Mi prima viene conmigo en el autobús. Me explica algunas cosas importantes y sé que no las voy a recordar porque hasta en mi propia tierra era bien perdida.
—Ay no, Fede. Si me pierdo, te llamo. El primer día no me voy a aprender todas las avenidas ni las calles —digo, mareada de tanta información—. Por ahora solo necesito saber cómo ir de la escuela a la casa y de la casa a la escuela.
—No soporto como te crió Aida —se queja—. Esta es mi parada, la tuya es la siguiente. Caminas un par de cuadras y ahí está la escuela.
Afirmo a regañadientes, cruzándome de brazos. Ella niega con la cabeza y se levanta para bajarse del autobús, no sin antes darme un beso en la mejilla.
Visualizo lo que hay en las calles del lado de mi ventana, tratando de memorizar todo. Cuando el autobús se detiene, recuerdo que es mi parada y me levanto como alma que lleva el diablo para bajarme.
Federica me dijo que tenía que cruzar un par de calles más y encontraría la Escuela. Respiro hondo, mirando a mí alrededor. No puedo creerme que esté en un país distinto y que en un año ya seré chef.
Ando tan perdida en mis pensamientos que creo que me he pasado de calle. Miro la hora en mi teléfono y me trago una mentada de madre. ¡Voy a llegar tarde el primer día!
Me giro para devolverme y buscar la calle correcta, pero un buen golpe me hace perder el equilibrio y mi celular vuela por los aires. ¡A mí y el Pato Lucas solamente!
¡Carajo! ¿Ahora cómo me levanto con este dolor de culo?, me quejo en mi mente y luego recuerdo mi celular, cosa que busco con desesperación.
— ¡Chingada madre!
Alzo mi rostro, un poco aturdida por el mamonazo que me di en el coxis. El tipo con quien tropecé viste un traje negro hecho a la medida y ahora está sucio y húmedo por el café. Es altísimo, o al menos así lo percibo desde el suelo, su barba es cuidada y al ras, tiene el cabello rizado y oscuro, casi negro.
No me pasa desapercibido que tiene buen cuerpo y las mejillas se me calientan de la vergüenza.
— ¿Acaso no ves por dónde caminas? —me grita, llamando la atención de los peatones a nuestro alrededor.
Salgo de mi ensimismamiento y lo miro con las mejillas encendidas de pura rabia. Estoy segura de que mis ojos le demuestran lo molesta que estoy. ¡Ni siquiera me ha ayudado a levantar!
Yo sola lo hago con dificultad, sobando mi trasero. Encuentro mi celular rápidamente en la acera, con un ligero rayón en la pantalla. Lo que me faltaba, pienso.
—Oye, pero ¿quién coño te crees? —pregunto, acercándome más a él—. ¡Fue un jodido accidente! Además de gruñón, maleducado. Pudiste haberme ayudado a levantar.
—Tengo una jodida reunión en cinco minutos y tengo que cambiarme de ropa. Fue un accidente que no hubiese pasado si te fijas por donde caminas —dice, molesto.
Sus ojos son del color de la miel, pero oscuros por la ira. No me dejo amedrentar y coloco las manos en jarras antes de hablar.
—Mira, güevón[1], te digo una vaina y que te quede bien clara —lo señalo, mascullando de la rabia que tengo—. ¡Ni mi papá se ha atrevido a alzarme la voz, así que me le vas bajando a ese tonito! Un accidente lo puede tener cualquiera y, si tu actitud hubiese sido otra, ya me hubiese hasta disculpado, ¡pero ahora no me da la puta gana!
—Tenga cuidado usted con su tonito —me remeda y yo entrecierro los ojos, furiosa—. Ni tiene idea de quién soy yo.
—Ni porque fuera el Papa, señor —ironizo y él tensa la mandíbula. Sus ojos claros aniquilándome con la mirada, tratando de amedrentarme—. ¿Sabe qué? No pienso perder más mí tiempo con usted. Voy a llegar tarde por tener esta estúpida discusión con un macho descerebrado, así que no perderé más mí tiempo contigo. ¡Imbécil!
Me doy media vuelta, acomodándome la ropa desaliñada y el cabello. Camino en dirección a la escuela y casi que le grito gracias al cielo por permitirme llegar.
«Ese machito de pacotilla no me va a arruinar el día. ¡Ja! ¿Quién carajos se cree?» pienso, negando con la cabeza.
La recepcionista me mira con diversión, pero a la vez con cierta advertencia que me indica que no puedo, jamás, volver a llegar tarde. Me ruborizo de inmediato ante ello, mientras en mi mente solo puedo pensar en que debí cachetear al machito ese.
—Lo siento, tuve un ligero accidente y no encontraba la Escuela —me disculpo, pero sé que no valdrá de nada.
—Aquí tiene su uniforme. Cámbiese lo más rápido que pueda —me dice, extendiéndome las prendas blancas perfectamente dobladas—. Habrá una reunión con el dueño de un importante restaurante de la ciudad, no le gusta que lleguen tarde. Sin embargo, no lo notará. Probablemente tuvo un contratiempo y por eso no ha llegado. Le aconsejo que se apresure.
—Muchísimas gracias —respondo, sonriendo.
Me adentro en el baño de damas que hay a mi izquierda y me cambio de ropa por el uniforme blanco de cocinero. Me coloco el gorro y los zapatos, guardo todo en mi bolso, y me adentro en la clase con una sonrisa incómoda.
Todos voltean a verme, incluido el profesor que aprieta sus labios en una delgada línea haciendo que sobresalga su bigote gris.
—Disculpe, yo…
—No quiero excusas. Pase adelante solo por esta vez —me interrumpe, haciéndome pegar un brinco del susto. Le doy un asentimiento de cabeza y me coloco en el primer lugar que veo—. ¿Su nombre?
—Gabriela Arellano —respondo con cordialidad.
—La nueva estudiante —dice, mirándome por encima de sus gafas—. Pues bienvenida tanto a la escuela como a México.
—Gracias, señor —respondo, sonriendo con timidez.
Los primeros treinta minutos de clase, el chef Guzmán nos da un resumen de lo que veremos el primer semestre y yo anoto todo lo que dice, incluso las fechas de evaluación. Estoy bastante concentrada hasta que una voz masculina suena junto a mí.
—Mm, Gabriela ¿cierto?
Giro mi rostro para encontrarme con la persona que me habla. Es un hombre bastante guapo a mi parecer, tiene el cabello largo y liso de un color castaño claro, los ojos cafés y una barba de unos cuantos días bien arreglada.
—Eh, sí —respondo, cuando me doy cuenta de que no le respondí—. La extranjera y nueva.
—Bienvenida a Ciudad de México. Soy Cristian Santos —dice, estirando su mano y yo la acepto, estrechándola con gusto—. Llevo desde cero en esta escuela, así que si necesitás algún apunte solo pídamelo.
—Muchas gracias —murmuro, aliviada—. Eres un sol.
Él afirma, regalándome una ligera sonrisa. La introducción acaba y todos se enderezan en sus puestos al oír el nombre de un importante personaje: Mauricio Díaz. Al parecer es el dueño de uno de los mejores restaurantes, no de la ciudad, sino del país y por eso todos le tienen respeto. Además de que es un excelente chef y viene de una familia que lleva la gastronomía en la sangre.
«Vaya que debe ser importante» pienso.
Me ahogo de inmediato al ver de quién se trata y capturo su atención, mientras respiro profundo para tranquilizarme. Por supuesto, Mauricio Díaz es, nada más y nada menos, que el bruto con quien tropecé hace un poco más de media hora. Y su mirada severa sobre mí me hace saber que me reconoce. En realidad, creo que no se va a olvidar de mi rostro por un buen rato.
¿Cómo es que no me esperaba esto? Soy tan calamitosa que era muy probable que esta situación se diera.
—Buenos días, señoras y señores. Lamento mi retraso, tuve un molesto incidente antes de llegar —explica, mirándome fijamente. No me acongojo bajo su escrutinio, al contrario, me yergo más en mi puesto—. Sé que todos ustedes se encuentran en el último año de estudio y esta es una de las escuelas más prestigiosas de la ciudad.
Empieza a pasearse alrededor de la mesa cuadrada con lentitud, con las manos tras su espalda. Yo respiro hondo, colocando las manos bajo la mesa para apretarlas en puños.
—Es por esto que he decidido ofrecer tres pasantías a los tres mejores estudiantes de este primer semestre —anuncia y todos exclaman, contentos.
Miro a Cristian y me sonríe, guiñándome un ojo. Yo afirmo en su dirección con amabilidad.
—Esas tres personas, además de ser los mejores de su clase y tener buena sazón, deben ser responsables —habla, acercándose cada vez más a mí—, puntuales, organizados y ágiles.
Esto último lo dice casi en mi oído. Por supuesto, es una indirecta por el torpe incidente de esta mañana. Yo me remuevo con incomodidad en mi lugar y siento que puedo volver a respirar cuando continúa caminando.
—Las pasantías durarán hasta que finalicen su último año de estudios. Luego de allí, sabrán si fueron admitidos o no como empleados fijos del restaurante —continua, deteniéndose junto al Chef Guzmán—. Por supuesto, si entorpecen el trabajo o generan un mínimo de descontento tanto con los clientes como con sus compañeros, no podrán culminar las pasantías. Serán despedidos de inmediato. No tolero errores, ni consejos, ni opiniones. Se hace el trabajo como yo lo pida.
— ¿Por qué? —pregunto, haciendo que todos me miren—. Es decir, ¿por qué no acepta opiniones o consejos? No pierde nada con escuchar, señor Díaz.
—Pierdo mi tiempo, señorita… —responde, metiendo su mano en el bolsillo de su pantalón.
—Arellano —respondo, mostrando mi mejor sonrisa falsa.
—Señorita Arellano, soy un hombre que creció con una amante de la gastronomía. El restaurante ha pasado de generación en generación durante cincuenta años, pero eso no significa que se lo entregan a un miembro de la familia cualquiera —explica, mirándome con hostigamiento—. Me preparé durante años, prácticamente soy un experto en el arte culinario. He hecho un montón de postgrados, maestrías. Me eduqué muy bien para ganarme el puesto que hoy en día tengo. No necesito opiniones de pasantes o recién graduados, que apenas van a conocer lo que es el trabajo arduo.
—Señor Díaz, con todo respeto, usted ya fue un estudiante, ¿cierto? —Hablo y siento como Cristian tira de mi mano por debajo de la mesa—. Y lleva años estudiando el arte culinario, por lo que acaba de decir. Estoy segura de que, entonces, sabe que los estudiantes trabajan arduamente por aprender y mejorar. El estudio, de cualquier carrera, lleva sangre, sudor y lágrimas; así que no menosprecie a los pasantes o estudiantes, porque usted ya lo vivió.
—Cuando necesito una opinión o consejo, lo pido, señorita Arellano. De resto, me restan tiempo para trabajar.
Quiero refutar, pero Cristian vuelve a tirar de mi mano. Lo miro con molestia evidente y niega con la cabeza de manera disimulada. Noto que frente a él hay una morena que me mira con incredulidad, pero también con diversión y alza la ceja cuando ve a Mauricio.
—Aclarada las dudas, paso a informarles que visitaremos el restaurante del señor Díaz. Así verán el movimiento que hay en la cocina y tendrán una idea de cómo se trabaja en la prestigiosa Fraga —habla Guzmán.
Todos parecen estar emocionados por ello. Toman con rapidez sus cosas, supongo que para cambiarse de ropa, y abandonan la sala poco a poco.
—Oiga, un consejo —murmura Cristian, mirando de reojo a Mauricio—: No le refutés o desafiés. Es muy imbécil cuando se lo propone, lo sé de buena fuente.
—Qué lástima, no sabe con quién se ha topado —le respondo, alzando un ceja y luego caigo en cuenta de que he escuchado su acento en alguna telenovela—. Tu acento es diferente, no eres mexicano.
—No, soy de Colombia —responde, pero sigue luciendo preocupado—. Gaby, es en serio. Tome mi consejo.
—Está bien —respondo a regañadientes—. ¿Vamos?
—Vamos —dice y salimos del aula de clases teóricas.
Me adentro de nuevo en el baño para colocarme mi ropa. Sabía que iba a utilizar el uniforme reglamentario de cocina, así que no me traje la mejor de mis prendas: un blue jean ajustado de corte alto y ligeramente rasgado en la rodilla, una blusa blanca y una chaqueta de color verde militar. En los pies calzo unas zapatillas deportivas blancas con dos franjas negras a cada lado. Me suelto mi cabello castaño, que cae en ondas casi hasta mis pechos.
Antes de venir a México me lo corté unos centímetros.
Salgo del baño y freno a tiempo para no tropezar con Mauricio Díaz, otra vez. Él vuelve a mirarme de arriba abajo, no sé si analizándome o de forma despectiva, y cuando conecta nuestras miradas, sus ojos claros se tornan oscuros.
—Señorita Arellano, qué bueno que la veo —habla, sonriendo con altanería.
—Usted dirá para qué soy buena, señor —respondo, fingiendo cortesía.
—Quiero dejarle en claro una cosa —murmura, acercándose a mí. Retrocedo un par de pasos por inercia, pero me freno al ver que está logrando lo que quiere y alzo la barbilla con orgullo—. Puedes esforzarte todo lo que quieras, ser la número uno de tu clase, la chef más prometedora; pero no vas a obtener la pasantía en mi restaurante. Créeme que puedo asegurártelo.
No le permito ver cuánto me afecta su advertencia. Sin embargo, eso no me va a detener de ser la mejor de mi clase y haré que sea él quien me suplique, no por una simple pasantía, sino para trabajar en su cocina. Eso lo juro como que me llamo Gabriela Arellano.
—No se preocupe, agradecida estaré de no estar bajo las ordenes de un cavernícola —respondo entre dientes. Él se yergue y endurece la mandíbula, mirando a su alrededor antes de volver a mí—. Además, no es el único restaurante prestigioso de la ciudad o del país. Al encontrar trabajo en uno prometo hacerle la competencia bastante difícil, machito.
Sigo mi camino, chocando mi hombro con su brazo, y salgo de la escuela para treparme en el autobús que nos llevará hasta Fraga: su restaurante.
[1] Guevón: Insulto común en Venezuela.
El restaurante es un edificio colonial modernizado y tengo que admitir que he quedado con la boca abierta ante tanta belleza. Este establecimiento es parte de un hotel bastante costoso, o al menos así se ve. Su fachada es inmensa, está a cielo abierto y tiene unos cuantos árboles regados por el ambiente. Hay algunas decoraciones sobre ellos como luces colgantes y unos cuantos bombillos que iluminan de manera tenue el lugar. La arquitectura parece ser grecorromana debido a su arco y columnas, así como se visualizan varios balcones.Las paredes tienen un efecto de desgaste que deja ver los ladrillos (se nota que es mera decoración) y el nombre del restaurante en letras cursivas. Las mesas son cuadradas y rusticas, las sillas negras tienen un acolchado gris y una tela suave, un poco gruesa, de color rojo. Están decoradas con unas pequeñas luces en forma de flor de loto (en varias tonalidades) y unas cascaras marrones con detalles que no logro comprender. Tal vez representan algo de la cu
Cristian lleva viviendo aquí desde hace cuatro años, así que conoce muy bien la ciudad. Me cuenta de otras escuelas gastronómicas que le ganan a la nuestra por un decimal en puntuación, así como de otros sitios que ir como museos y librerías.Cuando terminamos, volvemos a la escuela para ir por la motocicleta y nos detenemos frente a la pastelería donde trabaja mi prima: “Dulce Tentación”.El lugar tiene sus neveras mostradoras para preservar los postres fríos, así como tiene anaqueles con otros dulces como galletas, panes, etc. Hay bastante gente a pesar de que faltan unos veinte minutos para cerrar y, al fondo, bastante atareada, está Fede.— ¡Gaby, hola! —me saluda, acercándose a mí. Tiene puesto su uniforme negro y una sonrisa de cansancio adorna su rostro—. ¡Vaya! Hola, ¿quién eres tú?— ¡Fede! —la regaño por ser tan imprudente—. Es un compañero de la escuela, se llama Cristian.—Un gusto —la saluda devuelta, sonriéndole—. Veo que hay mucho trabajo, ¿eh?—Sí, bastante. Aunque ya
Luego de discutir un poco quién lava los platos (ganó Cristian, por supuesto), me encuentro secando los trastes que él va fregando mientras conversamos.— ¿Tienes planes para mañana? —pregunta y yo lo miro con ojos entrecerrados, alzando una ceja.— ¿Qué planes tenemos para mañana?— ¿Recuerdas que te dije que había un sitio con buen vino? —pregunta, alzando una ceja en mi dirección.—Sí, claro —respondo y voy secando los trastes que me tiende.—Podemos cenar mañana allí, si gustas —invita, mirándome mientras me tiende otro plato limpio.—Por supuesto —respondo, sonriendo—. ¿El sábado podremos ir a tomar algo? A este cuerpo le hace falta un poco de merengue.—Por supuesto que sí —responde, riéndose—. Aunque no soy muy buen bailarín.— ¡Qué lástima! —dramatizo, cubriéndome la cara con el trapo y lo escucho reírse.Cristian es muy lindo, además es amable y educado. Su acento colombiano me derrite por completo, pero eso no significa que me guste. Estamos conociéndonos, mi concentración e
Me alejo rápidamente de él, pero el tobillo se me dobla y termino tambaleándome de nuevo hacia adelante.Mauricio vuelve a sujetarme, esta vez tocando mi piel con sus frías manos, y doy un respingo al estremecerme. Me alejo de él de nuevo, alzando la barbilla y mirándole con furia.—Tres cosas: o es muy torpe, o está ebria... o no sabe caminar con tacones —dice, mirándome los pies.—No estoy ebria, estoy… prendida solamente —respondo, encogiéndome de hombros—. Si me disculpa, voy a volver a mi mesa.Lo extermino con la mirada y sigo mi camino, derecha y con confianza, hasta las mesas.—Ya pagué, Gaby. ¿Qué te hizo tardar tanto? —pregunta Cristian, acercándose a mí.—Casi me caigo como dos veces, lo siento. Creo que no tolero mucho el vino —admito, soltando una risita nerviosa.El olor a Invictus inunda mis fosas nasales y alzo la mirada en busca de la fuente de la colonia masculina. Mauricio pasea por nuestro lado, con su paso seguro y arrogante, abotonándose el blazer color café. Se
MAURICIOElla trata de disimularlo, pero no puede ocultar que la he puesto nerviosa. «Eso, así es que quería verte...» pienso sin ocultar mi sonrisa cuando da un paso hacia atrás.―Una ronda de shots, por favor. La paga el señor aquí presente ―dice, señalándome.Alzo una ceja con diversión y afirmo en dirección al barman. Su amiga, quien no para de aniquilar con la mirada a mi hermano, y ella se beben un shot con rapidez. No aparto la mirada cuando chupa el limón y tengo que admitir que la imagen es bastante sensual.A ver, la chamaca es bonita y no puedo negarlo. Tiene un cuerpazo que ese pantalón que trae puesto estiliza, no dejando mucho a la imaginación. Sus caderas son anchas y su cintura pequeña, es delgada, pero de piernas gruesas y fuertes, de pechos medianos. Además de que tiene un rostro muy bonito al que le saldrán arrugas pronto de tanto que lo frunce al verme.Se acercan a la pista de baile mientras yo me recargo de la barra, pidiendo un whisky. Las luces rojas se mueven
GABRIELASu casa es enorme, hermosa y lujosa. He quedado con la boca abierta, aunque no me esperaba menos del señor “tengo mucha plata y soy un arrogante de mierda” Díaz.La sala es grandísima, con paredes texturizadas de color gris y un hermoso ventanal/balcón con unas cuantas plantas de decoración. Tres sofás de color crema, dos bancos del mismo color, al igual que algunos cojines combinados con otros de color azul marino. Una mesita decorativa de vidrio descansa sobre una alfombra del mismo color que los cojines y el piso de madera lisa.―Vaya, esta casa debió costar sus cuantos pesos ―hablo, observando todo.Incluso hay cuadros colgados en las paredes.― ¿Y esta es solo la casa de Mauricio? ―pregunta Fede, tan sorprendida como yo.―Sí ―responde el aludido, sonriendo con altanería―. Compré una casa grande para cuando se quede mi familia.―O para cuando formes la tuya, ¿no? ―pregunta mi prima, alzando una ceja.―Tengo treinta y seis años, creo que eso de formar una familia ya no va
Algo que aprendí este fin de semana con los Díaz es que a Montse no se le puede decir que no a nada. ¡Dios mío! ¿Cómo se le ocurre proponer que nos quedemos en el rancho de su familia por un fin de semana? ¡Otro puto fin de semana con Mauricio! Es que esto tiene que ser un castigo divino. ¿Acaso no entiende que me cae mal su hermano?Nada más pensar en él siento que me hierve el cuerpo. Me molesta tanto que, por un incidente, el me trunque el camino y me quite una oportunidad grandiosa, una que me llevaría a mejorar mi estatus como cocinera y mi currículum, por supuesto.Tanto que me he matado yo estudiando para que venga un hijo de puta a querer cortar mis alas, por un tropiezo. ¡Ja! Eso sí que no, ni a mi papá le permití rebajarme nunca.Tengo que buscar la forma de lograr que en serio me suplique para trabajar con él. Porque eso va a suceder sea como sea.En serio no sabe con quién se ha metido, Mauricio Díaz. A mí nadie me trunca mis sueños y si lo hacen, yo les jodo donde más les
― ¿Eres imbécil o qué coño te pasa? ―casi grito cuando me libera la boca.―Menos mal llegué a tiempo, ya ibas a empezar a despotricar contra mi padre ―dice, rodando los ojos―. Allí está el dueño del café, ¿acaso estás loca?―Pues mejor, para dejarle en claro que la cocina dejó de ser dominada por hombres desde hace mucho tiempo. Es más, las mujeres siempre han sido las encargadas de la cocina, ¿por qué ahora quieren quitarnos el puesto? ―gruño, molesta.―Quienes suelen ser los jefes en las cocinas son los hombres, Gabriela. A eso se refería mi papá ―explica.― ¡Claro que no, Sebastián! ―gruño, furiosa―. Joder, quiero matar a medio mundo. ¿Por qué ustedes tienen que ser tan machitos, eh?― ¿Por qué ustedes tienen que ser tan feministas? Fede y tú nos van a volver locos ―dice, sonriendo un poco.― ¿Qué escuchaste exactamente que dijo tu papá? ―le pregunto, recordando que había hablado de él con anterioridad.―Supuse que estaban hablando de mi hermana y de que es mujer, escuché lo de imp