4.

Cristian lleva viviendo aquí desde hace cuatro años, así que conoce muy bien la ciudad. Me cuenta de otras escuelas gastronómicas que le ganan a la nuestra por un decimal en puntuación, así como de otros sitios que ir como museos y librerías.

Cuando terminamos, volvemos a la escuela para ir por la motocicleta y nos detenemos frente a la pastelería donde trabaja mi prima: “Dulce Tentación”.

El lugar tiene sus neveras mostradoras para preservar los postres fríos, así como tiene anaqueles con otros dulces como galletas, panes, etc. Hay bastante gente a pesar de que faltan unos veinte minutos para cerrar y, al fondo, bastante atareada, está Fede.

— ¡Gaby, hola! —me saluda, acercándose a mí. Tiene puesto su uniforme negro y una sonrisa de cansancio adorna su rostro—. ¡Vaya! Hola, ¿quién eres tú?

— ¡Fede! —la regaño por ser tan imprudente—. Es un compañero de la escuela, se llama Cristian.

—Un gusto —la saluda devuelta, sonriéndole—. Veo que hay mucho trabajo, ¿eh?

—Sí, bastante. Aunque ya falta poco para cerrar.

Mi prima vuelve a la barra y nosotros decidimos esperarla fuera del local.

Un carro negro se estaciona frente a la pastelería. Se abre la puerta trasera, dejando ver una melena negra y rizada, seguido de unos ojos avellanas y un traje a medida, impecable.

Me lleva el diablo. ¿En serio tenía que verlo tres veces el mismo día?

—Señorita Arellano, primera vez que nos encontramos sin tropiezos —habla, desabotonándose el saco y luego mira a Cristian—. Tú también estás en la escuela, ¿cierto?

—Sí, señor Díaz. Cristian Santos —se presenta, estirando su mano.

Me sorprende que Mauricio se la corresponda y estrechen manos. Pensé que lo miraría con asco y seguiría su camino.

— ¿Qué hace usted por aquí? —pregunto, sonriendo con falsedad.

—Mi hermano es el nuevo pastelero. Se graduó hace un par de meses —explica.

«Ugh, o sea que voy a conocer al otro Díaz. ¡Grandioso!» pienso con ironía.

— ¡No soporto al idiota ese, de verdad! —aparece Fede, botando humo por la boca—. Ojalá me haga caso y vaya a mamarse un… Oh, disculpe —se calla al ver a Mauricio frente a nosotros.

Yo me palmeo la frente, avergonzada por el lindo lenguaje de mi prima y esta parece trabarse con su lengua al notar a Mauricio con nosotros. ¿Sabrá quién es?

Un joven de pelo rapado mira al susodicho y le revolotea los ojos antes de resoplar y seguir de largo. «Vaya, no soy la única que no lo soporta» pienso y siento que de inmediato me cae bien el jovencito guapo.

—No necesito guardaespaldas —le dice.

—Métete al carro ya —le ordena con voz grave, haciendo que voltee a mirarlo—. Créeme que no quiero andarte cuidando el culo, no estaría aquí si papá no me lo hubiese pedido.

Su piel es del mismo tono que la de Mauricio y se nota que es mucho más joven, de mirada maliciosa y cuerpo trabajado, delgado y musculoso; además de una actitud altiva, típico de los Díaz por lo que veo.

—No puede ser —murmura Fede—. Estuve a punto de insultar a Sebastián frente a su hermano.

— ¿Él es el que te tiene toda molesta? —Pregunto en su oído, ella afirma con la cabeza—. Pues tienen en los genes hacernos rabiar, porque Mauricio Díaz se ha ganado unas cuantas cachetadas en mi mente.

—Pues unas cogidas también, porque está muy rico —admite y yo choco su hombro con el mío para que se calle.

Pues no puedo negarlo, los hermanos Díaz están… bastante guapos. Sin embargo, si la actitud del menor es igual que la del mayor no sirve de nada.

Lo que no entendía era ¿por qué Sebastián Díaz no trabajaba en Fraga Restaurant? Porque allí también se sirven postres. No es que la pastelería sea una mala localidad sino que si la comparábamos con Fraga, era una más del montón.

Sebastián termina trepándose al carro negro y Mauricio se despide de nosotros con un asentimiento y, en mi dirección, alza una ceja.

Yo me cruzo de brazos y me enderezo en mi lugar, alzándole una ceja también. ¡Cómo me agobia este hombre!

—Sebastián me tiene arrecha, prima. ¡Arrecha! —masculla Fede, negando con la cabeza.

Cristian la mira confundido y yo no puedo evitar destornillarme de risa.

—Lo siento, Cristian. Te explico: en Venezuela “estar arrecho” es estar muy molesto, no como en Colombia que es… ya sabes —le digo, moviendo las cejas de forma insinuante.

Fede se golpea la frente con la palma de su mano y niega con la cabeza, avergonzada. Me rio al verle toda la cara roja de pena.

—Oh, entiendo, entiendo —dice Cristian, riendo—. Estaba muy confundido.

— ¡Lo noté! —concuerdo y Fede me da un zape en la nuca—. ¡Ay!

— ¿Cómo se van a casa? —nos pregunta Cris, cambiando de tema por mi prima.

—En autobús —responde Fede—, pero ve con Gaby a casa. Nos vemos allá.

—No, ¿cómo crees? —Pregunto, tomándola del brazo—. Lo siento, Cristian. Me iré con ella. No creas que te usé o algo, pronto saldremos de nuevo.

—Pues hasta que eso no suceda, me sentiré usado —se burla él, trepándose a su moto—. Avísame cuando lleguen. Nos vemos mañana en la escuela.

— ¡Feliz noche! —me despido y se coloca su casco para irse—. Es lindo, ¿cierto?

—Lindo se queda corto —dice mi prima, mirándome con la ceja alzada—. ¿Cómo así que una próxima salida?

Me encojo de hombros, restándole importancia. Apenas estoy llegando a México, no planeo buscar una relación. Mi enfoque está en mis estudios y ahora... en callarle la boca a Mauricio Díaz.

Además, mi última relación fue hace dos años y no terminó muy bien que digamos…

***

Las clases han sido agotadoras y abrumadoras. Pronto tendré el primer examen y aún me falta mejorar algunos platos a evaluar.

No sé qué estoy haciendo mal, porque a pesar de que saben bien, no quedan perfectos. El chef Guzmán los ha calificado con un puntaje 3/5. He estado al borde del colapso y quien me ha ayudado a mantener la compostura es Cristian.

Llego a casa a punto de desplomarme de la fatiga y me dirijo a mi habitación, no sin antes saludar a mis tíos. Federica llegará en un par de horas, así que no hay nada divertido que hacer o que al menos despeje mi mente.

Reviso mis redes sociales, dándome cuenta de que Cristian me ha seguido y agregado en varias. Tiene fotos de sus platos, suyas por supuesto, de su familia y de Colombia. Me sorprendo al ver una donde sale una hermosa mujer y en la descripción hay un corazón negro.

¿Por qué será? ¿Y quién es? Porque tiene rasgos suyos muy parecidos.

Me llega una notificación y veo que es un mensaje de nada más y nada menos que del rey de Roma, es decir, Cristian Santos.

Cristian: Hola. ¿Qué haces?

Yo: Al borde de rendirme con la escuela y llorar en posición fetal.

Cristian: ¡Vamos! No vas mal, hay muchos que son realmente pésimos.

Cristian: Podemos hacer esto: yo voy a tu casa para que practiques los platos, yo los degusto y te doy mi opinión. O puede ser en la mía, como te sientas más cómoda.

Es tan tierno que provoca tirar de sus cachetes. ¡Y tan lindo!

Yo: No quiero molestar a mis tíos, me parece bien en tu casa. ¿Cuándo empezamos?

Cristian: Pues ahora mismo no tengo nada que hacer. Paso por ti.

Yo: ¡Está bien! ¡Gracias! No prometo no intoxicarte con mis platillos.

Cristian: Lo harás estupendo, tengo fe en ti. ¡Ánimo!

Ese último mensaje me hace sonreír y me levanto de la cama para revisar que mi ropa sigue en orden. No voy muy arreglada a clases porque al fin y al cabo uso uniforme, pero no me gusta ir tan mamarracha.

A los minutos, escucho el ronroneo de la moto y abro la puerta con una sonrisa en el rostro. ¡Es tan increíble! Amo estas hermosas monstruosidades.

—Hola de nuevo —lo saludo y acepto el casco cuando me lo tiende.

Me trepo detrás de él y acelera en dirección a su casa. El viaje, lamentablemente, es corto. Su domicilio es bastante sencillo, es todo un cuadrado de color amarillo. La puerta de metal es blanca y tiene una ventana a un par de centímetros del mismo color.

Me bajo de la moto con su ayuda y abre la puerta, dejándome pasar primero. A pesar de lo pequeña que es, la ha acomodado de una forma que se siente hogareña. Tiene varios sofás negros y una mesa pequeña y cuadrada en medio de la sala. A un costado puedo ver un escritorio con una laptop y algunos papeles y una cómoda silla giratoria.

—Bienvenida a mi dulce morada —habla, trayéndome de vuelta a la realidad. Volteo a verlo y me sorprendo cuando veo la moto dentro—. Tengo que hacerlo por seguridad, espero algún día poder rentar un apartamento con estacionamiento.

— ¿Es tuya o estás rentado? —pregunto, detallando las fotos enmarcadas en las paredes claras.

—Rentado, por supuesto.

Noto que hay algunas plantas puestas cada cierto tramo, decorando el lugar. Están vivas, así que sonrío con burla.

—Así que eres la señora de las plantas —bromeo, haciéndolo reír.

—Sería de los gatos, pero no me dejan tener animales aquí —responde, sonriendo.

Pasamos a la cocina y me doy cuenta que es una de las comunes “cocinas integrales”, donde todo está cerca. El armario es de enmaderado y en la esquina se encuentra la nevera. En el centro está la cocina con horno incluido, al lado el lavamanos y hay una pequeña barra. Hay gavetas regadas a lo largo del armario y algunos compartimentos.

Desprende el toque hogareño de las cocinas latinas.

—Todo está muy pulcro —admito.

—Dale unos minutos a que empecemos a cocinar —dice, haciéndome sonreír—. Vamos a mejorar ese pozole tuyo.

Nos lavamos bien las manos y me tiende una bata de cocina con estampado de cuadros y gallinas. No puedo evitar reír mientras me recojo el cabello en un moño bien alto, tratando de que no quede ningún pelo suelto.

—Esto merece foto —digo, aún entre risas.

Él tiene el mismo estampado, solo que con pollitos. Posamos para la foto y nos reímos aún más al verla.

Me instruye para preparar mejor mi pozole, que será de pollo porque es lo que tiene en la nevera. Me va diciendo que debo y que no hacer mientras yo solita hago el trabajo, uno que lleva muchas horas.

Cuando el caldo está listo, lo sirvo con cuidado ya que tiene que verse bien al ojo del degustador. Algo importante que nos han enseñado desde el primer día es que el cliente primero come con los ojos y luego con la boca, si el platillo está mal presentado (por muy bueno que esté), no van a querer probarlo.

—Muy bien, ahora ¿qué quieres preparar? —Pregunta Cristian, que se acerca a aprobar el pozole y hace un gesto de gusto que me pone a pegar brinquitos de emoción—. Lo tuyo es mero nerviosismo al chef Guzmán. ¡Esto está riquísimo!

— ¿De verdad? —Pregunto, acercándome al plato que huele divino.

—Creo que tienes que trabajar es en tu confianza —dice y toma una cucharada del pozole y la extiende hacía a mí—. Cuando pruebes esto no vas a creer que fuiste tú, cosa que deberías empezar a hacer.

Abro la boca y dejo que la cucharilla se adentre en mi boca, para así saborear el caldo que preparé. Puedo sentir como los sabores explotan en mi boca y el orgullo me sube unos cuantos metros al cielo.

—Vamos con el pescado —digo, contenta.

—Yo iré comiendo pozole mientras te veo prepararlo —responde, sentándose en la barra.

Con mucha más confianza que antes, preparo el pescado y dorarlo a cada lado. Las especias con las que se cocina el pescado son alcaparras y orégano, también lleva chile y jitomate. Todo debe ser en porciones equilibradas para que el sabor no sea tan fuerte.

Cristian lo prueba y me da su visto bueno, diciéndome cosillas en las que debo mejorar. Me siento junto a él en la barra y me como el pescado que en serio me ha quedado bueno.

Tal vez estoy ansiosa por Mauricio, en realidad. Estoy tan enfocada en hacerle tragar sus palabras que me pone nerviosa el hecho de que no lo logre.

Pues eso tengo que cambiarlo, porque si no me hubiese topado con él igual estaría esforzándome al máximo por ser una de las mejores estudiantes. Esto lo tengo que hacer por mí, no por él.

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