3.

El restaurante es un edificio colonial modernizado y tengo que admitir que he quedado con la boca abierta ante tanta belleza. Este establecimiento es parte de un hotel bastante costoso, o al menos así se ve. Su fachada es inmensa, está a cielo abierto y tiene unos cuantos árboles regados por el ambiente. Hay algunas decoraciones sobre ellos como luces colgantes y unos cuantos bombillos que iluminan de manera tenue el lugar. La arquitectura parece ser grecorromana debido a su arco y columnas, así como se visualizan varios balcones.

Las paredes tienen un efecto de desgaste que deja ver los ladrillos (se nota que es mera decoración) y el nombre del restaurante en letras cursivas. Las mesas son cuadradas y rusticas, las sillas negras tienen un acolchado gris y una tela suave, un poco gruesa, de color rojo. Están decoradas con unas pequeñas luces en forma de flor de loto (en varias tonalidades) y unas cascaras marrones con detalles que no logro comprender. Tal vez representan algo de la cultura mexicana.

Logro percibir una música a un volumen bajo, agregando más elegancia al ambiente.

—Es hermoso, ¿cierto? —pregunta Cristian, acercándose a mi oído.

—Pues tengo que admitir que me ha dejado sin palabras —admito, mirándole—. Se ve la historia aquí.

—Así es. Estamos en un sitio histórico de Ciudad de México —me comenta, sonriendo—. Llevo cuatro años viviendo aquí, a veces siento que conozco más la historia de este país que del mío propio.

— ¿Por qué dejaste Colombia? —me atrevo a preguntar, avanzando con el resto de nuestros compañeros. El brillo en su mirada parece desvanecerse y me cubro la boca—. Perdón, es un tema sensible me imagino. Para nadie es fácil abandonar su país, lo siento de verdad.

—Vivía en una zona peligrosa de Colombia, así que tuve que salir de allí. Honestamente, quedé muy traumado con algunas situaciones que viví y decidí venir a acá.

—Yo no soporto más la situación deplorable del país —me quejo, negando con la cabeza—. ¿Seguimos?

Él señala hacia el resto de mis compañeros, dejándome avanzar primero. Hay una barra donde se aprecian a todos los chefs preparando platillos. Me apoyo sobre ella y me alzo de puntitas para ver mejor. La comida huele riquísima y se ve bastante tradicional, aunque hay uno que otro plato que no distingo muy bien.

—Aquí elaboran comida tradicional mexicana y algunos platos prestigiosos. El menú lo elaboró el bisabuelo del señor Díaz y este último ha ido agregando algunas cosas —me explica—. He estudiado los restaurantes prestigiosos del país. Siendo honesto, no sé si me quedaré luego de graduarme o me iré.

— ¿Ah sí? —Pregunto sin despegar la vista de la cocina—. ¿A dónde?

—Santorini, me encantaría —dice y yo le miro, sorprendida—. Es soñar demasiado, ¿cierto?

—No, no. Para nada —respondo, avergonzada—. Pensé que dirías Estados Unidos o España, no sé.

Él niega con la cabeza, divertido.

—Percibí un aura extraña entre Mauricio y usted —comenta como quien no quiere la cosa—. ¿Lo conocés de antes?

—No, no. Apenas llegué ayer de Venezuela —le respondo de inmediato—, pero sí. Tuve un altercado esta mañana con el muy… señor.

— ¿Cómo así? —pregunta, mirándome con el ceño fruncido.

—Pues tropecé con él y al parecer tenía un café en la mano. Arruiné su súper traje —imito pobremente su voz, rodando los ojos—. Y el muy patán, en vez de ayudarme, se puso a pelear conmigo.

—Ah, es que usted está como saladita, ¿no? —se burla y yo me rio sin poderlo evitar.

—Déjame de tratar de usted, sé que es común en tu país pero me siento rara —le pido y él afirma, un tanto avergonzado—. Además, el señor Díaz acaba de encontrar a quien no se arrodillará jamás ante él —agrego, mirando en dirección al susodicho, quien se encuentra mirándome, para mi sorpresa—. Ni tampoco le bajaré la cabeza.

—Ya le tocaba —habla Cristian, mirando en mi dirección—. Tiene rato mirándote. Creo que te detesta.

—Lo hace —respondo, mirando a Cristian y sonriéndole con malicia—. Y lo seguirá haciendo por un largo tiempo. No voy a permitir que aplaste a quien le dé la gana solo por tener dinerito.

—Igual ten cuidado —me aconseja—. No vaya a ser que ganés la pasantía y te la quite.

Mi sonrisa flaquea y miro de nuevo hacia la cocina. No puedo decirle lo que me dijo, ni a él ni a nadie. No necesito que aboguen por mí, yo misma lo haré.

—Tranquilo, tampoco es como que este sea el único restaurante maravilloso —digo, guiñándole un ojo.

—Pero igual sería una increíble oportunidad, ¿o me lo vas a negar? —pregunta y yo concuerdo con él, aunque en el fondo eso me entristezca un poco.

No me arrepiento de haberme defendido de aquel cavernícola, pero seguro que si hubiese sabido quién era…

«Espera. ¡No! No importa quién es el machito cavernícola, no tenía derecho a alterarse de esa forma por un accidente. ¡Un puto accidente!» me recuerdo.

Un accidente que me ha costado una gran oportunidad…

—Gaby, ven. Nos van a dejar degustar algunos platillos —Cristian me saca de mis pensamientos y toma mi mano, tirando de la misma para que me siente junto a él—. Esto no sucede todos los días, tienes mucha suerte, ¿eh?

—No seas mentiroso, Cris. Sabes que los primeros días de cada año nos llevan a algún sitio a comer y observar cómo manejan todo en los restaurantes importantes —intercede una muchacha, capturando mi atención—. Soy Alejandra, por cierto. Bienvenida a la escuela.

—Gracias, Alejandra —musito en respuesta, sonriéndole.

—Aquí la comida es tan deliciosa como su dueño. No sé qué tienen los Díaz pero hasta el menor es un bombón —agrega y yo finjo una sonrisa, queriendo rodar los ojos.

—Espera, ¿menor? ¿Hay otro Díaz? —inquiero, casi con horror.

—Sí, dos más. El señor Mauricio es el mayor, luego le sigue Sebastián y luego… la peor de todas…

—No sigás por ahí, Alejandra. Respetá, culicagada, ¡eh! —se queja Cristian y ella rueda los ojos, al parecer ya acostumbrada a ello.

«Tres Díaz. Diosito, ¿por qué los multiplicas?» pregunto, mirando hacia el cielo.

—No le prestés atención. Soy fiel creyente de que las personas no son blancas o negras, también tienen zonas grises —expresa en voz alta y yo busco con la mirada a Mauricio, preguntándome si ese cavernícola tiene algo de blanco en su personalidad.

Cuando lo encuentro, caigo en cuenta de que él sigue posando sus ojos sobre mí con total descaro. Yo alzo una ceja y ruedo los ojos, dándole la espalda para seguir conversando con mi nuevo amigo.

A veces la gente nacida en cuna de oro es bien creída, definitivamente.

***

Al llegar a casa, mi tía me tiene listo el almuerzo. Me siento junto a ellos a comer y me preguntan cómo fue mi día.

—Bien, bien. Ya hice un amigo allí y fuimos a ver un restaurante en el centro histórico de la ciudad: Fraga Restaurant —comento.

—He visto el restaurante por fuera. Es como parte de un hotel, ¿cierto? —pregunta mi tío.

—Sí, así es —respondo—. Es un restaurante muy bonito, lástima que el dueño es un total imbécil.

—No vayas a meterte en problemas, Gaby. Mira que ya te conozco —me advierte Juana y yo ruedo los ojos.

—No he hecho nada malo, tranquila. Solo les digo que no me voy a quedar callada ante injusticias, así como tampoco aumentaré egos de nadie —respondo y me bebo lo que queda de limonada en un sorbo.

Al terminar de comer, me acuesto en la cama para ver un poco mis redes sociales y le escribo a mi primo por W******p para saber cómo están mis señoras. Me dice que todo va en orden, calmándome e incrementando el cuánto las añoro.

Pronto le pediré que me deje llamarlas por aquí o hacer un video llamado.

Le escribo a Cristian para ver si quiere salir en un rato y me dice que sí, que tiene mucho que mostrarme. Cuando ya he reposado la comida, me doy otro baño y me cambio de ropa. Me visto con una camisa blanca con las mangas ¾ de color azul y unos blue jeans, me calzo unas deportivas blancas y tomo mi bolso pequeño del mismo color.

Cristian me informa que está afuera y me despido de mis tíos. Abro la puerta y me sorprendo al ver a mi amigo trepado en una motocicleta.

— ¡Vaya, vaya! —admiro, sorprendida—. Pareces el niño bueno de la historia, pero en realidad eres el chico malo, ¿eh?

—Nada de eso —responde, riendo un poco—. Los chicos buenos también manejamos motocicletas.

—Ya veo. ¿A dónde vamos? —pregunto, trepándome detrás de él.

—Pues pensé en un pequeño recorrido, cerca de la escuela. Así no te me pierdes tanto —dice, tendiéndome el casco.

Le doy un ligero empujón con mi hombro y veo un asomo de sonrisa antes de que se coloque su casco. Él acelera y me sostengo bien de su cintura, sintiendo bajo su delgada camisa un fuerte abdomen, hasta el final del corto recorrido.

Se detiene frente a la escuela y estaciona su moto, asegurándola con candado.

—Bien, aquí caminamos —dice y le tiendo el casco para que lo guarde en la motocicleta.

Me muestra los alrededores de la zona. Está el Hotel Roosevelt,  Bizarro Café Roma (que es un bar restaurant), una gasolinera y un restaurante belga llamado Le Pain Quotidien. Además, al contrario de todo lo que vamos viendo, está un mercado.

Hacemos una caminata como de 30 minutos aproximadamente, mientras me va mostrando los alrededores. Cafés, farmacias, restaurantes, es todo lo que veo.

Creo que me estoy enamorando de CDMX.

—Esta es la Plaza Luis Cabrera —me explica cuando llegamos a nuestro próximo destino—. No es tan lejos, pero como te estaba mostrando todo se nos hizo largo el recorrido.

Los árboles no pueden faltar en el ambiente, además de una gran e imponente fuente. Puedo ver que hay algunos restaurantes, boutiques y ciclopistas alrededor del lugar.

—Creo que me he mudado al sitio correcto —pienso en voz alta—. Todo esto es maravilloso. Hay gastronomía en cada rincón.

Quiero sorprender a mi prima, visitándola en su trabajo. Aunque aún faltan unas cuantas horas para que salga.

—Podemos tomarnos un café —me invita.

—Soy más de chocolate, pero gracias —acepto, colgándome en su brazo de nuevo.

Nos acercamos a Café Toscano. Hay varias mesas en las afueras del local, muy bien decoradas y bonitas. Sin embargo, yo sigo a mi amigo dentro donde se puede apreciar todo mejor. Hay mesas pequeñas y largas, con luces tenues colgando sobre las mismas y decoraciones con plantas pequeñas. Nos dirigimos a la barra, sitio donde se aprecia un montón de botellas de cervezas y vinos.

—Un café con leche, un chocolate caliente y dos golfeados, por favor —pide Cristian.

Paga la cuenta de una vez y nos sentamos en la primera mesa libre que vemos.

— ¿Qué te parece el lugar? —pregunta.

—Es hermoso —admito, mirando todo a nuestro alrededor.

—Pues otro día podemos venir a almorzar o cenar. El vino de aquí es excelente —me dice, haciendo que lo mire con mejillas sonrosadas.

—Me parece bien —acepto, mostrando una leve sonrisa—. También me gusta mucho beber, así que dime que conoces clubes o sitios a los cuales ir.

—Déjame decirte que conozco varios y que hay un bar cerca de la escuela —dice, guiñándome un ojo—. Varios de los muchachos suelen ir allá algunos viernes después de clases.

—Suena bien para mí —respondo, contenta.

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