Anaís agradeció con un leve asentimiento y salió del despacho. Caminando por el pasillo, se encontró de frente con Ernesto, quien regresaba tras dejar a su madre bajo la custodia de Rogelio.Sus ojos se encontraron, y Ernesto se detuvo por un instante antes de tomarla suavemente de la mano.— Todo bien? — preguntó, su voz cargada de preocupación.Anaís asintió, apretando ligeramente su mano en señal de apoyo.— Estoy bien. ¿Y tú?Ernesto suspiró, como si intentara liberar algo de la presión que lo envolvía.— Ahora que estoy contigo, sí — respondió, antes de guiarla hacia la salida.Aunque las tensiones no habían desaparecido por completo, ambos sabían que, juntos, podrían enfrentar cualquier cosa. La sombra de Estefanía aún se cernía sobre ellos, pero su conexión era más fuerte que cualquier obstáculo que pudiera encontrar. Y ni hablar de su de esposo y su prima.La fría luz fluorescente del calabozo iluminaba el rostro angustiado de Lucrecia. Se aferraba a los barrotes, mirando a Jor
El rechinar de las bisagras oxidadas anunció la llegada de alguien nuevo. Lucrecia, que estaba sentada en el rincón oscuro de su celda, alzó la vista con una mezcla de curiosidad y desdén. No había tenido compañía desde su ingreso, y la soledad había comenzado a calar en su ser, aunque no lo admitiría. La figura de una joven, vestida con ropas de calle desgastadas y manchadas, fue empujada violentamente al interior de la celda por un oficial robusto. La muchacha cayó de rodillas al suelo, su cabello oscuro cayendo sobre su rostro.— ¡Adentro! — gruñó el oficial mientras cerraba la puerta tras de sí.La mujer, visiblemente aterrada, se levantó tambaleante y se aferró a los barrotes. Su voz temblorosa resonó en el reducido espacio.— ¡Por favor, déjeme salir! Esto es un error… No pertenezco aquí. Soy la hija de… — Guardó silencio.El oficial golpeó los barrotes con su porra, interrumpiendo su súplica. El sonido metálico resonó como un eco ominoso.— ¡Cierra la boca! — rugó con desprecio
Jorge llegó a la comisaría temprano, decidido a sacar a Lucrecia de aquel lugar. Había pagado la multa exorbitante que le habían impuesto, aunque sabía que eso no resolvería todos los problemas. Lo más importante era que Lucrecia estuviera fuera de esa celda, donde no le correspondía estar, al menos hasta el juicio.El oficial de turno, visiblemente desganado y con una taza de café en la mano, revisó los documentos que Jorge le extendió. Tras verificar el pago, asintió y ordenó a un guardia traer a la reclusa.— Traigan a la señorita Lucrecia — gritó el oficial sin levantar la vista.Unos minutos después, el guardia regresó acompañado por una mujer, pero Jorge se quedó helado al verla. Esa no era Lucrecia.— ¿Qué broma es esta? — exclamó Jorge con los ojos encendidos de furia —. Esa no es Lucrecia.El guardia frunció el ceño, revisó los papeles y asintió como si nada estuviera fuera de lo normal.— Sí lo es. Aquí está registrado. Ella es Lucrecia. — Extendió los papeles para que Jorge
De vuelta en su casa, Jorge se encontraba sentado en el salón, su mente dividida entre el caos en la comisaría y el vacío que sentía desde que Anaís lo había dejado. Su abuela, Matilde, lo observaba desde la cocina, finalmente rompiendo el silencio.— ¿Qué vas a hacer ahora? — preguntó con suavidad —. Anaís no volverá contigo, lo sabes, ¿verdad?Jorge soltó un suspiro, cansado de escuchar las mismas palabras una y otra vez.— Eso no es asunto tuyo, abuela.Matilde, sin embargo, no se dejó intimidar.— Intentaste ocultarme tu divorcio, Jorge. Pero ya no hay nada que puedas hacer para recuperarla. La perdiste. — Su voz estaba cargada de reproche —. Cuando insistí en que la recuperaras, no sabía que ya no había vueltas atrás. Que ya había un documento de por medio.Jorge levantó la mirada, con una mezcla de frustración y desafío.— ¿Crees que la perdí?Su abuela asintió con tristeza.— La he visto. Mira a Ernesto de la misma forma que alguna vez te miró a ti. Pero estabas tan ciego que n
Los ojos de Giovanni se entrecerraron, desconfiados. Antes de que pudiera responder, un tercer hombre entró en la habitación. Era alto, de cabello oscuro y una presencia imponente. Su sola entrada parecía absorber todo el aire de la habitación.— Giovanni — interrumpió con voz firme —, ¿esta es la joven de la que hablaste?Lucrecia lo reconoció de inmediato. Era Lombardi, el magnate cuya fama de implacable iba acompañada de su peculiar historia de amor no correspondido.— Así es, Lombardi — dijo Giovanni, cruzando los brazos —. Pero, hay algo raro en ella… no lo sé aún…— Papi… soy yo — dijo con lágrimas en los ojos, que a ella le salían con facilidad —. ¿Recuerdas ese día? Me hablaste del compromiso y de… de mi madre.El rostro del hombre se distorsionó, y esa dureza que antes se reflejaba en su mirada había desaparecido por completo, siendo reemplazado por una emoción que se veían en las lágrimas acumuladas en sus ojos.— ¿Eres tú? ¿Mi bebé?Lombardi se acercó a Lucrecia, examinándol
Anaís ajustó su vestido negro al bajar del coche que la dejó frente al restaurante más lujoso de la ciudad. Sus tacones resonaron con autoridad mientras ascendía las escaleras hacia la entrada principal. A pesar de la noche fresca, el ambiente dentro del lugar estaba cálido, lleno de murmullos y luces tenues. Las miradas de algunos comensales se posaron en ella al entrar, pero Anaís estaba acostumbrada a ser el centro de atención.Al fondo, sentado solo en una mesa perfectamente ubicada, estaba el señor Lombardi. Su presencia era imponente: un hombre alto, de cabello plateado impecablemente peinado hacia atrás, con un traje negro que parecía hecho a medida. Su expresión era severa, pero había un aire de serenidad que solo alguien con su nivel de poder podía proyectar. Sin embargo, mientras Anaís lo observaba, un pensamiento fugaz cruzó su mente: No le llega a los talones a Ernesto.Lombardi levantó la vista justo cuando Anaís se acercó. Sus ojos oscuros la analizaron con detenimiento,
El aire en la lujosa suite parecía más pesado de lo habitual. Lucrecia estaba acurrucada al borde de la cama, como un cachorro asustado, mientras el señor Lombardi la observaba desde el otro extremo de la habitación. Sus ojos oscuros parecían destilar veneno, cada mirada una daga que atravesaba la poca confianza que ella intentaba proyectar.— ¿Quién eres realmente? — repitió Lombardi con voz firme, casi gutural.Lucrecia intentó tragar el nudo que se formaba en su garganta. Las manos le temblaban, y sus ojos buscaban una salida, pero no había escapatoria. La enorme habitación, decorada con muebles elegantes y obras de arte, se sentía ahora como una celda de tortura.— Yo… yo soy tu prometida, ¿no me recuerdas? — balbuceó, intentando sonar convincente. Se esforzó por sonreír, pero el miedo impregnaba cada palabra —. Sé que he cambiado, pero…Un estruendo interrumpió su torpe explicación. Lombardi había dado una patada a la silla elegante que se encontraba junto a él, enviándola al sue
La tarde pintaba como cualquier otra, con el sol derramando su cálida luz sobre la ciudad, pero el aire parecía cargado de una tensión que Anaís no podía identificar. Ernesto, con su carácter sereno y protector, había insistido en sacarla a almorzar. Era ya una rutina entre ellos, una pausa necesaria en días agitados.— Pronto no podré ocultarlo más — comentó Anaís mientras caminaban hacia el auto, acariciándose el vientre con una sonrisa leve.Ernesto la miró con ternura.— ¿Te preocupa que lo sepan? — preguntó mientras abría la puerta del auto para ella.Anaís negó con la cabeza, aunque su expresión reflejaba cierta inquietud.— No es vergüenza, Ernesto, es miedo. Sabes que hay muchas personas que no nos quieren bien.Ernesto se inclinó ligeramente, asegurándole el cinturón de seguridad, y le sonrió con esa calidez que solo él sabía transmitir.— Primero tendrían que pasar por mí para llegar a ti. No dejaré que nada te pase.Anaís abrió la boca para replicar, pero el sonido seco y c