De vuelta en su casa, Jorge se encontraba sentado en el salón, su mente dividida entre el caos en la comisaría y el vacío que sentía desde que Anaís lo había dejado. Su abuela, Matilde, lo observaba desde la cocina, finalmente rompiendo el silencio.— ¿Qué vas a hacer ahora? — preguntó con suavidad —. Anaís no volverá contigo, lo sabes, ¿verdad?Jorge soltó un suspiro, cansado de escuchar las mismas palabras una y otra vez.— Eso no es asunto tuyo, abuela.Matilde, sin embargo, no se dejó intimidar.— Intentaste ocultarme tu divorcio, Jorge. Pero ya no hay nada que puedas hacer para recuperarla. La perdiste. — Su voz estaba cargada de reproche —. Cuando insistí en que la recuperaras, no sabía que ya no había vueltas atrás. Que ya había un documento de por medio.Jorge levantó la mirada, con una mezcla de frustración y desafío.— ¿Crees que la perdí?Su abuela asintió con tristeza.— La he visto. Mira a Ernesto de la misma forma que alguna vez te miró a ti. Pero estabas tan ciego que n
Los ojos de Giovanni se entrecerraron, desconfiados. Antes de que pudiera responder, un tercer hombre entró en la habitación. Era alto, de cabello oscuro y una presencia imponente. Su sola entrada parecía absorber todo el aire de la habitación.— Giovanni — interrumpió con voz firme —, ¿esta es la joven de la que hablaste?Lucrecia lo reconoció de inmediato. Era Lombardi, el magnate cuya fama de implacable iba acompañada de su peculiar historia de amor no correspondido.— Así es, Lombardi — dijo Giovanni, cruzando los brazos —. Pero, hay algo raro en ella… no lo sé aún…— Papi… soy yo — dijo con lágrimas en los ojos, que a ella le salían con facilidad —. ¿Recuerdas ese día? Me hablaste del compromiso y de… de mi madre.El rostro del hombre se distorsionó, y esa dureza que antes se reflejaba en su mirada había desaparecido por completo, siendo reemplazado por una emoción que se veían en las lágrimas acumuladas en sus ojos.— ¿Eres tú? ¿Mi bebé?Lombardi se acercó a Lucrecia, examinándol
Anaís ajustó su vestido negro al bajar del coche que la dejó frente al restaurante más lujoso de la ciudad. Sus tacones resonaron con autoridad mientras ascendía las escaleras hacia la entrada principal. A pesar de la noche fresca, el ambiente dentro del lugar estaba cálido, lleno de murmullos y luces tenues. Las miradas de algunos comensales se posaron en ella al entrar, pero Anaís estaba acostumbrada a ser el centro de atención.Al fondo, sentado solo en una mesa perfectamente ubicada, estaba el señor Lombardi. Su presencia era imponente: un hombre alto, de cabello plateado impecablemente peinado hacia atrás, con un traje negro que parecía hecho a medida. Su expresión era severa, pero había un aire de serenidad que solo alguien con su nivel de poder podía proyectar. Sin embargo, mientras Anaís lo observaba, un pensamiento fugaz cruzó su mente: No le llega a los talones a Ernesto.Lombardi levantó la vista justo cuando Anaís se acercó. Sus ojos oscuros la analizaron con detenimiento,
El aire en la lujosa suite parecía más pesado de lo habitual. Lucrecia estaba acurrucada al borde de la cama, como un cachorro asustado, mientras el señor Lombardi la observaba desde el otro extremo de la habitación. Sus ojos oscuros parecían destilar veneno, cada mirada una daga que atravesaba la poca confianza que ella intentaba proyectar.— ¿Quién eres realmente? — repitió Lombardi con voz firme, casi gutural.Lucrecia intentó tragar el nudo que se formaba en su garganta. Las manos le temblaban, y sus ojos buscaban una salida, pero no había escapatoria. La enorme habitación, decorada con muebles elegantes y obras de arte, se sentía ahora como una celda de tortura.— Yo… yo soy tu prometida, ¿no me recuerdas? — balbuceó, intentando sonar convincente. Se esforzó por sonreír, pero el miedo impregnaba cada palabra —. Sé que he cambiado, pero…Un estruendo interrumpió su torpe explicación. Lombardi había dado una patada a la silla elegante que se encontraba junto a él, enviándola al sue
La tarde pintaba como cualquier otra, con el sol derramando su cálida luz sobre la ciudad, pero el aire parecía cargado de una tensión que Anaís no podía identificar. Ernesto, con su carácter sereno y protector, había insistido en sacarla a almorzar. Era ya una rutina entre ellos, una pausa necesaria en días agitados.— Pronto no podré ocultarlo más — comentó Anaís mientras caminaban hacia el auto, acariciándose el vientre con una sonrisa leve.Ernesto la miró con ternura.— ¿Te preocupa que lo sepan? — preguntó mientras abría la puerta del auto para ella.Anaís negó con la cabeza, aunque su expresión reflejaba cierta inquietud.— No es vergüenza, Ernesto, es miedo. Sabes que hay muchas personas que no nos quieren bien.Ernesto se inclinó ligeramente, asegurándole el cinturón de seguridad, y le sonrió con esa calidez que solo él sabía transmitir.— Primero tendrían que pasar por mí para llegar a ti. No dejaré que nada te pase.Anaís abrió la boca para replicar, pero el sonido seco y c
Anaís salió al pasillo con el corazón encogido y los nervios a flor de piel. Todo en su entorno le parecía cargado de una tensión que no podía ignorar. Los hombres que custodiaban el lugar no eran los escoltas habituales de Ernesto; sus vestimentas eran diferentes, menos formales, y sus expresiones tenían un aire amenazante que la hacía sentir atrapada en un ambiente hostil. Algo no encajaba, algo que le helaba la sangre.Elena, al verla salir, se apresuró hacia ella con pasos apresurados.— Anaís, ¿cómo estás? ¿Cómo está Ernesto? ¿Ya saben quién fue? — le preguntó con voz preocupada, intentando mantener la calma.Anaís apenas escuchaba las palabras. Su mirada se había fijado en Rogelio, quien daba instrucciones rápidas a un hombre que, a pesar de su porte imponente, no se asemejaba a los escoltas habituales. Sus ojos recorrieron el pasillo, observando a los demás hombres, y confirmó que había algo más grande sucediendo. Algo que no le estaban contando.— ¿Qué más me están ocultando?
El tiempo pareció detenerse para Anaís. Su cuerpo reaccionó por instinto, empujándolo con fuerza.— ¡No vuelvas a hacer eso! — exclamó, sus ojos brillando con furia y confusión — Esto no tiene nada que ver contigo, Jorge. Estoy con Ernesto, y este bebé es de él. Si alguna vez pensaste que había algo entre nosotros que valía la pena salvar, acabas de destruirlo.Anaís retrocedió con un sobresalto, apartándose de Jorge. El aire entre ellos se cargó de una tensión que parecía a punto de explotar. Miró al hombre frente a ella con una mezcla de disgusto y sorpresa, incapaz de procesar cómo había llegado a ese punto.— ¡No vuelvas a hacer eso, Jorge! — le espetó, su voz temblando por la rabia contenida.Antes de que Jorge pudiera responder, un ruido de pasos la obligó a voltear. Su corazón se detuvo por un instante al ver a Ernesto de pie a unos metros de ellos. Su figura, aunque ligeramente inclinada por el dolor de su herida, emanaba una furia contenida que hacía que el aire a su alrededo
La abuela Guerrero ajustó el abrigo sobre sus hombros mientras bajaba del coche frente a la mansión. El viento frío de la noche agitó los árboles circundantes, llenando el ambiente de un crujido que se mezclaba con su mal humor. Al llegar a la entrada, frunció el ceño al ver que todo estaba a oscuras.— ¿Quién demonios se olvidó de prender las luces? — masculló, rebuscando las llaves en su cartera.La falta de iluminación no era común. La casa siempre brillaba como un faro en la colina, llena de vida y movimiento gracias a los empleados. Sin embargo, esa noche, el silencio era ominoso. Finalmente, encontró las llaves y abrió la puerta, pero el interior estaba igual de oscuro.— ¿Dónde están los empleados? — preguntó en voz alta, su tono denotando irritación y una pizca de alarma.Avanzó con cautela, buscando el interruptor de la luz. De repente, todas las luces se encendieron de golpe, cegándola momentáneamente. Al ajustar la vista, lo que vio la dejó estupefacta. Ahí, en el centro del