—¡¿Me escuchas, Rojas?! Pasado el estupor de la dramática confesión que habían presenciado, Max acompañaba a Sara en la enfermería. —¡¿Me escuchas?! —Sí... un poco despacio... Hay un pitido. —No se aprecia trumatismo interno —dijo el oficial médico de turno, revisándole los oídos—. Si el tinnitus continúa mañana, tendrás que ir a un hospital. Sara leyó en sus labios "hospital". El resto habían sido murmullos por debajo del pitido. Max le acercó su teléfono. Había escrito lo dicho por el médico.—¿Qué es tinnitus? —preguntó ella. "Ese pitido que escuchas".Sara asintió. Era bastante molesto. Se sentía como un televisor viejo que no acababa de sintonizar un canal. Emitían un sonido similar que pocos oían. "¿Cómo lo hacías en las prácticas de tiro?", escribió él. —Uso tapones. Además, en lugares abiertos el sonido se dispersa. Esto de ahora fue una explosión. Y vaya que lo había sido. Los sesos del hombre habían decorado gran parte de la pared del costado y del escritorio de Max
En una fría mañana gris de otoño, el segundo disparo retumbó hasta desvanecerse entre las nubes. Las ramas de los árboles se agitaron cuando las aves emprendieron raudas el vuelo. Un disparo más y silencio. Los oficiales, elegantemente uniformados y de rostros entrenados para mantenerse inexpresivos, bajaron sus armas. Sara se quitó los tapones. Aun con ellos puestos había oído los tiros, lejanos y tenues, seguidos una vez más de la cabeza del Álvarez volando por los aires. Al menos así lo había hecho la mitad de arriba. En la de abajo, que siguió pegada al resto del cuerpo, su lengua moribunda se agitaba como una babosa a la que han tirado un puñado de sal. Tal vez pronunciaba palabras mudas. Sus recuerdos involuntarios retrocedían unos segundos, antes de que el cañón centelleara contra la sien. Ella lo miraba a los ojos, esos que no parpadeaban y que se habían teñidos de rojo. Estaban fijos, muy fijos en un punto que no había sido su rostro ni el de su compañero. Y de pronto, cua
En cuanto Sara vio los arces empinarse hacia el cielo a ambos lados del camino, supo a dónde se dirigían. Las hojas teñidas de rojo la recibían, sacudiéndose en lo alto igual como entonces. Parecían dos ríos rojos deslizándose fuera de las ventanas del auto. "Es como viajar dentro de una vena", había pensado la primera vez. "¿Llegaremos al corazón?"."¿Acabaremos salpicados contra un muro o estampados sobre el frío asfalto de un estacionamiento".—¿Ya sabes a dónde vamos? —preguntó él, conduciendo con sus manos enguantadas. —A la casa de veraneo de tu familia, junto al lago.Los recuerdos desplazaron todo lo demás en su cabeza. *—¿Y quién estará allí? —preguntó Sara, fascinada con el colorido espectáculo de los arces. Bajó la ventanilla. Cada aroma debía tener un nombre y acababa de descubrir el olor del otoño. Penetrante, ocre, tierra seca y todavía guardando en su seno el tenue calor del verano. —El señor Frederick, el señorito Misael... —¡No lo llames señorito, mamá! Es Misael
En el mullido sofá de la casa del lago que parecía una bestia ciclópea, el cuerpo de Sara se hundió con el de Misael encima. El calor de las llamas que ondeaban tentativamente en la chimenea rivalizaba en ardor con el de sus sangres. Se les agolpaba en la cabeza y bombeaba con fuerza hacia sus genitales, mientras oían un leve zumbido, imperceptible para oídos humanos. Eran susurros. Los susurros de las bestias que aullaban con nostalgia hacia la luna. Los besos y caricias se volvían una danza ya aprendida. Y no importaba cuántas veces se repitieran los mismos pasos, siempre los sacudían con un sabor distinto. Esa era la trampa que les impedía apartarse. —Ella va a oírnos —dijo Sara en un momento en que su cabeza pudo pensar. Perdida todavía entre la bruma que la sofocaba, ahora más tibia, pero igual de pegajosa, ella mantenía el contacto con Misael para no desintegrarse en la nada. Ese era el efecto que sus feromonas de macho alfa predestinado le provocaban, una intensa sedación me
La plácida sonrisa que el buen dormir de Trinidad le había dibujado en el rostro se interrumpió con el sonido de su teléfono. Los amantes prohibidos, que se reunían furtivamente sólo en sus sueños, volvían a estar otra vez más lejos que nunca. Era su jefe quien la llamaba, pidiéndole una taza de leche chocolatada caliente a las tres de la mañana. Ella había tenido muchos trabajos antes de llegar con Misael Overon. Nunca consideró ser sirvienta hasta que vio la suculenta suma que él magnate le ofrecía. Un hombre soltero que se pasaba la mayor parte del tiempo en el trabajo, sin niños ruidosos que cuidar y sin esposas quejumbrosas y consentidas pintaba bastante bien. Lo único que la abrumó al principio fue el tamaño de la casa, pero con las demás sirvientas, las labores se distribuían equitativamente y para nada se sentía explotada. El resto fue acostumbrarse a la algo excéntrica personalidad de su jefe. Lo que más le costó fue caminar sin hacer mucho ruido, pero lo consiguió con el
En silencio dejó Misael la habitación. Con su tenida deportiva llegó a la cocina, donde Trinidad preparaba el desayuno. En un rincón, la mesa bajo la que Sara había buscado refugio, todavía seguía en pie. Cubierta con un mantel verde agua, servía para tener plantas. Las macetitas contenían las hierbas más comúnmente usadas en la cocina. —Conseguí té para la señorita Sara en el pueblo. Traje una caja de sabores frutales ¿Alguno en particular que pueda gustarle? —Trinidad le extendió la caja. Él no se molestó en cogerla. —Escoge uno tú. —Naranja con chocolate. Si le gusta la leche chocolatada, podría gustarle ese. —Debería darte un ascenso. Evita hacer ruido para que no se despierte. Necesita descansar. —Sí, señor. Salió por la puerta que estaba a pocos pasos del refrigerador. La mañana fría era perfecta para calentar los músculos mediante el ejercicio y qué mejor que trotar en el bosque. No necesitaba más acompañamiento que el crujir de las hojas secas bajo sus zapatillas. Detr
Por entre las otoñales nubes que tapiaban el cielo, unos vigorosos rayos de sol iluminaron el bote a remos en el que Sara y Misael se habían aventurado. Imaginó ella que el hombre conseguiría algo más grande, con motor y cómodos espacios. Vislumbró incluso un yate, no le sería difícil con la fortuna que se gastaba, pero allí estaba él ahora, remando con una deslumbrante sonrisa.—Nunca dejas de sorprenderme.—No sé que hice, pero gracias. Por cierto, tu blusa se transparenta un poco y veo tu brasier. Los repentinos rayos del sol habían permitido que usaran ellos ropas menos gruesas. Sara se inclinó hacia él y esperó que se acercara en la siguiente brazada de los remos. Él sonrió. Los labios de la mujer lo esperaban, como si fueran su destino. Y no escapó de ellos esta vez.*El invierno estaba ya llegando a su fin, dejando poco a poco a la ciudad dar un respiro a su inclemencia. Dos meses habían pasado desde el incidente en la casa del lago y nadie había hablado más del asunto. El s
—¿Encontraste la fuente de la eterna juventud, Rojas? Exijo que me digas su ubicación. Sara sonrió, toda rebosante de vitalidad y resplandeciente como una mañana de primavera. Ella traía la alegría de tal estación a las apagadas instalaciones policíacas.—Debo admitir que tus halagos son bastante creativos. Es extraño que no tengas novia, compañero. —Soy un hombre muy ocupado y también un poco mañoso. Sara volvió a sonreír y él no dejaba de mirarla, sonriendo también. Tal era el aura que la mujer desprendía que hasta él, siendo sólo un humano con las limitaciones sensitivas propias de su especie, se sentía extrañamente cautivado por ella. —¿No vas a contarme por qué estás tan feliz? No tenemos un caso, entretenme con algún chisme. —Mi vida no es un chisme. —De acuerdo —dijo él, entornando los ojos como si tuviera un misterio que resolver entre manos—. La última vez que te vi tenías cara de cordero degollado. Algo pasó el fin de semana que te convirtió en el gato de Alicia en el