2. Reencuentro

~4 años después~

—Señorita —la voz neutral de la institutriz Kate hizo que Aisling detuviera sus dedos sobre las teclas del piano—. Es hora de prepararse.

—¿Tan pronto?.

—Sí, por favor, debe darse prisa.

Aisling asintió y se levantó sin objeciones. Ni siquiera se molestó en saber si esa persona estaría presente en un día que, para ella, no era más que una mera formalidad.

Después de unos minutos arreglándose, Aisling bajó las escaleras ya lista para su graduación. Su institutriz, una mujer de lentes transparentes, cabello recogido sin un solo mechón fuera de lugar, vestida siempre con una falda de tubo por debajo de las rodillas y una camisa blanca impoluta, la esperaba al pie de la escalera.

Ni un elogio, ni una sonrisa. Solo un leve asentimiento de cabeza antes de guiarla hacia el exterior de la gran mansión. Estaba acostumbrada a esa vida. Las palabras innecesarias no tenían cabida en el régimen bajo el que había crecido; solo debía ser impecable y demostrar ser la mejor, nada más.

Subieron a una camioneta, seguida por un séquito de autos llenos de guardaespaldas que la acompañaban a todas partes. Ganarse la confianza de alguno de ellos para permitir que alguien se acercara libremente a Aisling era casi imposible, todo bajo estrictas órdenes de su tutor.

El birrete y la toga resultaban sofocantes. Tenía calor, la tela le irritaba la piel. Deseaba que todo terminara lo antes posible para volver a su jaula de oro, donde pasaba la mayor parte del tiempo.

El auto se detuvo frente a un auditorio, donde se llevaría a cabo la ceremonia. Kate bajó primero, seguida de Aisling, quien mantenía una expresión inescrutable en su rostro, a pesar de ser un día que muchos considerarían especial.

—¡Lin! —una chica castaña se lanzó hacia ella y la abrazó en cuanto la vio llegar—. ¡Llegaste! Te ves... horrendamente preciosa.

—Tienes razón, es horrendo y da mucho calor —respondió Aisling entre risas—. Tú te ves genial.

Kate se aclaró la garganta detrás de ellas, manteniendo su postura impecable de siempre.

—Oh, "Miss Perfección" vino contigo —le susurró su amiga al oído. Aisling contuvo una risa—. Por cierto, ¡felicidades a nosotras!.

—¿Gracias?.

—Qué entusiasmo el tuyo. Vamos adentro.

Su mejor amiga, Dorothea, la tomó de la mano y la guió hacia el auditorio, que comenzaba a llenarse de gente. Al menos, en un día como ese, tenía a esa loca a su lado, quien convertía sus días grises en los más divertidos. Aunque parecía una locura decirlo, Dorothea era su única amiga, y llegar a ese punto no había sido fácil. Con su carácter alocado y rebelde, fue todo un desafío que la institutriz y los guardaespaldas permitieran que conservaran su amistad.

Eso sí, la amistad con hombres estaba totalmente prohibida para ella. Solo compañeros o conocidos. Si mostraban señales de algo más, no dudarían en ser espantados por Kate, la mujer de hielo, y los gorilas que siempre la acompañan.

Aisling mantuvo la mente en blanco mientras la ceremonia se extendía interminable, tal como lo había previsto: aplausos esporádicos, risitas nerviosas y la monotonía de los discursos. Lo único que la mantenía conectada a la realidad era la mano de Dorothea, quien a su lado, no dejaba de mostrar entusiasmo. Aisling solo quería que todo acabara para poder volver a casa.

Cuando escuchó su nombre, casi media hora después, el sobresalto la sacó de su ensimismamiento. Se levantó, caminó hacia el estrado y, como todos antes que ella, dijo unas breves palabras de agradecimiento, aunque no tenía idea de lo que sus compañeros habían mencionado previamente. Desde el público, su amiga agitaba el diploma en el aire, haciéndole gestos de apoyo que le sacaron una leve sonrisa.

Sin embargo, al dirigir la mirada de forma casual hacia la entrada del auditorio, algo en su interior se detuvo. Inhalar, exhalar, todo dejó de tener sentido. Allí, bajo la luz de las puertas abiertas, un hombre alto, vestido con un impecable traje de tres piezas que parecía diseñado para humillar al resto de los presentes, entraba con paso firme.

Aisling se quedó congelada. Los murmullos empezaron de inmediato, y todas las miradas convergieron en él. Alaric Kaiser, quien siempre era el centro de atención en cualquier lugar al que entrara.

Habían varios años desde que desapareció de su vida, pero ahí estaba, como si nunca se hubiera ido, acercándose a ella con esa presencia arrolladora. En menos de nada, su figura alta e imponente estaba parada frente a su campo de visión, envolviendo su pequeña figura con su sombra intimidante.

—Felicidades, Aisling —su profunda y grave voz la estremeció. Ella tragó saliva, tratando de asimilar lo que ocurría—. Has hecho un gran trabajo.

Aisling levantó la mirada, encontrándose con sus ojos oscuros. Eran fríos, tan fríos que sentía cómo le helaban la sangre. No había una sonrisa en sus labios, ni un atisbo de suavidad en sus facciones, rígidas y controladas.

—Gracias —murmuró ella en voz baja, tomando el diploma que él le extendía. Había llegado personalmente a entregárselo.

Ni una caricia, ni una palabra más. Alaric se dio la vuelta y bajó del estrado. Aisling lo siguió con la mirada, saliendo por un instante de su shock mental. ¿Qué hacía ese hombre allí? Buscó la respuesta en Kate, pero ella no hizo ningún gesto. Estaba claro que lo sabía. La institutriz siempre lo sabía todo. Era la encargada de cuidarla y de informar a Alaric sobre cada uno de sus movimientos, tanto dentro como fuera de la mansión. ¿No le habían dicho porque querían sorprenderla? Si ese era el plan, lo lograron. Lo último que esperaba era ver a su tutor en un día como ese.

—¡Lin! —Dorothea se colgó de su brazo en cuanto la ceremonia terminó—. ¡No puedo creerlo! ¿Sabías que vendría y no me dijiste nada?.

—No tenía idea, lo juro —respondió, aún nerviosa—. Estoy tan sorprendida como tú.

—¡Woa! ¿Cómo se atreve a venir? ¡Qué descarado! Me cae fatal —refunfuñó irritada—. Todo poderoso, viniendo a felicitarte. Menudo gilipollas.

—Oye, no hables así, alguien puede oírte —le advirtió en voz baja—. Sabes que él...

—Sus malditos negocios son más importantes que la chica de la que quiso hacerse cargo, creyéndose la madre Teresa, lo sé —interrumpió Dorothea, llena de sarcasmo—. Mejor se hubiera comprado una muñeca de porcelana y asunto resuelto.

Dorothea era la única persona que conocía su historia. Sabía que Alaric se había hecho cargo de Aisling cuando quedó desamparada, y que no tardó mucho en dejarla sola en una enorme mansión, rodeada de sirvientes y personas que cubrían todas sus necesidades. Su vida era de lujo, sí, pero vacía y solitaria, como una muñeca de lujo encerrada en una jaula de oro.

Alaric, por su lado, se mantenía al tanto de su vida desde la distancia, pero rara vez volvía a Berlín, siempre absorbido por sus negocios en el exterior. Solo le enviaba costosos regalos en su cumpleaños o en ocasiones especiales, y aparecía en la ciudad solo si tenía algún asunto importante que atender.

—Señorita, es hora de despedirse —interrumpió Kate—. El señor la espera.

—¿A mí? —Aisling se señaló, incrédula.

—Sí, a usted. Sea breve, por favor.

—Anda, ve —le dijo Dorothea, dándole un codazo—. Te llamaré después.

Aisling asintió, recibiendo un guiño de su amiga, lo que significaba que tendría que contarle cada detalle de lo que sucediera entre su tutor reaparecido y ella.

Kate la guió fuera del auditorio, donde un auto la esperaba. Un hombre abrió la puerta, revelando a Alaric sentado adentro, con las piernas cruzadas y su mirada fría y penetrante fija al frente. Aisling tragó saliva de nuevo. Ese hombre le seguía causando temor; nada había cambiado desde el pasado. Estar a solas con él en un espacio tan reducido sería incómodo. Todo podría haber sido distinto si él al menos hubiera hecho el esfuerzo de entablar algún tipo de relación comunicativa entre ellos.

Finalmente, entró al auto, y para su mala suerte, Kate no iría con ellos, sino en otro vehículo. Aisling se quedó estática en su asiento, su mirada fija en el diploma que sostenía, sin atreverse a decir una palabra.

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