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Alaric Kaiser
Alaric Kaiser
Por: Nicoll Mercado
1. Yo te cuidaré

Alaric Kaiser bajó del avión con la elegancia de un hombre que estaba acostumbrado a dominar el mundo. Sus zapatos de cuero negro brillaban bajo la luz artificial de la pista mientras avanzaba hacia las dos hileras de hombres trajeados que lo esperaban con deferencia.

Su cabello azabache, tan oscuro como la noche, estaba perfectamente peinado hacia atrás, sin un solo mechón fuera de lugar. Sus ojos, del mismo tono oscuro y penetrante, reflejaban una frialdad aterradora. Llevaba un traje hecho a medida color negro, que se ajustaba perfectamente a su figura atlética. La camisa del mismo color que asomaba impecable bajo el saco contrastaba con el brillo de los gemelos de oro que adornaban sus puños.

Su porte era altivo, seguro, como el de un rey que acababa de regresar a su reino. No era solo un magnate; era un hombre que había conquistado su destino, y cada detalle de su presencia lo gritaba. Desde la firmeza de sus pasos hasta la mirada que lanzaba a los autos lujosos que lo esperaban, todo en él irradiaba poder.

—Señor —el asistente abrió la puerta del auto con una reverencia respetuosa.

Alaric ingresó al vehículo, sintiendo cómo su impenetrable corazón de piedra comenzaba a resquebrajarse. Su manzana de adán subió y bajó al tragar saliva, luchando contra el nudo que se le había formado en la garganta. Se dirigía al velorio de su mejor amigo. Aunque sus caminos se habían separado debido a sus constantes viajes, Alaric lo consideraba más que un amigo, era como un hermano.

El auto avanzó, seguido de varios más detrás. Durante todo el trayecto, su rostro permaneció inmutable, frío, la máscara que siempre lo caracterizaba. Pero su asistente, observándolo a través del espejo retrovisor, sabía que, tras esa fachada impenetrable, Alaric cargaba con el peso del dolor, aunque no permitía que nadie viera su debilidad.

El convoy de autos se detuvo frente a una pequeña capilla tras una media hora de recorrido. Vicent, aunque no pertenecía a la alta esfera social de Alaric, había sido un médico respetado que, en una ocasión, salvó la vida de su abuela. Desde aquel momento, se ganó su favor, y con el tiempo, una verdadera amistad surgió entre ellos.

Alaric descendió del vehículo, haciendo un gesto a sus hombres para que esperaran afuera mientras su asistente lo seguía hacia adentro. Al cruzar el umbral de la capilla, el dolor de su pérdida se intensificó, golpeando su pecho con fuerza. Vicent era un hombre honorable, íntegro y carismático. ¿Cómo pudo un accidente automovilístico arrebatarle la vida? Todo por culpa de un conductor ebrio que perdió el control en la carretera.

Sus ojos se fijaron en el ataúd de caoba, y sintió cómo el nudo en su garganta amenazaba con ahogarlo. Ignoró las miradas furtivas de las pocas personas presentes, seguramente simples conocidos, y se aproximó, rozando con su mano la suave madera que ahora resguardaba el cuerpo de su mejor amigo.

—Vicent —murmuró Alaric con voz grave, mientras su asistente se mantenía a su lado—. Amigo mío, que en paz descanses.

Una oleada de culpa lo invadió. Había pasado demasiado tiempo sin regresar a la ciudad, sin siquiera hacerle una visita a su viejo amigo. Ahora era demasiado tarde. Imaginaba la tristeza que debía estar embargando a su abuela en ese momento, quien, por problemas de salud, no pudo asistir al velorio.

—Señor —Gerd, su asistente, se le acercó al oído—, mire allá, es la hija del señor Vicent.

Alaric giró de inmediato hacia donde Gerd le indicaba. Ahí estaba, la hija de su mejor amigo. La última vez que la vio era apenas una niña pequeña, y nunca olvidaría la sonrisa de orgullo que Vicent esbozaba cada vez que hablaba de ella. Ahora, esa niña había crecido. Si sus cálculos no fallaban, debería tener alrededor de quince años.

No estaba sola. Una mujer de mediana edad, con el rostro distorsionado por el llanto, la abrazaba con fuerza. La niña, acunada en su pecho, temblaba mientras sus sollozos dolorosos comenzaban a llenar la capilla.

Alaric se movió por instinto. No podía marcharse sin antes ofrecer sus condolencias. Reconoció a la mujer: era la niñera que había cuidado de la niña desde su nacimiento, ya que la esposa de Vicent murió al dar a luz.

—Camelia —la llamó, y la mujer levantó la mirada, sorprendida al verlo—. Lo lamento mucho, ofrezco mis condolencias.

—Señor Kaiser —se recompuso rápidamente y secó sus lágrimas—. Es una sorpresa tenerlo aquí, muchas gracias por venir... —apenas podía hablar debido a la tristeza—. Nuestro Vicent, él...

—Lo sé —la interrumpió, viendo lo abatida que estaba—. Estoy al tanto de todo. El dolor por su pérdida es insoportable, lo comprendo.

—No puedo creer que esto esté pasando —sollozó—. De un momento a otro, él... no es justo, no lo es, de verdad —expresó con profundo dolor, luego miró a Alaric y a su asistente.

—Mi abuela no pudo estar presente —aclaró enseguida—. Aún no está muy bien de salud. Ahora mismo está devastada.

—Entiendo —asintió—. Solo espero que su salud no se deteriore con esta noticia. Vicent era su médico favorito —esbozó una triste sonrisa.

Alaric bajó ahora la mirada hacia la niña, quien se aferraba a la mujer como si fuera su último refugio. Temblaba, sumida en un dolor que parecía consumirla.

—No sabe lo difícil que es esto, señor Kaiser —dijo Camelia, acariciando la cabeza de la pequeña—. Su madre ya no está y ahora ha perdido también a su padre. Está completamente desamparada.

—¿Planea usted hacerse cargo de ella? —preguntó Alaric, genuinamente interesado en el destino de la hija de su amigo. Una parte de él sentía la necesidad de intervenir, de mitigar aunque fuera un poco el sufrimiento—. Vicent me mencionó alguna vez que no tenía más familiares en Berlín.

—Así es, señor. Solo quedo yo, su niñera —afirmó Camelia, antes de bajar la mirada, el rostro trastornado por la culpa y la tristeza—. La verdad es que... justo antes de la muerte del señor Vicent, le entregué mi carta de renuncia. Estaba por contratar a otra niñera porque no podía continuar con mi labor. Mi hija mayor acaba de dar a luz, y necesita mi ayuda. Su esposo la abandonó y no tiene a nadie más. Está sola.

—Yo me haré cargo de la niña—Alaric lo dijo sin titubear, con una firmeza que dejó a Camelia perpleja y hasta Gerd, que permanecía a su lado, quedó sorprendido—. Camelia, has hecho mucho por Vicent y por su hija, no te sientas mal. Puedes regresar a tu ciudad y cuidar de tu hija. Yo me encargaré de la niña.

—¿Qué? Señor, eso no es posible... —Camelia parecía horrorizada ante la idea. Alaric era un hombre de gran importancia, hacerse cargo de la hija de otro era una locura, especialmente cuando tenía una reputación intachable—. No, señor Kaiser, no podría permitirlo. Yo... quizás pueda llevarme a la niña conmigo.

—No —la voz de Alaric fue severa, no admitía réplica—. Vicent fue mi mejor amigo, casi un hermano, y siempre estaré en deuda con él por salvar la vida de mi abuela. Lo mínimo que puedo hacer es cuidar de lo que más amaba. Sé cuánto la adoraba, y le aseguro que la niña estará segura conmigo, no le faltará nada.

La mujer sintió un alivio profundo; al menos Alaric estaba allí, su última esperanza. Vicent confiaba ciegamente en él, y ella estaba segura de que cuidaría bien de la pequeña, incluso mejor de lo que ella, ya una anciana cansada, podría hacerlo.

—Aisling, cariño —dijo Camelia con ternura mientras apartaba a la niña para poder mirarla a los ojos. El rostro de la pequeña estaba enrojecido y húmedo por las lágrimas—. ¿Reconoces al señor Alaric, el mejor amigo de tu papá? —La niña giró su cabeza con timidez hacia él, alzando la vista para encontrar su mirada, pues el hombre era imponente. Un escalofrío recorrió su pequeño cuerpo y, asustada, se refugió de nuevo detrás de la mujer—. Cielo, él cuidará de ti a partir de ahora, ¿lo entiendes?.

—No, no quiero —gimoteó Aisling—. Quiero a mi papá, Nana.

—Tu padre ya no está —dijo Alaric, agachándose para estar a la altura de la niña, que se ocultaba aún más detrás de Camelia—. Pero yo puedo cuidar muy bien de ti. Tu Nana tiene que irse, debes comprenderlo. Vicent te enseñó a ser una niña obediente, ¿verdad?.

Aisling asintió con timidez, sus ojos grandes y tristes buscando consuelo.

—Entonces ven aquí —le ofreció su mano. La niña lo miró con duda, alternando su mirada entre él y Gerd, el asistente que observaba la escena en silencio—. No tengas miedo, él viene conmigo y también era amigo de tu papá.

—Anda, pequeña —la alentó Camelia con voz suave—. No temas. El señor Kaiser es una persona buena.

Finalmente, Aisling tomó la mano que Alaric le tendía. Él esbozó una leve sonrisa, tratando de transmitirle seguridad. Se encargaría de ella en honor a la amistad que lo unía a Vicent, en agradecimiento por todo lo que había hecho por él. Alaric era la mejor opción para darle la vida que Vicent había deseado con tanto ahínco para su hija, y la protegería hasta que fuera lo suficientemente mayor para valerse por sí misma y pudiera rehacer su vida.

Era lo que pensaba.

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