XXXI Dolor y placer

—Duele —se quejó Sara.

Con cada beso y caricia de Misael, la piel marcada se inflamaba y ardía, como si los colmillos del lobo siguieran rasgándole la carne.

—Entonces no podemos...

—No. Hagámoslo igual, hasta que ya no pueda más —insistió ella, aferrada al cuerpo de Misael.

Desde sus orígenes, el placer había guardado cierto vínculo subliminal con el dolor. A veces era tan estrecho que llegaban a confundirse e intercambiarse. El dolor eran los destellos oscuros del placer que brillaba en la sudorosa piel de Sara, anhelante del toque de Misael aunque se sintiera como una estar envuelta en papel de lija.

Entregándose a él mientras su cuerpo, mente y alma estaban ligados a alguien más acabaría partida en dos, fragmentada igual que una copa de cristal al caer al suelo.

Las feromonas de Misael, que él se esforzaba por liberar en grandes y envolventes cantidades, aliviaban en parte el dolor lacerante. Eran una mera aspirina para alguien que se desangraba.

—Qué mala suerte tiene el señor Ov
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