En silencio dejó Misael la habitación. Con su tenida deportiva llegó a la cocina, donde Trinidad preparaba el desayuno. En un rincón, la mesa bajo la que Sara había buscado refugio, todavía seguía en pie. Cubierta con un mantel verde agua, servía para tener plantas. Las macetitas contenían las hierbas más comúnmente usadas en la cocina. —Conseguí té para la señorita Sara en el pueblo. Traje una caja de sabores frutales ¿Alguno en particular que pueda gustarle? —Trinidad le extendió la caja. Él no se molestó en cogerla. —Escoge uno tú. —Naranja con chocolate. Si le gusta la leche chocolatada, podría gustarle ese. —Debería darte un ascenso. Evita hacer ruido para que no se despierte. Necesita descansar. —Sí, señor. Salió por la puerta que estaba a pocos pasos del refrigerador. La mañana fría era perfecta para calentar los músculos mediante el ejercicio y qué mejor que trotar en el bosque. No necesitaba más acompañamiento que el crujir de las hojas secas bajo sus zapatillas. Detr
Por entre las otoñales nubes que tapiaban el cielo, unos vigorosos rayos de sol iluminaron el bote a remos en el que Sara y Misael se habían aventurado. Imaginó ella que el hombre conseguiría algo más grande, con motor y cómodos espacios. Vislumbró incluso un yate, no le sería difícil con la fortuna que se gastaba, pero allí estaba él ahora, remando con una deslumbrante sonrisa.—Nunca dejas de sorprenderme.—No sé que hice, pero gracias. Por cierto, tu blusa se transparenta un poco y veo tu brasier. Los repentinos rayos del sol habían permitido que usaran ellos ropas menos gruesas. Sara se inclinó hacia él y esperó que se acercara en la siguiente brazada de los remos. Él sonrió. Los labios de la mujer lo esperaban, como si fueran su destino. Y no escapó de ellos esta vez.*El invierno estaba ya llegando a su fin, dejando poco a poco a la ciudad dar un respiro a su inclemencia. Dos meses habían pasado desde el incidente en la casa del lago y nadie había hablado más del asunto. El s
—¿Encontraste la fuente de la eterna juventud, Rojas? Exijo que me digas su ubicación. Sara sonrió, toda rebosante de vitalidad y resplandeciente como una mañana de primavera. Ella traía la alegría de tal estación a las apagadas instalaciones policíacas.—Debo admitir que tus halagos son bastante creativos. Es extraño que no tengas novia, compañero. —Soy un hombre muy ocupado y también un poco mañoso. Sara volvió a sonreír y él no dejaba de mirarla, sonriendo también. Tal era el aura que la mujer desprendía que hasta él, siendo sólo un humano con las limitaciones sensitivas propias de su especie, se sentía extrañamente cautivado por ella. —¿No vas a contarme por qué estás tan feliz? No tenemos un caso, entretenme con algún chisme. —Mi vida no es un chisme. —De acuerdo —dijo él, entornando los ojos como si tuviera un misterio que resolver entre manos—. La última vez que te vi tenías cara de cordero degollado. Algo pasó el fin de semana que te convirtió en el gato de Alicia en el
Con el atardecer tras su espalda, Sara tocó el timbre de su antigua casa. El césped ya se había secado por completo. Pronto le seguirían los arbustos pegados a los muros y hasta el árbol si el invierno no llegaba pronto y las lluvias se apiadaban de ellos y su abandono. Las letras del tapete de bienvenida estaban ocultas tras el polvo, el mismo que formaba una gruesa capa en el muro que sobresalía bajo las ventanas. Ni hablar de los vidrios. Por instantes se preguntó si alguien seguiría viviendo allí. Si viviría allí un fantasma. Se había dado un escrupuloso baño antes de ir y puesto ropa recién lavada. Incluso había vuelto a comprar más de su perfume con supresores y rociado con él por todas partes. No era su aroma el que buscaba ocultar esta vez, pero esperaba lograrlo. La sonrisa que la había delatado con Max, había sido reemplazada por la mueca de preocupación que le ensombrecía ahora el semblante, con notas de amarga angustia y dolor lacerante. Y una pizca de miedo también. T
Ingrid Muñoz había quedado desempleada hacía poco. Se pasaba las tardes viendo la telenovela mientras esperaba que la llamaran a alguna entrevista de trabajo. Después se iba a arreglar el jardín. No importaba que su árbol ya no tuviera hojas, siempre había que recoger las de alguien más y el árbol de los vecinos se estaba quedando sin ninguna. Todo el jardín se estaba secando desde que la mujer se fuera.No es que espiara a sus vecinos, pero con la ventana abierta, ella oía cosas y había oído la discusión que acabó con ella fuera de casa. Esa tarde, la mujer había vuelto y pronto oyó los gritos. Ya imaginaba la razón, los hombres solos se volvían locos y él ya la había reemplazado. Una sabrosa discusión por celos la aguardaba. Abrió la ventana como si subiera el volumen del televisor. "¡No! ¡No te atrevas, Jay!"Ruidos de cosas cayendo. Gruñidos. Por lo que sabía, sus vecinos no tenían perros. "Ayúdenme".Un grito desgarrador de la mujer. A Ingrid las manos le temblaban imaginan
El pequeño cuarto del hospital había empezado a sentirse como una caldera hirviendo desde que Misael llegara. La ventana seguía cerrada y no parecía haber algún otro sistema de ventilación. Todavía pululaban en el viciado aire las dispares esencias de los funcionarios que habían desfilado junto a la camilla de Sara todo el día.La palidez mortecina contrastaba con el ardiente rojo de sus mejillas, donde la sangre se acumulaba.No se había atrevido a alzar la mirada. Tampoco le reclamó cuando él abrió la ventana, sólo jaló las sábanas y se tapó hasta el cuello.Misael volvió a su lado. Ella siguió con la vista fija en el suelo.—Mírame, Sara.La palabra maldita, la orden que se le daba a la conciencia misma y de la que nunca había podido escapar.Esta vez no sintió la necesidad ni la urgencia de mirarlo. Se rascó el hombro. Fueron los dedos de Misael los que la guiaron a sus ojos con un suave toque en el mentón.—¿Cómo te sientes?—Confundida... asustada. También muy enojada... Todo se
Sara corría por la avenida. El autobús se había retrasado y llegaría tarde a una importante conferencia de un reconocido experto en comportamiento criminal en la academia. Si se la perdía, no descubriría cómo pensaban los psicópatas. Y no sabría reconocer a uno en cuanto lo viera.—¡Espera! —la llamó un chico—. Creo que se te cayó esto.El hombre, sonriente bajo un alocado cabello rubio, le extendió su billetera.—¡Gracias! —exclamó ella, sorprendida por su grata muestra de honestidad.En la billetera no sólo tenía su dinero, sino también la credencial para entrar a la academia. —No es nada, parece que tienes prisa. Soy nuevo en la ciudad, pero por lo que veo, todos la tienen. Les hacen falta relojes.Sin estar muy segura de la razón, Sara sonrió. Los ojos claros del hombre eran muy agradables de mirar y no quería dejar de hacerlo, así que allí se quedó.—Me llamo Jay —dijo él—. Iba saliendo de la tienda cuando vi que se te cayó la billetera. Mi auto está aquí cerca, podría llevarte.
—Duele —se quejó Sara.Con cada beso y caricia de Misael, la piel marcada se inflamaba y ardía, como si los colmillos del lobo siguieran rasgándole la carne.—Entonces no podemos...—No. Hagámoslo igual, hasta que ya no pueda más —insistió ella, aferrada al cuerpo de Misael.Desde sus orígenes, el placer había guardado cierto vínculo subliminal con el dolor. A veces era tan estrecho que llegaban a confundirse e intercambiarse. El dolor eran los destellos oscuros del placer que brillaba en la sudorosa piel de Sara, anhelante del toque de Misael aunque se sintiera como una estar envuelta en papel de lija.Entregándose a él mientras su cuerpo, mente y alma estaban ligados a alguien más acabaría partida en dos, fragmentada igual que una copa de cristal al caer al suelo.Las feromonas de Misael, que él se esforzaba por liberar en grandes y envolventes cantidades, aliviaban en parte el dolor lacerante. Eran una mera aspirina para alguien que se desangraba.—Qué mala suerte tiene el señor Ov