XX Obsesionándose

En una fría mañana gris de otoño, el segundo disparo retumbó hasta desvanecerse entre las nubes. Las ramas de los árboles se agitaron cuando las aves emprendieron raudas el vuelo. Un disparo más y silencio. Los oficiales, elegantemente uniformados y de rostros entrenados para mantenerse inexpresivos, bajaron sus armas.

Sara se quitó los tapones. Aun con ellos puestos había oído los tiros, lejanos y tenues, seguidos una vez más de la cabeza del Álvarez volando por los aires. Al menos así lo había hecho la mitad de arriba. En la de abajo, que siguió pegada al resto del cuerpo, su lengua moribunda se agitaba como una babosa a la que han tirado un puñado de sal.

Tal vez pronunciaba palabras mudas.

Sus recuerdos involuntarios retrocedían unos segundos, antes de que el cañón centelleara contra la sien. Ella lo miraba a los ojos, esos que no parpadeaban y que se habían teñidos de rojo. Estaban fijos, muy fijos en un punto que no había sido su rostro ni el de su compañero. Y de pronto, cua
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