7.

MAURICIO

Ella trata de disimularlo, pero no puede ocultar que la he puesto nerviosa. «Eso, así es que quería verte...» pienso sin ocultar mi sonrisa cuando da un paso hacia atrás.

―Una ronda de shots, por favor. La paga el señor aquí presente ―dice, señalándome.

Alzo una ceja con diversión y afirmo en dirección al barman. Su amiga, quien no para de aniquilar con la mirada a mi hermano, y ella se beben un shot con rapidez. No aparto la mirada cuando chupa el limón y tengo que admitir que la imagen es bastante sensual.

A ver, la chamaca es bonita y no puedo negarlo. Tiene un cuerpazo que ese pantalón que trae puesto estiliza, no dejando mucho a la imaginación. Sus caderas son anchas y su cintura pequeña, es delgada, pero de piernas gruesas y fuertes, de pechos medianos. Además de que tiene un rostro muy bonito al que le saldrán arrugas pronto de tanto que lo frunce al verme.

Se acercan a la pista de baile mientras yo me recargo de la barra, pidiendo un whisky. Las luces rojas se mueven de aquí para allá, mientras la estudiante mueve las caderas al ritmo sensual de la canción.

El día que la conocí no pensaba ser grosero, la verdad, pero es que había surgido un problema antes de dirigirme a la escuela y pues… exploté sobre ella. Sin embargo, esta tensión inevitable de odio me gusta, no lo voy a negar.

Es divertido ver como su orgullo la protege de mí. Su actitud retadora solo la hace más… atractiva.

―La vas a desgastar con la mirada ―habla Sebastián a mi lado y lo miro de reojo, capturándolo mirando hacia su amiga.

―Lo harás tu primero con la pastelerita.

Él resopla, rodando los ojos y se lleva la botella de cerveza a la boca.

―Para nada. Deseo que algún día se muerda la lengua venenosa esa que tiene―responde, sentándose a mi lado—. De todas formas… ¿ella no es como mucho menor que tú?

—Sí y no sé qué viene eso al caso. Solo me divierte ver como se sulfura por tenerme cerca, ¿o no te pasa lo mismo con su amiga? —inquiero, mirándolo por unos instantes y noto que sonríe, observándola.

—Es su prima, para que sepas —responde y me devuelve la mirada—. Y supongo que tienes un punto.

Busco con la mirada a mi hermana y ruedo los ojos cuando la veo con el colombiano. Siempre ha estado enamorada de él, pero nunca ha sido correspondida.

Y por la forma en la que él mira a la señorita Arellano, me da a entender que no la corresponderá en mucho tiempo. Tal vez… nunca.

Las canciones siguen pasando y yo me siento cada vez más fastidiado. Tengo 36 años, no estoy para andar de fiesta al menos que sea para concretar un negocio.

El colombiano alcanza a la señorita Arellano y se le pega como lapa para bailar la pachanga que suena de fondo. Yo ruedo los ojos y pido un shot de tequila, tomándolo apenas lo dejan en la mesa.

―Otro ―ordeno.

―Hermanitos, no sean ridículos. Dejen de vigilarnos tanto y vengan a bailar ―nos pide Montserrat, tirando de nuestras manos.

―No seas ridícula tú, sabes que odio estas cosas y solo estoy aquí por ti ―habla Sebas, soltándose de su agarre.

―Sabes muy bien que eso es mentira. Bastaba con un solo hermano mayor ―se burla ella, mirando en dirección a la repostera―. Deberías bailar con ella.

―Ya. Primero me da un puñetazo ―se niega, bufando.

—Es que hasta yo estoy que te doy uno, a ambos —nos señala, fastidiada—. ¡Imbéciles! —se queja y se da media vuelta, haciendo un estúpido berrinche.

―Sabes que nunca se le puede decir que no ―digo, mirándolo.

―Ya tiene 22 años, que madure.

―Pues no son las únicas mujeres con las que podemos bailar ―digo, mirando a nuestro alrededor.

Hay varias mujeres que no han dejado de mirarnos desde que llegamos. Algunas nos sonríen y nos guiñan el ojo, otras se muestran tímidas pero no apartan la mirada.

Ambos nos levantamos y caminamos en direcciones opuestas. Le ofrezco mi mano a una morena de pelo oscuro y ella la acepta, regalándome una sonrisa seductora.

Me lleva hasta la pista de baile y se coloca de espaldas a mí, restregando su cuerpo con el mío. Una de mis manos se queda en su cintura y la otra acaricia su cuello, bajando por su hombro y deslizándome en la curvatura de su cintura y cadera.

Ella deja caer su cabeza hacia atrás, recargándola en mi hombro y cierra los ojos, disfrutando de la música.

Cuando alzo la mirada me encuentro con los ojos cafés de la señorita Arellano. Está cruzada de brazos, mirando con cierta repulsión nuestro baile. Desvía la mirada cuando se da cuenta que la encontré chismoseando y tira del brazo del colombiano para bailar.

A Sebastián no lo veo en ninguna parte y Montse está hablando con la otra Arellano. Me acerco a ellas y le hago señas a mi hermana para que se acerque, así la prima de Gabriela no nos escucha.

—A ver, ¿te gusta este cabrón o no? Porque no veo que hagas nada —me quejo, cruzándome de brazos.

— ¿Por qué lo dices? —inquiere, buscándolo con la mirada.

—Está muy a gusto bailando con la chamaca esta y no le quita la mirada de encima. No me digas que no te das cuenta de ello —ironizo y maldigo en mi cabeza cuando mi hermana me mira con ojos cristalizados.

— ¿Con…? ¿Con Gabriela? —inquiere con voz trémula.

«Con que así se llama» pienso. Ambos miramos en dirección a la parejita y yo vuelvo mi vista a mi hermana, quien se da media vuelta y resopla, perdiéndose camino al baño.

—Puta madre —me quejo, pellizcando mi tabique con los dedos—. Ya la cagué.

Las horas pasan y debo ver como Gabriela baila con Montse, con Cristian, con su prima, menos conmigo. Sebastián apareció hace unos momentos, lo vi salir del baño con una muchacha.

«Este cabrón…» pienso. Luego se mete en problemas por andar de mujeriego.

Observo a Gabriela beber chupito tras chupito, así como una que otra cerveza. El sudor hace que el cabello se le pegue a la espalda, un poco al pecho y a los costados de su rostro, pero porta una sonrisa de oreja a oreja y sus mejillas sonrojadas me hacen saber que está más que… ¿cómo dijo el otro día?

Ah, sí, prendida.

Cuando llega la medianoche, están todos más activos que nunca, un poco tomados, menos Cristian y yo. Supongo que porque somos los conductores designados.

Todos están sentados en una mesa, comiendo y bebiendo. Hasta que suena Talking Bodies de Tove Lo, porque las tres mujeres se levantan como un resorte a la pista.

La canción va un poco lenta, se escucha que no es el tema original sino un arreglo del DJ. Sin embargo, me gusta bastante. En especial porque Gabriela baila con mucha sensualidad.

Recorre su cuerpo con las manos y se da media vuelta, moviendo las caderas y recogiendo su cabello hacia arriba hasta dejarlo caer de nuevo sobre su espalda. Vuelve a estar de frente y me mira, alzando una ceja.

Yo aprieto con fuerza la botella entre mis dedos y me acomodo en mi puesto al sentir una incomodidad en mi entrepierna. ¿Por qué me gusta tanto que me rete?

Ninguna mujer lo ha hecho antes y es de lo más interesante…

Un tipo se levanta para bailar con ella, pero se niega y lo ignora. Sin embargo, sigue insistiendo y ella rueda los ojos, así que me acerco.

No sé qué tienen en la cabeza la mayoría de hombres en México, pero no es nada bueno y estoy aquí para proteger a Montse y sus amigas, y eso la incluye a ella aunque le moleste.

Le tiendo mi vaso de whisky y llevo mi mano a su cadera, sonriéndole. Ella frunce el ceño y cierra la boca, seguro porque estaba por mandar a chingar a su madre al tipejo este que aún insiste en bailar con ella.

—Guapa, aquí te traje el trago que me pediste. ¿Bailamos? —Le pregunto y ella está por refutar cuando le hago una ligera seña de advertencia hacia el tipejo que espera su respuesta, acechándola y yo me sulfuro, encarándolo—. ¿Y tú qué? ¿Vas a seguir aquí? ¿No ves que ella está conmigo, caramba?

—Eh, sí, es verdad. Lo siento —intercede ella, aceptando el trago y bebiéndoselo de sopetón antes de poner una mano en su pecho y arrugar la cara—. Vamos a la pista… tú —agrega esto último, mirándome.

Sonrío porque no se atreve a apodarme con cariño y el tipo al fin desiste, devolviéndose a su lugar.

―Sé que me detestas, pero creo que podemos bailar una canción sin problemas ―digo, colocando mi mano en su cadera—. Yo no me quejo.

―Supongo que un tema no está mal ―se rinde, colocando sus manos sobre mis hombros—. Aunque te digo que yo solita podía sacarme a ese tipo de encima. No necesitaba tu ayuda.

—Gabriela, ¿a qué más vendría yo a este lugar si no es a velar por ustedes? Ya no estoy para siquiera madrugar hasta las tres de la mañana —le digo y ella resopla, negando con la cabeza.

—Sin embargo, le digo que me puedo cuidar solita. Téngalo por seguro —reitera y yo afirmo, riendo un poco—. Sin embargo… gracias.

—No hay de qué, señorita Arellano.

Respiro hondo cuando la siento más cerca. Puedo reconocer el olor a tequila, a su sudor (que no me es molesto para nada) y a un ligero perfume frutal.

Tomo sus manos y le doy una vuelta, dejándola de espaldas a mí. Puedo escuchar como jadea de la sorpresa y trata de alejarse, pero no se lo permito al tomarla por las caderas.

Bailamos al ritmo de la canción y me atrevo a colocarle el cabello de un lado para saber a qué huele su piel. Noto que se eriza y no puedo evitar sonreír por ello. Se da la vuelta, acercándose de nuevo a mí y baila de frente. Nuestras miradas se reencuentran y puedo notar un poco de vergüenza en sus ojos.

―No creo que deba estar bailando con la persona que está regalando tres pasantías en mi escuela ―dice, alzando la barbilla―. Aunque yo no vaya a ganarme una.

―Podría considerarlo si cocina como baila ―respondo, guiñándole el ojo.

Ella rueda los ojos y niega con la cabeza.

―Incluso si me la gano, no la aceptaría ―dice, alejándose de mí―. Imbécil.

Me saca el dedo corazón y yo maldigo en mi interior por lo idiota que soy a veces.

Cristian corre hasta el grupo de chicas con cara de preocupación, le dice algo que las alerta pero termina abandonado el local.

«Genial, tengo que pagar por los tragos de ese hijo de p…»

―Hay unos tipos que no dejan de mirar a las mujeres ―habla Sebastián, colocándose a mi lado. Los señala con el mentón.

Mi vista se dirige a los hombres que se comen con la mirada a las tres jóvenes que vinieron con nosotros. Trato de ignorarlos hasta que veo que tres de ellos se levantan en dirección a ellas.

«Maldita sea. Otra vez» pienso.

Sebastián y yo nos miramos antes de caminar en la misma dirección.

―Señoritas, ¿nos complacen con un baile? ―pregunta uno de ellos.

―No, gracias ―responde mi hermana con amabilidad.

―Solo pedimos una canción, señorita ―habla otro.

―Hemos dicho que no ―escucho que responde Gabriela, haciéndome sonreír con orgullo.

―Caballeros ―capto la atención de todos. Sebastián y yo nos ponemos tras ellas, yo sujeto a mi hermana por los hombros y a Gabriela por la cadera, pegándolas a mí―. Ellas vienen con nosotros. No están solas.

―Y si lo estuviéramos, igual no bailaríamos con ustedes ―habla la repostera.

Gabriela y ella chocan puños y sonríen.

―Mejor dicho imposible, prima ―le dice.

―Discúlpennos, señores Díaz ―dice uno de ellos, avergonzado.

―Las disculpas deberían dárselas a ellas, ¿no creen? ―habla mi hermano y noto la mirada amable que le regala la repostera.

―Discúlpennos, señoritas ―dicen y se dan media vuelta para irse.

―Yo solita pude haberles pateado el culo ―habla Gabriela y alzo una ceja en su dirección―, pero gracias.

―Es hora de irnos ―ordena Sebastián, dándose media vuelta.

―Es hora de seguir la fiesta, pero en el depa ―corrige Montse, alzando la barbilla.

― ¿Quién te dijo que se quedarán en el departamento? ―pregunto, frunciendo el ceño―. Iremos a mí casa.

―Yo quiero ir a la mía, si no es mucha molestia ―habla Gabriela al instante, tomando la mano de su prima―. Ambas queremos.

― ¡Lástima que sí sea una molestia! ―le grita Sebas desde la barra, solo por molestar a su prima

― ¡El coño de su…! —Federica se levanta, pero Gabriela la detiene.

―Cálmate, Federica ―le interrumpe Gabriela, suprimiendo la risa―. ¿Podemos irnos en taxi?

―Sí ―responde su prima, buscando el dinero en su cartera.

―Están un poco tomadas, cansadas y son mujeres ―hablo, interfiriéndome en su camino―, prefiero saber que están sanas y salvas. Mañana cuando salga la luz del sol, podrán irse.

―Las órdenes las das en tu restaurancito, Mauricio. Nosotras nos vamos en taxi ―responde, plantándose con el mentón en alto frente a mí.

«Si supiera cómo me divierte cuando se pone así, creo que no lo haría tan seguido. ¿O tal vez sí?» inquiero, mirándola mientras sonrío.

―Gaby, Fede, mi hermano tiene razón. Yo misma les pago el taxi mañana si quieren, pero hoy quédense. Me da miedo que les pase algo ―habla Montse, tomando la mano de su compañera.

―Esto no es Venezuela ―trata de zafarse del asunto, rodando los ojos.

―No, esto es México ―le recuerdo, captando su atención―. Dormirán en la habitación de Montserrat, no creo que haya algún problema.

―Resulta que saber que lo último que voy a ver al dormir va a ser su cara, no me complace para nada. Ni hablar de que probablemente sea lo primero que vea al despertar ―refuta.

Me acerco a ella con la lentitud suficiente para ver como se altera e intenta echarse para atrás, pero el orgullo la frena y se queda quieta en su lugar. Por supuesto, me desafía con la mirada.

―Ni que fueras a dormir conmigo, Gabriela ―le digo, sonriendo―. No eres tan afortunada.

Ella resopla y desvía la mirada, burlándose de mí.

―Que esté en el mismo sitio que usted ya me dice que tendré pesadillas ―dice y sigue de largo, chocando su hombro con el mío.

Esa altanería no le va a durar mucho tiempo, yo mismo se la voy a quitar

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