El cementerio estaba cubierto por una niebla tenue que parecía reflejar el luto colectivo. A lo lejos, las campanas de la iglesia resonaban suavemente, marcando el inicio de la ceremonia de despedida de Matilde Guerrero, una mujer que en vida fue una figura formidable en el mundo de los negocios y un pilar irremplazable en su familia. El silencio reverencial de los asistentes era interrumpido solo por el crujir de las hojas bajo sus zapatos y el murmullo del viento entre los cipreses.Anaís se encontraba de pie al lado de Ernesto, ambos en la fila inmediatamente detrás de Jorge. Este, con el rostro endurecido por el dolor, miraba fijamente el ataúd que descansaba frente al altar improvisado. A su lado, Ramiro, el fiel amigo de la familia, se mantenía firme, aunque su mirada también estaba cargada de tristeza. La ceremonia comenzó con las palabras del sacerdote, una oración por el descanso eterno de una mujer que había dedicado su vida al amor y la responsabilidad.Todo transcurría en
El motor del coche de Ernesto rugió al detenerse frente al hospital. La puerta se abrió de golpe, y con Anaís en brazos, Ernesto saltó del vehículo como si llevase un tesoro frágil.— ¡Necesitamos ayuda! — gritó, atrayendo la atención de todos los presentes en la entrada —. Urgente. Mi prometida está herida.Jorge, quien había estado al volante de otro vehículo, llegó tras él, bajó del coche, cerrando de un golpe la puerta.— ¿Es necesario este drama? — masculló mientras avanzaba hacia ellos. Anaís, en brazos de Ernesto, intentó protestar.— Estoy bien, de verdad, — dijo con un tono cansado pero firme —. No hace falta este espectáculo.— ¡Nada está bien cuando te lastiman, mi flor! — insistió Ernesto, sin prestar atención a sus palabras —. Deberían atenderla de inmediato. ¡Es urgente!— Ya la van a atender — intervino Jorge con calma calculada, tomando la mano de Anaís como si con eso pudiera calmarla. Pero Ernesto reaccionó de inmediato.— ¡Suelta su mano! — dijo con frialdad, apartá
El eco de los pasos de Federico Lombardi resonaba en los pasillos oscuros de su mansión. La puerta de la habitación se abrió de golpe, y antes de que Lucrecia pudiera reaccionar, él la lanzó sobre la cama con fuerza. Su rostro estaba deformado por la furia, sus ojos brillaban como carbones encendidos.— ¿Quién demonios te crees que eres para hacer lo que hiciste? — rugió, acercándose a ella —. ¿Tienes idea del caos que desataste? Esos dos hombres no son cualquier persona, Lucrecia. Proteger a Anaís es su misión ahora, y tú... ¡tú casi lo arruinas todo!Lucrecia temblaba en el piso, sus lágrimas caían sin control mientras se abrazaba a sí misma.— Fue un accidente, Federico... te lo juro... — susurró, pero su voz se quebró al ver la expresión en su rostro.Lombardi soltó una carcajada amarga. Se inclinó hacia ella, tomándola del brazo con brutalidad y arrojándola nuevamente sobre la cama. Se colocó encima de ella, sosteniéndola con sus manos firmes mientras su aliento pesado se mezclab
La tensión en el aire era palpable, casi sofocante. Anaís sentía el peso de los ojos de Lombardi sobre ella, como un depredador que acecha a su presa. Estaba atada a una silla, con las muñecas dolorosamente ajustadas por las cuerdas, pero su orgullo y valentía se mantenían intactos. Sabía que Lombardi esperaba que se quebrara, pero no le daría ese placer.Ella se había prometido nunca dejarse por personas como él, y aunque este en una situación que le permite, no lo haría.— Sé que esa… ¿cómo es que se llamaba? Ah, Lucrecia… es una hija de puta que comete muchos errores — dijo —, y aunque lastimarte fue uno de ellos, eso me ayuda a mantener distraídos a tu par de sementales. Enfocados en protegerte de ella, cuando otros peligros te asechan.— ¿Tú eres ese peligro? — Lombardi la miró fijamente.— ¿Dónde está Isabela? — preguntó, acercándose lentamente con una sonrisa cruel en los labios.Anaís levantó la cabeza, desafiándolo con la mirada.— No te lo diré — respondió con una calma hela
La brisa marina golpeaba el rostro de Anaís mientras intentaba mantener la calma. La venda que cubría sus ojos no podía borrar el olor penetrante a pescado y sal que invadía sus sentidos. Sabía perfectamente dónde estaba: un puerto. El sonido de las gaviotas y el vaivén del agua no dejaban lugar a dudas.— ¿A dónde me llevan? — preguntó con voz firme, tratando de esconder el miedo que la consumía.La respuesta fue un empujón que casi la hizo caer. Sintiendo cómo la agarraban bruscamente, fue levantada como si no pesara nada y lanzada sobre una cama vieja y chirriante. Gimoteó al sentir los resortes clavándose en su cuerpo. Uno de los hombres que la escoltaban se limitó a quitarle la venda de los ojos antes de salir y cerrar la puerta con un estruendo.La habitación estaba apenas iluminada, con paredes de madera desgastada por la humedad y un olor rancio que la hacía querer vomitar. Anaís analizó el lugar en silencio, intentando encontrar algún indicio de su ubicación exacta.Casi vein
Anaís se encontraba sentada en una esquina, con una botella de agua en las manos. Su cuerpo temblaba ligeramente, y no era solo por el frío del lugar donde estaba. Todo su ser estaba invadido por un miedo profundo, casi paralizante, que le carcomía cada pensamiento. Observaba la botella con desconfianza, dudando si debía beberla o no. Después de lo que le había ocurrido, cada pequeño acto cotidiano se había convertido en una potencial trampa. Sabía que no podía permitirse debilitarse, pero la paranoia de ser envenenada o drogada la mantenía en vilo.De repente, un bullicio comenzó a surgir a su alrededor. Los asistentes al evento empezaron a moverse de manera apresurada, como si se tratara de una evacuación silenciosa pero ordenada. Anaís notó las miradas furtivas de algunos hombres hacia ella, como si estuvieran esperando algo. Su corazón latía con fuerza, pero trató de mantener la compostura. Entonces, lo vio. El "jefe" se acercaba a grandes pasos hacia ella, con una expresión indes
La noche era sofocante, pero no por el calor del aire, sino por la presión en el pecho de Ernesto. Salió al balcón con la mirada perdida en el horizonte, los puños apretados y la mandíbula tan tensa que parecía que se iba a romper. La ira lo consumía. Ezra, ese maldito, se había atrevido a tocar lo que más valoraba en el mundo. Si Ezra sabía que Anaís era la mujer del Lobo Blanco, entonces también debía saber que había firmado su sentencia de muerte.— ¡Maldita sea! — murmuró entre dientes mientras se pasaba la mano por el cabello, tratando de calmarse sin éxito. Ernesto no era un hombre que perdiera el control fácilmente, pero esta vez todo era diferente. La rabia hervía en sus venas, y la desesperación por no tener a Anaís a su lado lo llevaba al borde de la locura.La puerta de la terraza se abrió de golpe, y Rogelio entró, seguido por Elena. Ambos lucían igual de tensos. Rogelio, con su porte decidido, fue directo al grano.— ¿Cuál es el plan, Ernesto? No podemos seguir esperando.
Ezra tenía los ojos clavados en Anaís, como un halcón que contempla a su presa antes de lanzarse en picada. La bofetada resonó en la sala del hotel como una detonación. La incredulidad se reflejó en los rostros de todos los presentes, pero lo que más impactaba era la reacción del propio Ezra. Por un instante, el temido hombre permaneció en completo silencio, con una expresión que fluctuaba entre la ira contenida y una perturbadora fascinación.— ¿No se supone que eres el hombre más temible? — dijo Anaís, con la voz cargada de veneno, mientras intentaba mantener la compostura —. Me secuestraron en tus narices, maldito idiota.El aire parecía espesarse en la sala. Ezra cerró los ojos un segundo, intentando procesar lo que acababa de ocurrir. Cuando los abrieron, la intensidad de su mirada hizo que un par de hombres cercanos retrocedieran instintivamente. Pero Anaís no se movió. A pesar del miedo que la invadía, su orgullo y determinación eran más fuertes.Ezra dio un paso hacia ella, pe