Con el atardecer tras su espalda, Sara tocó el timbre de su antigua casa. El césped ya se había secado por completo. Pronto le seguirían los arbustos pegados a los muros y hasta el árbol si el invierno no llegaba pronto y las lluvias se apiadaban de ellos y su abandono. Las letras del tapete de bienvenida estaban ocultas tras el polvo, el mismo que formaba una gruesa capa en el muro que sobresalía bajo las ventanas. Ni hablar de los vidrios. Por instantes se preguntó si alguien seguiría viviendo allí. Si viviría allí un fantasma. Se había dado un escrupuloso baño antes de ir y puesto ropa recién lavada. Incluso había vuelto a comprar más de su perfume con supresores y rociado con él por todas partes. No era su aroma el que buscaba ocultar esta vez, pero esperaba lograrlo. La sonrisa que la había delatado con Max, había sido reemplazada por la mueca de preocupación que le ensombrecía ahora el semblante, con notas de amarga angustia y dolor lacerante. Y una pizca de miedo también. T
Ingrid Muñoz había quedado desempleada hacía poco. Se pasaba las tardes viendo la telenovela mientras esperaba que la llamaran a alguna entrevista de trabajo. Después se iba a arreglar el jardín. No importaba que su árbol ya no tuviera hojas, siempre había que recoger las de alguien más y el árbol de los vecinos se estaba quedando sin ninguna. Todo el jardín se estaba secando desde que la mujer se fuera.No es que espiara a sus vecinos, pero con la ventana abierta, ella oía cosas y había oído la discusión que acabó con ella fuera de casa. Esa tarde, la mujer había vuelto y pronto oyó los gritos. Ya imaginaba la razón, los hombres solos se volvían locos y él ya la había reemplazado. Una sabrosa discusión por celos la aguardaba. Abrió la ventana como si subiera el volumen del televisor. "¡No! ¡No te atrevas, Jay!"Ruidos de cosas cayendo. Gruñidos. Por lo que sabía, sus vecinos no tenían perros. "Ayúdenme".Un grito desgarrador de la mujer. A Ingrid las manos le temblaban imaginan
El pequeño cuarto del hospital había empezado a sentirse como una caldera hirviendo desde que Misael llegara. La ventana seguía cerrada y no parecía haber algún otro sistema de ventilación. Todavía pululaban en el viciado aire las dispares esencias de los funcionarios que habían desfilado junto a la camilla de Sara todo el día.La palidez mortecina contrastaba con el ardiente rojo de sus mejillas, donde la sangre se acumulaba.No se había atrevido a alzar la mirada. Tampoco le reclamó cuando él abrió la ventana, sólo jaló las sábanas y se tapó hasta el cuello.Misael volvió a su lado. Ella siguió con la vista fija en el suelo.—Mírame, Sara.La palabra maldita, la orden que se le daba a la conciencia misma y de la que nunca había podido escapar.Esta vez no sintió la necesidad ni la urgencia de mirarlo. Se rascó el hombro. Fueron los dedos de Misael los que la guiaron a sus ojos con un suave toque en el mentón.—¿Cómo te sientes?—Confundida... asustada. También muy enojada... Todo se
Sara corría por la avenida. El autobús se había retrasado y llegaría tarde a una importante conferencia de un reconocido experto en comportamiento criminal en la academia. Si se la perdía, no descubriría cómo pensaban los psicópatas. Y no sabría reconocer a uno en cuanto lo viera.—¡Espera! —la llamó un chico—. Creo que se te cayó esto.El hombre, sonriente bajo un alocado cabello rubio, le extendió su billetera.—¡Gracias! —exclamó ella, sorprendida por su grata muestra de honestidad.En la billetera no sólo tenía su dinero, sino también la credencial para entrar a la academia. —No es nada, parece que tienes prisa. Soy nuevo en la ciudad, pero por lo que veo, todos la tienen. Les hacen falta relojes.Sin estar muy segura de la razón, Sara sonrió. Los ojos claros del hombre eran muy agradables de mirar y no quería dejar de hacerlo, así que allí se quedó.—Me llamo Jay —dijo él—. Iba saliendo de la tienda cuando vi que se te cayó la billetera. Mi auto está aquí cerca, podría llevarte.
—Duele —se quejó Sara.Con cada beso y caricia de Misael, la piel marcada se inflamaba y ardía, como si los colmillos del lobo siguieran rasgándole la carne.—Entonces no podemos...—No. Hagámoslo igual, hasta que ya no pueda más —insistió ella, aferrada al cuerpo de Misael.Desde sus orígenes, el placer había guardado cierto vínculo subliminal con el dolor. A veces era tan estrecho que llegaban a confundirse e intercambiarse. El dolor eran los destellos oscuros del placer que brillaba en la sudorosa piel de Sara, anhelante del toque de Misael aunque se sintiera como una estar envuelta en papel de lija.Entregándose a él mientras su cuerpo, mente y alma estaban ligados a alguien más acabaría partida en dos, fragmentada igual que una copa de cristal al caer al suelo.Las feromonas de Misael, que él se esforzaba por liberar en grandes y envolventes cantidades, aliviaban en parte el dolor lacerante. Eran una mera aspirina para alguien que se desangraba.—Qué mala suerte tiene el señor Ov
—Te avisaré si descubro algo —dijo Max, parado en la entrada de la casa de Overon.La enorme y lujosa casa que se había convertido en la cárcel de su compañera. Las numerosas contradicciones que rodeaban a la muchacha eran abrumadoras. Al menos contaba con el apoyo del hombre, el magnate que no tenía novias, pero que ahora la tenía a ella.—Estaremos en contacto —agregó, viendo en los ojos de la joven un pálido destello de ese brío de la juventud y la emoción tan propio de los novatos.Él mismo lo recordaba. Los primeros meses en la institución policíaca eran los más difíciles, pero también los más intensos. Todo el estrés de las arduas jornadas se compensaba con las satisfactorias oleadas de adrenalina que cargar una placa oyendo el ulular de una sirena provocaba. Nada de eso tenía ya Sara y quién sabría hasta cuándo. La miró por última vez. Ella lo abrazó.—Esto no es una despedida, Rojas. Compórtate.Sara tenía los ojos llorosos al separarse. Lo vio alejarse por el serpenteante ca
El auto negro se detuvo en la calle que quedaba detrás de la casa de Sara, no en el frente, así lo había pedido ella. Misael no quiso quedarse en el auto y bajó también. Aprovecharon que la lluvia había parado y, enfundados en sus oscuras vestimentas, se deslizaron por entre los árboles desnudos y sus escuálidas sombras. Sara pasó sin dificultad sobre barda que le llegaba a la cintura y cayó en su patio. Misael hizo lo propio. Anduvieron a hurtadillas hasta la puerta. De su bolsillo sacó Sara unas ganzúas y pronto la puerta estuvo abierta.—¿A los policías también les enseñan a delinquir? —le preguntó Misael.Sara le guiñó un ojo. Se quitó los zapatos embarrados y pisó las baldosas del pasillo con los calcetines. Misael volvió a imitarla. Cerró la puerta sonoramente tras ellos, lo que le ganó un reto de Sara.Ingrid Muñoz, la vecina todavía desempleada, que se quedaba hasta altas horas de la madrugada viendo tv y luego no se podía dormir, dio un brinco en su cama al oír la puerta tras
Por la ventana Sara vio llegar el amanecer, cubierto de las nubes cargadas de agua que seguían meciéndose sobre la ciudad. Y otras más negras se acercaban desde el sur.—No podré salir a trotar.—Hay una trotadora en el gimnasio. De hecho, hay dos —dijo Misael.Se acomodaba la corbata, listo para un nuevo día de trabajo. El aroma de su loción de afeitar se paseaba de un lado a otro de la habitación, envolviendo a Sara, llamándola a besar su tersa piel.—¿A qué hora volverás?—Todavía no me he ido y ya me estás extrañando.Su piel estaba deliciosa. La acarició y besó sin querer dejarlo ir.—Tendré que pensar en algo para entretenerme. —Tal vez me escape para almorzar juntos —dijo él, dándole el beso de despedida.Desde la ventana lo vio Sara alejarse envuelto en su abrigo, con las manos enguantadas sosteniendo el paraguas. Cuando lo perdió de vista fue por esa trotadora. 〜✿〜Oyendo el tic tac de su reloj de la suerte, Misael revisaba unos document