El lado de la cama de Libi estaba frío cuando Irum se despertó. Ella no estaba en el baño, la sala, el comedor; no la vio deambulando por la terraza. La llamó y el teléfono sonó en el cajón del velador. La mujer vivía pegada al aparato y ahora salía sin él, m4ldijo entre gruñidos.—¿Saben dónde está Libi? —le preguntó a las sirvientas.Era su novia y debía preguntarle a otros por ella, se sintió como un imbécil.—La vi salir hace un rato, llevaba ropa deportiva —le dijo Conchita. Fastidiado, Irum regresó a la habitación. Ella llegó luego de media hora.—¿Dónde estabas?—Fui a trotar y encontré ese parque que dijiste. Es muy grande y tiene una laguna.—¿Por qué no me avisaste? Pude acompañarte en la silla. ¿Crees que soy un estorbo?—Es que te veías muy lindo dormido, no quise despertarte —dijo Libi, sin prestar mayor atención a sus reclamos. Se agachó frente a él para borrarle la mueca de disgusto con sus besos.El calor que emanaba de su cuerpo agitado hizo que Irum también se agita
Libi llevaba casi una hora despierta y ya se sentía agotada. Ahora que tendría a Irum todas las noches en la misma cama habría que dosificar sus andanzas nocturnas o no aguantaría. Si llegaba a quedarse dormida en clases por pasarse la noche follando sería el hazmerreír de Lucy y no dejaría de molestarla hasta graduarse de la universidad. Irum, en cambio, estaba como siempre, radiante, compuesto, atractivo hasta la médula. Tal vez un poco más serio.—¿Te ocurre algo, amor? —Había cabello tuyo en la ducha —reprochó él. Viviendo sola, Libi nunca tuvo que preocuparse por cosas como esas que para ella eran absolutamente normales, pero que a Irum podrían resultarle un verdadero incordio. La cotidianidad de la vida en pareja empezaba a sacar a flote sus diferencias y era cuando el amor debía prevalecer para mantenerlos juntos a pesar de sus manías y defectos. Hasta ahora ella lidiaba bastante bien con lo quisquilloso que era él. —Lo siento, después del desayuno lo limpiaré.—También hab
En la acera y bajo el letrero luminoso del bar, Libi se afirmaba de un hombre para no acabar en el suelo. Era Alfredo, asistente de Yolanda, un moreno alto y bien parecido que se había bebido tres margaritas, pero se mantenía lo suficientemente firme para ser un buen soporte. Le susurró algo al oído y Libi rio a carcajadas.El auto negro de Braulio se detuvo frente a la alegre pareja. El conductor bajó rápido, pero los gritos de Irum desde el asiento trasero les llegaron primero.—¡¿Qué crees que estás haciendo?! ¡Suéltala ahora mismo! —exigió con voz potente y enérgica.Libi dejó de reír.—¿Es tu novio? —le preguntó Alfredo.Libi asintió, temblorosa. Desde el auto, los ojos de Irum llameaban. Si pudiera caminar, ya se les habría lanzado encima para separarlos.—¡Libi, sube al auto ahora! —ordenó.Ella se tambaleó al dar un paso, Braulio la afirmó, pero Alfredo seguía sosteniéndole un brazo.—¿Estás segura de querer irte con él?La preocupación en el rostro de Alfredo trajo a ella los
Los seis pares de zapatos que Irum le había comprado a Libi tendrían que esperar al menos un mes para que ella los usara. Una bota ortopédica y una pantufla serían su calzado mientras le durara la licencia médica. Ella nunca tuvo tantos zapatos ni tan bonitos y ciertamente jamás se habría gastado en ellos lo que Irum, aunque tuviera dinero de sobra.A mediodía, Irum recibió los resultados de los exámenes médicos y fue a ver si Libi seguía dormida. Ella no estaba en la cama. No respetaba su descanso. No cuidaba de sí misma. No conocía sus límites.Los regaños que intentaba suavizar se le quedaron en la punta de la lengua. Silenciosa como un pensamiento que se fraguaba con esmero, ella pintaba en su taller. El peso de su cuerpo reposaba en el pie bueno y su mano derecha danzaba sobre el lienzo que cobraba vida a la luz de su fértil mente.Igual de silencioso, Irum la contempló con la devoción de un secreto admirador. La obra maravillosa no era la que ella creaba con su prodigioso ta
Ocho minutos tardaba Irum en la ducha cada mañana. Se vestía en tres y desayunaba en quince. Desde su pent-house llegaba a la empresa en diez y una vez en su oficina, el tiempo lo medía en horas. Horas en reuniones, horas frente al computador, horas planeando cómo acrecentar su fortuna.¿Invertía algo de tiempo en pensar cómo gastar el dinero que ganaba? No en las veinticuatro horas que duraba su día. El regreso al pent-house le tomaba más de diez minutos, pero menos de treinta. En casa leía veinte minutos, ni más ni menos, por muy interesante que estuviera la trama. Cenaba en treinta y cinco y luego iba junto a la chimenea puntualmente y cogía su teléfono durante ocho minutos. A veces Alejandro lo ponía al tanto de algún asunto importante, otras le contestaba a Ángel los mensajes que le enviaba, lo que alcanzara a hacer en ocho minutos.Dormía ocho horas y media y al despertar todo se volvía a repetir, así había sido, con pequeñas variaciones, por casi siete años, desde que llegara
Libi miraba las brillantes botellas que contenían los líquidos de colores. Como estudiante de artes, ella apreciaba la belleza cromática en todo cuanto veía y eso incluía el bien provisto bar en casa de Lucy. —¿Y qué se supone que estamos celebrando? —Mi soltería —informó Lucy. Le entregó una jarra de cerveza. Por instantes, el espectáculo de burbujas en el dorado espacio captó toda la atención de Libi. Sólo fueron ella y su jarra. —¿Y qué pasó? —Me harté de K. Tan inocente que parecía. ¿Puedes creer que lo vi en un bar con otra mujer? —No me lo creo —exclamó Libi. Su jarra de cerveza era de cerveza sin alcohol. ¿Había algo más triste que el alcohol sin alcohol? —Era una tipa alta y preciosa, una amazona negra escultural, parecía una diosa africana. De sólo imaginarlos juntos se me revuelve el estómago, esa mujer va a matarlo si es que la deja tocarlo. —¿Tú también piensas que soy alcohólica? —¿Qué tiene que ver eso con que K tenga una amante? —Me diste cerveza
—¿Estás segura de tu decisión? —preguntó Irum, con la calma que mantenía en las reuniones más espinosas. El autocontrol era la máxima muestra de poder, no los gritos o la violencia, como muchos pensaban. Las guerras se ganaban entre cuatro paredes, no en el campo de batalla. —Completamente —dijo Libi, con convicción. No había sido sencillo decirle a Irum que no, pero lo había logrado.Nada sabía ella de guerras o estrategias, sólo iba con la verdad y la bondad de su corazón por delante, esas eran sus armas. —Piénsalo mejor —insistió Irum. La invitaba a recapacitar y replantear sus movimientos, a rendirse antes de ejecutar otro «ataque» en su contra. —Si no trabajo, no tendré dinero para comprarle sus cosas al perro.Esa era una ofensiva tan débil que casi le dio risa. Libi necesitaba unas lecciones intensivas de argumentación. —Las comprarás con el dinero que yo te dé. Libi, tengo tanto dinero y nadie con quien gastarlo más que contigo. Incluso lo gasté con la sirvienta, por Dios
Lucy no necesitó preguntar qué había hecho Klosse para convencer a Libi, le bastó ver su felicidad mientras cargaba a los cachorros que estaban en adopción. —Casi me dio un infarto al ver el dinero que Irum me depositó para comprar un perro. La cifra sorprendió hasta a Lucy. Con ese dinero Libi se podía comprar a todos los perros de la ciudad. Los recursos le sobraban para manipularla.—Klosse te tiene en sus manos. —He decidido confiar en él y él también confía en mí, ya devolvió el alcohol del bar que había escondido cuando llegué. —Pareces tenerlo todo bajo control. —Así es, nos comunicamos bien. Son todos los perritos tan lindos, no sé a cuál escoger.—Éste se ve perfecto, tiene una mirada pícara que augura muchas travesuras divertidas —Lucy señalaba a un cachorro que le jalaba la cola a otro.—Irum quiere uno que no haga travesuras. Tiene que saber comportarse.—Qué aburrido. Debería conseguir un pez, no un perro. —De seguro no se le ocurrió —Libi cogió al perrito que le ja