? No olvides que es mí prometido.Anaís supo al instante que el objetivo de Lucrecia era hacerla quedar mal ante la prensa. Sin embargo, no era la primera vez que lidiaba con su veneno. Elevando la voz para que todos pudieran escucharla, respondió con una sonrisa gélida:— ¡Oh! No veo al señor Lombardi por ningún lado, Isabella. ¿T