6. Noche caótica

*Momentos antes*

Alaric salió del baño, envuelto en una bata blanca que estratégicamente dejaba ver parte de su torso, como si estuviera protagonizando un comercial de perfume. Mientras se secaba el cabello con una toalla, tres golpecitos sonaron en la puerta. Ah, perfecto, la puntualidad era su segundo nombre... cuando no se trataba de él.

Lanzó la toalla sobre la cama con una despreocupación digna de un rey y abrió la puerta. Del otro lado, estaba Jessica. Seductora, claro, con su cabello rojizo perfectamente peinado, esos ojos azules que parecían decir “sí, soy peligrosa” y las pecas que, para su desgracia, solo conseguían que pareciera más adorable que temible. Su atuendo no decepcionaba: falda de látex negro, blusa con un escote digno de una película de acción, y una chaqueta de cuero que gritaba "rebelde sin causa". En resumen, su proxeneta exclusiva en todo su esplendor.

—Hola, guapo —saludó Jessica con una sonrisa que probablemente practicó frente al espejo unas cincuenta veces. —Tanto tiempo sin saber de ti, ¿me extrañaste?.

Alaric no respondió, claro. ¿Para qué malgastar oxígeno con preguntas retóricas? Las palabras estaban sobrevaloradas, sobre todo con mujeres que no lograban escalar más allá de la categoría de "prescindible". Sin más, la agarró del brazo y la jaló dentro, acercándose para aspirar su perfume. Rosas. Bien. Era el aroma que le exigía cada vez que venía a prestarle sus servicios. Porque, si no olía a jardín en primavera, la noche no iba a terminar bien para nadie.

—Quítate la ropa —ordenó, apartándose como si cada segundo que ella permanecía vestida fuera una ofensa personal—. Rápido.

Jessica sonrió de lado, encantada por esa mezcla de autoridad y ansia que él no se molestaba en ocultar. Le fascinaba que la deseara con esa intensidad cruda, sin perderse en detalles inútiles como caricias o susurros. Aunque, en su fuero interno, a veces anhelaba que se detuviera un instante a acariciar su piel. Pero así era Alaric: implacable, directo, un hombre que dominaba cada instante, sin lugar para las debilidades del corazón. Se sentó en el borde de la cama, mirándola como un rey que inspecciona a su próxima conquista.

La falda de látex de Jessica ya estaba a sus pies. Quedó en bragas, despojándose de la chaqueta y la blusa con movimientos calculadamente lentos, saboreando la atención que él le dedicaba. Sus caderas se contoneaban con una sensualidad indomable. Lo deseaba con tal fervor que, si él se lo pidiera, lo daría todo. Estaba dispuesta a destrozarse solo para complacerlo.

—¿Te gusta? —susurró, acercándose a él con la misma precisión de una cazadora que rodea a su presa—. Me encanta cuando dices que te gusta lo que ves.

Los ojos oscuros de Alaric la recorrieron de arriba abajo. Le gustaba, sí. Pero lo que le gustaba aún más era lo que ella era capaz de hacerle sentir en la cama. Jessica era más que un cuerpo atractivo, era una maestra en el arte de hacer perder la cabeza. Y Alaric era un hombre que no se conformaba con menos que lo absoluto.

—Me fascina —replicó con voz grave, su cuerpo ya respondiendo al deseo—. Ahora, muévete.

La sonrisa de Jessica se amplió. Desabrochó su sostén rojo, liberando sus pechos perfectamente esculpidos por el bisturí, y dejó que el sostén cayera al suelo. Luego, sin perder tiempo, se deslizó fuera de las bragas del mismo color. Rojo y negro, los colores que Alaric prefería. Ella lo sabía todo: sus fetiches, sus obsesiones, y ese aroma a rosas que siempre llevaba impregnado en la piel era el toque final para desencadenar la tormenta de deseos que él tanto anhelaba.

Jessica, completamente desnuda, se montó sobre Alaric a horcajadas, deslizando sus manos por la abertura de la bata, buscando provocar. Pero Alaric no era un hombre que se entretuviera con preliminares innecesarios. Sin dudarlo, la agarró de las muñecas y, con un movimiento muy rápido, la giró, dejándola boca abajo sobre la cama, exponiendo su redondeado trasero operado. Jessica soltó una risa baja, casi desafiando.

Sin perder tiempo, caminó hacia la cómoda y sacó un preservativo, algo indispensable cuando se acostaba con mujeres como Jessica. Se despojó de la bata y se colocó detrás de ella, ajustándose el condón con urgencia. Estaba duro, mojado, ardiendo de puro deseo.

Con una brutalidad despiadada, la penetró sin advertencia. Jessica gritó, un sonido lleno de dolor y placer, una mezcla que solo un hombre como Alaric podía provocarle. Esa sonrisa lunática en su rostro lo volvía loco; le encantaba verlas así, sometidas, pero disfrutando cada embestida como si no existiera el mañana.

Mientras sus caderas se movían con violencia, la sujetó del cabello pelirrojo, echándole la cabeza hacia atrás, mientras su otra mano mantenía un control férreo en su cintura. Las palmadas resonaban en la habitación, junto con los gemidos de Jessica, pidiendo más, rogando por rudeza.

Alaric se entregaba a la crudeza del momento, su mente en blanco, hundiéndose en la liberación total, olvidando cualquier preocupación. Estaba en su elemento, donde el poder y el placer eran lo único que importaba.

Alcanzó su clímax una vez, luego lo repitieron en una nueva posición, devorándose con desesperación animal, hasta que él decidió que ya estaba satisfecho. Uno nunca era suficiente. Ahora, con su cuerpo menos tenso, se sentía liberado. Jessica yacía exhausta sobre la cama, sudorosa y agitada, mientras él recuperaba su control habitual.

Sin decir palabra, se puso la bata y fue hacia la cómoda, sacando un rollo de billetes. Se acercó a la cama y, sin emoción, dejó caer el dinero sobre ella.

—Vístete y vete —ordenó, su tono carente de cualquier consideración.

—Te he dicho que no necesito tu dinero cada vez que estoy contigo —replicó Jessica, intentando mantener su dignidad—. Lo hago porque quiero, no por esto.

—Tómalo y vete —repitió, su voz ahora más fría, bordeando la amenaza—. No lo diré tres veces.

Sin esperar respuesta, se dirigió al baño, dejándola sola. El sonido de la ducha llenó el silencio de la habitación, mientras Jessica permanecía inmóvil, humillada. Sabía que todas las mujeres que se acostaban con Alaric acababan igual: desechadas, sin importar lo que dijeran o hicieran. Él no era más que hielo y distancia, utilizándolas sin concesiones antes de apartarlas.

Pero Jessica se creía distinta. Había sido la preferida de Alaric durante años, y eso, en su mente, la hacía especial. Sabía que él seguía buscándola por su habilidad en la cama, por la satisfacción que le brindaba, y eso la hacía sonreír.

Tomó el dinero sin titubear y se vistió. Ya estaba acostumbrada a ese trato. Lo importante era que siempre era ella quien estaba en su cama, la única que parecía satisfacerlo a su medida.

Siendo consiente de que Alaric se enfadaría si salía del baño y todavía la encontraba allí, Jessica se marchó sin decir nada. Él jamás dormía en la misma cama con una mujer, era otra de sus reglas.

Minutos después, Alaric salió del baño envuelto en su bata. El espacio estaba vacío; ella ya se había ido. Sin mostrar reacción, llamó al personal de limpieza. Mientras ellos eliminaban el desorden, él se sentó en un sillón en la esquina de la habitación, encendiendo un puro. Un vaso de licor, como siempre, a su lado.

Cuando terminaron, él tomó su celular y marcó el número de uno de los guardaespaldas que envío detrás de Aisling.

—Infórmame —ordenó con frialdad.

—Señor, estamos en el lugar, pero no se nos permitió la entrada —balbuceó el guardaespaldas—. Lo más importante es que las señoritas entraron solas a la fiesta. La anciana... nunca estuvo con ellas.

—¿Qué? —Alaric se levantó de golpe, el vaso de licor impactó contra la mesa con un sonido seco—. ¿Y me lo dicen ahora, imbéciles?.

—Pensamos que esperar...

—No quiero excusas —lo cortó, la furia latente en su voz—. Envíame la dirección. Ahora.

Cortó la llamada sin más. Miró la hora en la pantalla; ya había pasado la medianoche. Su encuentro con Jessica lo había absorbido más de lo previsto, y ese descuido lo irritaba aún más.

Se cambió rápidamente. Pantalones negros, camisa blanca. Apenas recibió la notificación, salió de la mansión en uno de sus autos de lujo. Aisling iba a escucharlo. Le había dejado claro que debía regresar antes de la medianoche. No solo lo desobedeció, sino que lo hizo parecer un idiota. Imperdonable.

Alaric frenó el auto con un chirrido seco frente a la susodicha casa de dos pisos. Salió furioso, encontrándose con sus dos guardaespaldas que esperaban afuera como si hubieran hecho algo útil. No se molestó en desquitarse con ellos, a pesar de que tenían parte de la culpa por ser tan ineficaces. Solo quería sacar a Aisling de ese lugar y llevarla de vuelta a la mansión, lejos de ese ambiente que tanto despreciaba para ella.

—No pueden pasar —gruñó el gorila que bloqueaba la entrada—. Ustedes no parecen invitados, regresen.

—Si no te apartas de la m*****a puerta, lo último que dirás esta noche serán esas estupideces que acabas de escupir —amenazó Alaric con voz helada—. Tú decides.

El hombre dudó, mirando de un lado a otro. Tres contra uno no era una apuesta inteligente, y mucho menos cuando defendía a un grupo de jóvenes borrachos. La paga no era tan buena para correr un riesgo tan alto. Resignado, se hizo a un lado y les permitió el paso.

Al entrar, la furia de Alaric solo creció. El olor a alcohol lo invadía todo, y alrededor de él vio a varios jóvenes besándose y devorándose en las esquinas, algunos consumiendo sabe Dios qué. Esto era justo lo que temía cuando Aisling mencionó la fiesta. Sabía perfectamente lo que sucedía en este tipo de lugares, y por eso había querido evitarlo, pero no quería parecer un monstruo controlador frente a ella por negarle el permiso de divertirse. Sin embargo, esa imagen de hombre permisivo estaba a punto de desmoronarse esa misma noche.

Con pasos rápidos, atravesó el mar de jóvenes, buscando a Aisling con la mirada oscurecida. No tuvo que avanzar mucho. Allí estaba, al fondo, en la barra, con ese maldito vestido morado que detestaba verla usar en público.

No estaba sola. Un chico estaba bailando cerca de ella, con la compañía de su inseparable amiga Dorothea. Alaric sintió que la furia le subía al ver que Aisling estaba claramente ebria. ¿Para esto quería irse de fiesta? Perfecto.

Por un instante, la mirada verdosa de Aisling se cruzó con la de Alaric. De inmediato, la palidez cubrió su rostro, y la amplia sonrisa que lucía desapareció como si nunca hubiera existido. Quedó estática, con los ojos reflejando un terror genuino.

Él avanzó a través de la multitud sin apartar la vista de ella, quien retrocedió varios pasos, casi tropezando si no fuera porque Marcus la sostuvo por la espalda. Pero tan pronto como él tuvo contacto con ella, una mano brusca lo apartó, y Aisling se estrelló contra un cuerpo mucho más grande.

Ahí estaba Alaric, mirándolos con una furia que podría derretir hielo. Dorothea, que claramente había bebido más de lo que podía manejar, también se puso pálida, mientras que Marcus lo miraba con irritación.

—Nos vamos —dijo Alaric a Aisling, tomándola del brazo—. Esta es la última vez que sales de fiesta.

Aisling estaba visiblemente asustada, pero también quería soltarle una torrente de veneno, quizás como resultado de su estado de embriaguez.

—No quiero ir —se quejó, tratando de zafarse de su agarre—. ¿Qué haces aquí? ¡Me estoy divirtiendo!.

Se tambaleó un poco, lo que llevó a Alaric a volver a sostenerla, como si no pudiera confiar en su equilibrio.

—Aisling —advirtió, la voz cargada de autoridad—. Nos vamos ya. ¿Quieres hacer de esto un desastre?.

—No estamos haciendo nada malo, señor —intervino Marcus, que parecía decidido a ser el héroe del momento—. Aisling tiene derecho a divertirse; ya es una adulta.

—Cuando quiera tu opinión, mocoso, te la pediré. Pero ahora, mantén la puta boca callada y no te metas —escupió Alaric con ira, antes de volver a sujetar a Aisling—. Esto lo arreglamos en casa.

—¡No sea amargado! —protestó Dorothea, que no tenía ni idea de cómo mantenerse en pie—. ¿¡Por qué arruinas nuestro momento!? ¡Solo nos divertimos!.

—Tus padres sabrán de esto —le espetó, fulminándola con la mirada—. La osadía de burlarte de mí y traer a Aisling a un lugar como este te va a pesar.

—No, espera, por favor —suplicó Aisling, balbuceando—. ¿Por qué eres tan cruel? Ella no ha hecho nada malo.

—¿Te parece poco? ¡Mírate! —replicó furioso—. Me vieron la cara de imbécil usando a esa anciana. Es imperdonable. Estarás castigada por eso.

Aisling comenzó a forcejear cuando él intentó llevársela, pero Alaric, harto de la situación, la cargó sobre su hombro. Ella lo golpeaba con su cartera en la espalda, gritando que la bajara, llamando la atención de todos sus compañeros. Él, impasible, la ignoró por completo.

La sacó de allí y ordenó a sus guardaespaldas que llevaran a Dorothea de vuelta a su casa. Casi a la fuerza, subió a Aisling al auto, quien se resistía a entrar, y le colocó el cinturón de seguridad antes de encender el motor con un rugido.

Durante el trayecto, apretaba el volante con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos, mientras una vena de rabia pulsaba en su frente. Aisling permanecía encogida, en silencio, ignorando su presencia como si no existiera. Aún estaba ebria, pero consciente, y ahora temía las consecuencias.

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