2.

Mi prima viene conmigo en el autobús. Me explica algunas cosas importantes y sé que no las voy a recordar porque hasta en mi propia tierra era bien perdida.

—Ay no, Fede. Si me pierdo, te llamo. El primer día no me voy a aprender todas las avenidas ni las calles —digo, mareada de tanta información—. Por ahora solo necesito saber cómo ir de la escuela a la casa y de la casa a la escuela.

—No soporto como te crió Aida —se queja—. Esta es mi parada, la tuya es la siguiente. Caminas un par de cuadras y ahí está la escuela.

Afirmo a regañadientes, cruzándome de brazos. Ella niega con la cabeza y se levanta para bajarse del autobús, no sin antes darme un beso en la mejilla.

Visualizo lo que hay en las calles del lado de mi ventana, tratando de memorizar todo. Cuando el autobús se detiene, recuerdo que es mi parada y me levanto como alma que lleva el diablo para bajarme.

Federica me dijo que tenía que cruzar un par de calles más y encontraría la Escuela. Respiro hondo, mirando a mí alrededor. No puedo creerme que esté en un país distinto y que en un año ya seré chef.

Ando tan perdida en mis pensamientos que creo que me he pasado de calle. Miro la hora en mi teléfono y me trago una mentada de madre. ¡Voy a llegar tarde el primer día!

Me giro para devolverme y buscar la calle correcta, pero un buen golpe me hace perder el equilibrio y mi celular vuela por los aires. ¡A mí y el Pato Lucas solamente!

¡Carajo! ¿Ahora cómo me levanto con este dolor de culo?, me quejo en mi mente y luego recuerdo mi celular, cosa que busco con desesperación.

— ¡Chingada madre!

Alzo mi rostro, un poco aturdida por el mamonazo que me di en el coxis. El tipo con quien tropecé viste un traje negro hecho a la medida y ahora está sucio y húmedo por el café. Es altísimo, o al menos así lo percibo desde el suelo, su barba es cuidada y al ras, tiene el cabello rizado y oscuro, casi negro.

No me pasa desapercibido que tiene buen cuerpo y las mejillas se me calientan de la vergüenza.

— ¿Acaso no ves por dónde caminas? —me grita, llamando la atención de los peatones a nuestro alrededor.

Salgo de mi ensimismamiento y lo miro con las mejillas encendidas de pura rabia. Estoy segura de que mis ojos le demuestran lo molesta que estoy. ¡Ni siquiera me ha ayudado a levantar!

Yo sola lo hago con dificultad, sobando mi trasero. Encuentro mi celular rápidamente en la acera, con un ligero rayón en la pantalla. Lo que me faltaba, pienso.

—Oye, pero ¿quién coño te crees? —pregunto, acercándome más a él—. ¡Fue un jodido accidente! Además de gruñón, maleducado. Pudiste haberme ayudado a levantar.

—Tengo una jodida reunión en cinco minutos y tengo que cambiarme de ropa. Fue un accidente que no hubiese pasado si te fijas por donde caminas —dice, molesto.

Sus ojos son del color de la miel, pero oscuros por la ira. No me dejo amedrentar y coloco las manos en jarras antes de hablar.

—Mira, güevón[1], te digo una vaina y que te quede bien clara —lo señalo, mascullando de la rabia que tengo—. ¡Ni mi papá se ha atrevido a alzarme la voz, así que me le vas bajando a ese tonito! Un accidente lo puede tener cualquiera y, si tu actitud hubiese sido otra, ya me hubiese hasta disculpado, ¡pero ahora no me da la puta gana!

—Tenga cuidado usted con su tonito —me remeda y yo entrecierro los ojos, furiosa—. Ni tiene idea de quién soy yo.

—Ni porque fuera el Papa, señor —ironizo y él tensa la mandíbula. Sus ojos claros aniquilándome con la mirada, tratando de amedrentarme—. ¿Sabe qué? No pienso perder más mí tiempo con usted. Voy a llegar tarde por tener esta estúpida discusión con un macho descerebrado, así que no perderé más mí tiempo contigo. ¡Imbécil!

Me doy media vuelta, acomodándome la ropa desaliñada y el cabello. Camino en dirección a la escuela y casi que le grito gracias al cielo por permitirme llegar.

«Ese machito de pacotilla no me va a arruinar el día. ¡Ja! ¿Quién carajos se cree?» pienso, negando con la cabeza.

La recepcionista me mira con diversión, pero a la vez con cierta advertencia que me indica que no puedo, jamás, volver a llegar tarde. Me ruborizo de inmediato ante ello, mientras en mi mente solo puedo pensar en que debí cachetear al machito ese.

—Lo siento, tuve un ligero accidente y no encontraba la Escuela —me disculpo, pero sé que no valdrá de nada.

—Aquí tiene su uniforme. Cámbiese lo más rápido que pueda —me dice, extendiéndome las prendas blancas perfectamente dobladas—. Habrá una reunión con el dueño de un importante restaurante de la ciudad, no le gusta que lleguen tarde. Sin embargo, no lo notará. Probablemente tuvo un contratiempo y por eso no ha llegado. Le aconsejo que se apresure.

—Muchísimas gracias —respondo, sonriendo.

Me adentro en el baño de damas que hay a mi izquierda y me cambio de ropa por el uniforme blanco de cocinero. Me coloco el gorro y los zapatos, guardo todo en mi bolso, y me adentro en la clase con una sonrisa incómoda.

Todos voltean a verme, incluido el profesor que aprieta sus labios en una delgada línea haciendo que sobresalga su bigote gris.

—Disculpe, yo…

—No quiero excusas. Pase adelante solo por esta vez —me interrumpe, haciéndome pegar un brinco del susto. Le doy un asentimiento de cabeza y me coloco en el primer lugar que veo—. ¿Su nombre?

—Gabriela Arellano —respondo con cordialidad.

—La nueva estudiante —dice, mirándome por encima de sus gafas—. Pues bienvenida tanto a la escuela como a México.

—Gracias, señor —respondo, sonriendo con timidez.

Los primeros treinta minutos de clase, el chef Guzmán nos da un resumen de lo que veremos el primer semestre y yo anoto todo lo que dice, incluso las fechas de evaluación. Estoy bastante concentrada hasta que una voz masculina suena junto a mí.

—Mm, Gabriela ¿cierto?

Giro mi rostro para encontrarme con la persona que me habla. Es un hombre bastante guapo a mi parecer, tiene el cabello largo y liso de un color castaño claro, los ojos cafés y una barba de unos cuantos días bien arreglada.

—Eh, sí —respondo, cuando me doy cuenta de que no le respondí—. La extranjera y nueva.

—Bienvenida a Ciudad de México. Soy Cristian Santos —dice, estirando su mano y yo la acepto, estrechándola con gusto—. Llevo desde cero en esta escuela, así que si necesitás algún apunte solo pídamelo.

—Muchas gracias —murmuro, aliviada—. Eres un sol.

Él afirma, regalándome una ligera sonrisa. La introducción acaba y todos se enderezan en sus puestos al oír el nombre de un importante personaje: Mauricio Díaz. Al parecer es el dueño de uno de los mejores restaurantes, no de la ciudad, sino del país y por eso todos le tienen respeto. Además de que es un excelente chef y viene de una familia que lleva la gastronomía en la sangre.

«Vaya que debe ser importante» pienso.

Me ahogo de inmediato al ver de quién se trata y capturo su atención, mientras respiro profundo para tranquilizarme. Por supuesto, Mauricio Díaz es, nada más y nada menos, que el bruto con quien tropecé hace un poco más de media hora. Y su mirada severa sobre mí me hace saber que me reconoce. En realidad, creo que no se va a olvidar de mi rostro por un buen rato.

¿Cómo es que no me esperaba esto? Soy tan calamitosa que era muy probable que esta situación se diera.

—Buenos días, señoras y señores. Lamento mi retraso, tuve un molesto incidente antes de llegar —explica, mirándome fijamente. No me acongojo bajo su escrutinio, al contrario, me yergo más en mi puesto—. Sé que todos ustedes se encuentran en el último año de estudio y esta es una de las escuelas más prestigiosas de la ciudad.

Empieza a pasearse alrededor de la mesa cuadrada con lentitud, con las manos tras su espalda. Yo respiro hondo, colocando las manos bajo la mesa para apretarlas en puños.

—Es por esto que he decidido ofrecer tres pasantías a los tres mejores estudiantes de este primer semestre —anuncia y todos exclaman, contentos.

Miro a Cristian y me sonríe, guiñándome un ojo. Yo afirmo en su dirección con amabilidad.

—Esas tres personas, además de ser los mejores de su clase y tener buena sazón, deben ser responsables —habla, acercándose cada vez más a mí—, puntuales, organizados y ágiles.

Esto último lo dice casi en mi oído. Por supuesto, es una indirecta por el torpe incidente de esta mañana.  Yo me remuevo con incomodidad en mi lugar y siento que puedo volver a respirar cuando continúa caminando.

—Las pasantías durarán hasta que finalicen su último año de estudios. Luego de allí, sabrán si fueron admitidos o no como empleados fijos del restaurante —continua, deteniéndose junto al Chef Guzmán—. Por supuesto, si entorpecen el trabajo o generan un mínimo de descontento tanto con los clientes como con sus compañeros, no podrán culminar las pasantías. Serán despedidos de inmediato. No tolero errores, ni consejos, ni opiniones. Se hace el trabajo como yo lo pida.

— ¿Por qué? —pregunto, haciendo que todos me miren—. Es decir, ¿por qué no acepta opiniones o consejos? No pierde nada con escuchar, señor Díaz.

—Pierdo mi tiempo, señorita… —responde, metiendo su mano en el bolsillo de su pantalón.

—Arellano —respondo, mostrando mi mejor sonrisa falsa.

—Señorita Arellano, soy un hombre que creció con una amante de la gastronomía. El restaurante ha pasado de generación en generación durante cincuenta años, pero eso no significa que se lo entregan a un miembro de la familia cualquiera —explica, mirándome con hostigamiento—. Me preparé durante años, prácticamente soy un experto en el arte culinario. He hecho un montón de postgrados, maestrías. Me eduqué muy bien para ganarme el puesto que hoy en día tengo. No necesito opiniones de pasantes o recién graduados, que apenas van a conocer lo que es el trabajo arduo.

—Señor Díaz, con todo respeto, usted ya fue un estudiante, ¿cierto? —Hablo y siento como Cristian tira de mi mano por debajo de la mesa—. Y lleva años estudiando el arte culinario, por lo que acaba de decir. Estoy segura de que, entonces, sabe que los estudiantes trabajan arduamente por aprender y mejorar. El estudio, de cualquier carrera, lleva sangre, sudor y lágrimas; así que no menosprecie a los pasantes o estudiantes, porque usted ya lo vivió.

—Cuando necesito una opinión o consejo, lo pido, señorita Arellano. De resto, me restan tiempo para trabajar.

Quiero refutar, pero Cristian vuelve a tirar de mi mano. Lo miro con molestia evidente y niega con la cabeza de manera disimulada. Noto que frente a él hay una morena que me mira con incredulidad, pero también con diversión y alza la ceja cuando ve a Mauricio.

—Aclarada las dudas, paso a informarles que visitaremos el restaurante del señor Díaz. Así verán el movimiento que hay en la cocina y tendrán una idea de cómo se trabaja en la prestigiosa Fraga —habla Guzmán.

Todos parecen estar emocionados por ello. Toman con rapidez sus cosas, supongo que para cambiarse de ropa, y abandonan la sala poco a poco.

—Oiga, un consejo —murmura Cristian, mirando de reojo a Mauricio—: No le refutés o desafiés. Es muy imbécil cuando se lo propone, lo sé de buena fuente.

—Qué lástima, no sabe con quién se ha topado —le respondo, alzando un ceja y luego caigo en cuenta de que he escuchado su acento en alguna telenovela—. Tu acento es diferente, no eres mexicano.

—No, soy de Colombia —responde, pero sigue luciendo preocupado—. Gaby, es en serio. Tome mi consejo.

—Está bien —respondo a regañadientes—. ¿Vamos?

—Vamos —dice y salimos del aula de clases teóricas.

Me adentro de nuevo en el baño para colocarme mi ropa. Sabía que iba a utilizar el uniforme reglamentario de cocina, así que no me traje la mejor de mis prendas: un blue jean ajustado de corte alto y ligeramente rasgado en la rodilla, una blusa blanca y una chaqueta de color verde militar. En los pies calzo unas zapatillas deportivas blancas con dos franjas negras a cada lado. Me suelto mi cabello castaño, que cae en ondas casi hasta mis pechos.

Antes de venir a México me lo corté unos centímetros.

Salgo del baño y freno a tiempo para no tropezar con Mauricio Díaz, otra vez. Él vuelve a mirarme de arriba abajo, no sé si analizándome o de forma despectiva, y cuando conecta nuestras miradas, sus ojos claros se tornan oscuros.

—Señorita Arellano, qué bueno que la veo —habla, sonriendo con altanería.

—Usted dirá para qué soy buena, señor —respondo, fingiendo cortesía.

—Quiero dejarle en claro una cosa —murmura, acercándose a mí. Retrocedo un par de pasos por inercia, pero me freno al ver que está logrando lo que quiere y alzo la barbilla con orgullo—. Puedes esforzarte todo lo que quieras, ser la número uno de tu clase, la chef más prometedora; pero no vas a obtener la pasantía en mi restaurante. Créeme que puedo asegurártelo.

No le permito ver cuánto me afecta su advertencia. Sin embargo, eso no me va a detener de ser la mejor de mi clase y haré que sea él quien me suplique, no por una simple pasantía, sino para trabajar en su cocina. Eso lo juro como que me llamo Gabriela Arellano.

—No se preocupe, agradecida estaré de no estar bajo las ordenes de un cavernícola —respondo entre dientes. Él se yergue y endurece la mandíbula, mirando a su alrededor antes de volver a mí—. Además, no es el único restaurante prestigioso de la ciudad o del país. Al encontrar trabajo en uno prometo hacerle la competencia bastante difícil, machito.

Sigo mi camino, chocando mi hombro con su brazo, y salgo de la escuela para treparme en el autobús que nos llevará hasta Fraga: su restaurante.

[1] Guevón: Insulto común en Venezuela.

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