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XXII En las entrañas de la bestia

En el mullido sofá de la casa del lago que parecía una bestia ciclópea, el cuerpo de Sara se hundió con el de Misael encima. El calor de las llamas que ondeaban tentativamente en la chimenea rivalizaba en ardor con el de sus sangres. Se les agolpaba en la cabeza y bombeaba con fuerza hacia sus genitales, mientras oían un leve zumbido, imperceptible para oídos humanos. Eran susurros. Los susurros de las bestias que aullaban con nostalgia hacia la luna.

Los besos y caricias se volvían una danza ya aprendida. Y no importaba cuántas veces se repitieran los mismos pasos, siempre los sacudían con un sabor distinto. Esa era la trampa que les impedía apartarse.

—Ella va a oírnos —dijo Sara en un momento en que su cabeza pudo pensar.

Perdida todavía entre la bruma que la sofocaba, ahora más tibia, pero igual de pegajosa, ella mantenía el contacto con Misael para no desintegrarse en la nada. Ese era el efecto que sus feromonas de macho alfa predestinado le provocaban, una intensa sedación me
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