El tiempo pareció detenerse para Anaís. Su cuerpo reaccionó por instinto, empujándolo con fuerza.— ¡No vuelvas a hacer eso! — exclamó, sus ojos brillando con furia y confusión — Esto no tiene nada que ver contigo, Jorge. Estoy con Ernesto, y este bebé es de él. Si alguna vez pensaste que había algo entre nosotros que valía la pena salvar, acabas de destruirlo.Anaís retrocedió con un sobresalto, apartándose de Jorge. El aire entre ellos se cargó de una tensión que parecía a punto de explotar. Miró al hombre frente a ella con una mezcla de disgusto y sorpresa, incapaz de procesar cómo había llegado a ese punto.— ¡No vuelvas a hacer eso, Jorge! — le espetó, su voz temblando por la rabia contenida.Antes de que Jorge pudiera responder, un ruido de pasos la obligó a voltear. Su corazón se detuvo por un instante al ver a Ernesto de pie a unos metros de ellos. Su figura, aunque ligeramente inclinada por el dolor de su herida, emanaba una furia contenida que hacía que el aire a su alrededo
La abuela Guerrero ajustó el abrigo sobre sus hombros mientras bajaba del coche frente a la mansión. El viento frío de la noche agitó los árboles circundantes, llenando el ambiente de un crujido que se mezclaba con su mal humor. Al llegar a la entrada, frunció el ceño al ver que todo estaba a oscuras.— ¿Quién demonios se olvidó de prender las luces? — masculló, rebuscando las llaves en su cartera.La falta de iluminación no era común. La casa siempre brillaba como un faro en la colina, llena de vida y movimiento gracias a los empleados. Sin embargo, esa noche, el silencio era ominoso. Finalmente, encontró las llaves y abrió la puerta, pero el interior estaba igual de oscuro.— ¿Dónde están los empleados? — preguntó en voz alta, su tono denotando irritación y una pizca de alarma.Avanzó con cautela, buscando el interruptor de la luz. De repente, todas las luces se encendieron de golpe, cegándola momentáneamente. Al ajustar la vista, lo que vio la dejó estupefacta. Ahí, en el centro del
Jorge estaba en su oficina, rodeado de documentos que apenas había tocado. Su mente era un caos absoluto desde el rechazo de Anaís. No podía concentrarse en nada. Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de ella lo atormentaba: su voz fría, sus palabras llenas de determinación al decirle que no lo amaba más.«¿Cómo llegamos a esto?» Pensaba mientras daba vueltas en su silla, mirando el techo como si las respuestas fueran a caer de ahí. El timbre de su celular lo sacó de sus pensamientos, pero decidió ignorarlo. No estaba de humor para lidiar con más problemas. Si volvió a su oficina y no a su casa, fue para esconderse del mundo.Sin embargo, unos minutos después, la puerta se abrió y entró Ramiro, su mano derecha. Jorge lo miró con fastidio.— ¿Qué es ahora? — preguntó, con el ceño fruncido.Ramiro cerró la puerta tras de sí, con el rostro pálido y una expresión que hizo que Jorge se enderezara en su asiento.— Señor... — empezó Ramiro, pero su voz temblaba.Jorge frunció aún más el c
Anaís se miró al espejo una última vez antes de salir de la habitación. Su reflejo le devolvía una mirada cansada, pero decidida. Sabía que encontraría a Jorge en su mansión, perdido en su dolor, y aunque cada parte de su ser le decía que no debía ir, una fuerza superior la empujaba a hacerlo. La muerte de Matilde Guerrero, una mujer que había sido como una abuela para ella, no era algo que pudiera ignorar. Ellas habían compartido un vínculo fuerte y era su más fiel aliada en esa casa, cuando aún era la esposa de Jorge.Ernesto, apoyado en el marco de la puerta, la observaba con expresión seria. No estaba de acuerdo con esta decisión, pero entendía que Anaís tenía un vínculo especial con la abuela de Jorge, y que negarle este momento sería como cortar una parte de su alma. La noche anterior, apenas se enteraron de lo sucedido, él pidió su alta, y entonces volvieron al edificio de ella, y ahora, verla prepararse, para ir a consolar a ese bastardo, lo hacía sentir incómodo.— ¿Estás seg
Anaís caminaba con paso firme hacia la salida de la mansión Guerrero, sus pensamientos aun revoloteando en torno a Jorge y el dolor que había presenciado. Sin embargo, no había avanzado mucho cuando se encontró con Lucrecia en el camino. La mujer llevaba un vestido entallado y una sonrisa radiante de suficiencia que la hacía ver como si estuviera desfilando en una alfombra roja en lugar de estar frente a una tragedia.— Vaya, vaya, Anaís Santana — dijo Lucrecia con tono agudo, atrayendo la atención de los reporteros que aún merodeaban fuera de la mansión —. ¿Vienes a consolar a tu exesposo? ¿Acaso el gran Jorge Guerrero te ha llamado para llorar en tu hombro? No olvides que es mí prometido.Anaís supo al instante que el objetivo de Lucrecia era hacerla quedar mal ante la prensa. Sin embargo, no era la primera vez que lidiaba con su veneno. Elevando la voz para que todos pudieran escucharla, respondió con una sonrisa gélida:— ¡Oh! No veo al señor Lombardi por ningún lado, Isabella. ¿T
El cementerio estaba cubierto por una niebla tenue que parecía reflejar el luto colectivo. A lo lejos, las campanas de la iglesia resonaban suavemente, marcando el inicio de la ceremonia de despedida de Matilde Guerrero, una mujer que en vida fue una figura formidable en el mundo de los negocios y un pilar irremplazable en su familia. El silencio reverencial de los asistentes era interrumpido solo por el crujir de las hojas bajo sus zapatos y el murmullo del viento entre los cipreses.Anaís se encontraba de pie al lado de Ernesto, ambos en la fila inmediatamente detrás de Jorge. Este, con el rostro endurecido por el dolor, miraba fijamente el ataúd que descansaba frente al altar improvisado. A su lado, Ramiro, el fiel amigo de la familia, se mantenía firme, aunque su mirada también estaba cargada de tristeza. La ceremonia comenzó con las palabras del sacerdote, una oración por el descanso eterno de una mujer que había dedicado su vida al amor y la responsabilidad.Todo transcurría en
El motor del coche de Ernesto rugió al detenerse frente al hospital. La puerta se abrió de golpe, y con Anaís en brazos, Ernesto saltó del vehículo como si llevase un tesoro frágil.— ¡Necesitamos ayuda! — gritó, atrayendo la atención de todos los presentes en la entrada —. Urgente. Mi prometida está herida.Jorge, quien había estado al volante de otro vehículo, llegó tras él, bajó del coche, cerrando de un golpe la puerta.— ¿Es necesario este drama? — masculló mientras avanzaba hacia ellos. Anaís, en brazos de Ernesto, intentó protestar.— Estoy bien, de verdad, — dijo con un tono cansado pero firme —. No hace falta este espectáculo.— ¡Nada está bien cuando te lastiman, mi flor! — insistió Ernesto, sin prestar atención a sus palabras —. Deberían atenderla de inmediato. ¡Es urgente!— Ya la van a atender — intervino Jorge con calma calculada, tomando la mano de Anaís como si con eso pudiera calmarla. Pero Ernesto reaccionó de inmediato.— ¡Suelta su mano! — dijo con frialdad, apartá
El eco de los pasos de Federico Lombardi resonaba en los pasillos oscuros de su mansión. La puerta de la habitación se abrió de golpe, y antes de que Lucrecia pudiera reaccionar, él la lanzó sobre la cama con fuerza. Su rostro estaba deformado por la furia, sus ojos brillaban como carbones encendidos.— ¿Quién demonios te crees que eres para hacer lo que hiciste? — rugió, acercándose a ella —. ¿Tienes idea del caos que desataste? Esos dos hombres no son cualquier persona, Lucrecia. Proteger a Anaís es su misión ahora, y tú... ¡tú casi lo arruinas todo!Lucrecia temblaba en el piso, sus lágrimas caían sin control mientras se abrazaba a sí misma.— Fue un accidente, Federico... te lo juro... — susurró, pero su voz se quebró al ver la expresión en su rostro.Lombardi soltó una carcajada amarga. Se inclinó hacia ella, tomándola del brazo con brutalidad y arrojándola nuevamente sobre la cama. Se colocó encima de ella, sosteniéndola con sus manos firmes mientras su aliento pesado se mezclab