LXII Aquella verdad

Los seis pares de zapatos que Irum le había comprado a Libi tendrían que esperar al menos un mes para que ella los usara. Una bota ortopédica y una pantufla serían su calzado mientras le durara la licencia médica.

Ella nunca tuvo tantos zapatos ni tan bonitos y ciertamente jamás se habría gastado en ellos lo que Irum, aunque tuviera dinero de sobra.

A mediodía, Irum recibió los resultados de los exámenes médicos y fue a ver si Libi seguía dormida. Ella no estaba en la cama.

No respetaba su descanso.

No cuidaba de sí misma.

No conocía sus límites.

Los regaños que intentaba suavizar se le quedaron en la punta de la lengua. Silenciosa como un pensamiento que se fraguaba con esmero, ella pintaba en su taller. El peso de su cuerpo reposaba en el pie bueno y su mano derecha danzaba sobre el lienzo que cobraba vida a la luz de su fértil mente.

Igual de silencioso, Irum la contempló con la devoción de un secreto admirador. La obra maravillosa no era la que ella creaba con su prodigioso ta
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