LXXIII Lobos

—Hola, buenas tardes. Una serpiente mascota escapó, ¿puedo revisar si está por aquí?

—¡Claro! ¡Claro! Pase, por favor. ¿Es grande? He visto que algunos de esos bichos son enormes y aquí hay niños pequeños —dijo la empleada doméstica, dejando entrar a Tom.

Los hombres de Misael se desplegaron por las calles. Se movían bajo la premisa de que el asesino estaría solo o de que podrían sentir el aroma de Sara en los alrededores.

A esas horas, sirvientas, niñeras, guardias o jardineros eran quienes los recibían.

Por las calles, Misael se movía como un sabueso enloquecido, intentando percibir un rastro invisible, que poco se diferenciaba de una onda de radio como las de los teléfonos. Él buscaba la señal de Sara y que aquel murmullo en sus oídos se hiciera tan fuerte que le estallara la cabeza.

O el corazón. Si no la encontraba a tiempo le estallaría el corazón.

Siguió avanzando. Andaría hasta la última casa, a rastras si era necesario. Tanta sangre que había perdido lo tenía mareado.

Dobl
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