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LIBRO 3: VERANO.Las estrellas bañaban el bosque en su luz tenue, y una tibia brisa del sur mecía el follaje a mis pies en la serena noche primaveral. Los pasos ágiles de Milo se acercaron desde la base de las rocas en las que se abría el Nicho, para alcanzarme en mi solitario mirador al tope del peñasco.—Alfa —saludó al llegar a mi lado, sentándose a mi derecha.No respondí, la vista perdida más allá de la cúpula del bosque, en las lucecitas vacilantes que señalaban la aldea. Allí, en el rincón noreste de aquel racimo de luces, dormía mi pequeña. Risa, mi compañera, mi amor. Había dejado el castillo con Ronda dos días atrás, y ahora se alojaba en casa de la sanadora, a pocos metros de los cultivos en sombras al este y la oscuridad del Bosque Rojo al norte.—Todo dispuesto —dijo Milo tras una larga pausa, rompiendo el silencio susurrante de la noche.Volví a asentir, incapaz de apartar la vista de la aldea
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Milo volteó con su caballo hacia el hombre que gritara y le respondió en voz alta y clara, para que todos lo escucharan.—Sus mujeres, las llaman. Las hijas que nunca vacilaron en entregar a cambio de seguir viviendo en nuestras tierras. Aquí se las traemos, para que vean la clase de mujeres que criaron.A pocos pasos de Milo, junto al pozo, Mora se irguió en su montura y señaló a las muchachas, enfrentando a la multitud con mirada centelleante.—Las muchachas que ven aquí son las elegidas de los últimos cinco inviernos —dijo—. Ninguna de ellas formó pareja desde que las llevamos a vivir con nosotros. A pesar de que las alimentamos, las cuidamos, las educamos, les dimos sobradas oportunidades de integrarse con nosotros y formar una familia. ¿Quieren saber por qué las traemos como las ven? Llevan las bocas cubiertas para que no puedan seguir esparciendo mentiras, y las manos sujetas para que no puedan volver a cometer actos de violencia.—Todas la
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Milo aguardó a que se calmara el alboroto causado por la madrastra de Risa y se irguió en su montura, mirando a su alrededor.—Ésta ha sido la última vez que elegimos humanas para procrear con nosotros —dijo—. Y es el fin de la llegada indiscriminada de humanos a nuestras tierras. Es momento de que hagan algo más que holgazanear y demandar privilegios que no se molestan por merecer.Sentí que Mendel se tensaba en la silla como yo, los dos atentos a cualquier movimiento sospechoso entre los humanos, pero sólo vimos muestras de sorpresa y miedo renovado.—De ahora en más, todas las familias con hombres en edad de portar armas sumarán al menos uno de ellos a nuestras fuerzas de defensa —agregó Milo, tan alerta como nosotros—. Los hombres en edad de luchar que no tengan familia también quedarán enrolados. Porque es tiempo que aprendan el costo de luchar por lo que tienen. Pero ya no vivirán aquí. Después del solsticio de verano, los únicos humanos autorizados a resi
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Estaba a punto de romperle el cuello a la anciana cuando la voz de Risa volvió a alcanzarme como una campanada dolorosa, que retumbó en mi cabeza y anuló mi control sobre mi propio cuerpo.Aun contra mi voluntad, mis dedos se aflojaron en torno a la garganta de la sanadora, que boqueaba al borde de la asfixia, y se habría desmoronado si Risa no hubiera corrido a sostenerla. Todos nos volvimos hacia ella conmocionados. ¿Cómo era posible que mi pequeña, una humana con la sangre manchada por un paria, usara la voz de mando? Y no un simple intento: nos había afectado a todos como sólo nuestra reina y madre tenía el poder de hacer.Aturdido, el aire escaso en mis pulmones, encontré la mirada estupefacta de Mendel, que me siguió cuando me apresuré hacia afuera.—¿Qué demonios? —jadeó apenas estuvimos al aire libre, todavía sacudido.Sólo pude menear la cabeza, sin saber qué responderle. Pero la situación distaba de haberse resuelto. Mis hermanos y mis sobrinos
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—Aquí estoy con tu pequeña —me avisó Mora poco después—. Sana y salva, no te preocupes.—Ya que estás con ella, hay algo que quiero que le preguntes —tercié, y le referí lo que sucediera inmediatamente después de que hirieran a Milo.—¿Me estás diciendo que te llamó con la mente? —exclamó Mora incrédula.—Sí, algo así. Lo hizo justo antes de saltarle encima al tercer espía. De no haber sido por ella, me habría matado. Y su intervención no sólo frustró el ataque, también me permitió atraparlo.—¡Háblame de agallas! Gran Dios, Mael, es todo tan extraño. Jamás imaginé que haría algo así por ti, ignorando quién eres para ella y con el miedo que parece tenerte. Veré qué puedo preguntarle
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Sin otra alternativa, me tragué mi frustración y crucé la calle hacia la casa donde llevaran a Milo, para pasar al menos unos minutos con él mientras interrogábamos a la sanadora sobre los espías. Pero apenas abrí la puerta, Ronda corrió a mi encuentro, cortándome el paso.—¿Una palabra, Alfa? —dijo, invitándome a volver a salir.Acepté sorprendido, porque era extraño que Ronda me buscara para hablar de nada. Tan pronto cerró la puerta tras ella, la soltó a hablar de forma tan atropellada que tuve que interrumpirla y pedirle que comenzara de nuevo.—Se trata de Tea, la sanadora —dijo con una mueca—. Quería pedirte que no la castigues por lo que hizo.Me limité a sostener su mirada en silencio, alzando las cejas. Ronda desvió la vista, meneando la cabeza levemente.—Tea perdió a sus tres hijos huyendo hacia aquí, hace muchos años, y lo único que le quedaba de ellos eran rizos de su cabello en unas botellitas. —Volvió a enfrentarme suplicante—. Estab
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—Alfa.El llamado vacilante de Milo me sobresaltó mientras cruzaba el Bosque Rojo hacia la aldea, y azucé mi caballo alarmado.—Aquí estoy. ¿Qué ocurre?—Ven a rescatarme de tantas mujeres, por favor.Sofrené al semental riendo por lo bajo. Mi hermano sonaba débil, pero bien despierto.—Ya, ya. Déjame buscarme algo de cenar e iré a cuidarte un rato.—Gracias.—¿Cómo te sientes?—Bien. La pequeña Luna me evitó una infección o algo así, y ahora me siento mucho mejor, aunque todavía tengo plata dentro, a juzgar por el ardor y la fiebre.—¿Dices que Risa te alivió?—Óyete nada más, tan orgulloso de ella. Te lo contaré cuando vengas.Volví a reír por lo bajo. Escucharlo me quitaba de encima una montaña de preocupación. Crucé la aldea al galope, por el camino paralelo al canal, y pronto estaba en el claro. Dejé mi semental al cuidado de los muchachos, que seguían allí custodiando a las humanas y que me tendieron
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—Distráeme. Falta un siglo para la medianoche.El reclamo de Milo me arrancó otra sonrisa, porque no precisaba que lo entretuviera, sino que buscaba distraerme a mí del manifiesto rechazo de Risa.—Sí, mi señor —respondí, imitando las maneras de mi pequeña cuando bromeábamos—. ¿De qué quiere que le hable mi señor?—Eres un bufón.—Mira quién habla.—El verano. ¿Qué puedo hacer para mantenerme ocupado? ¿Qué precisas que haga?Me tomé un momento para considerar su pregunta, porque en realidad, que él permaneciera en el Valle podía resultar por demás útil.—Hay que evitar que los animales del bosque se adueñen de esta aldea —dije al fin.—Los lobos cautivos —asintió.—Sí, y lo que ha quedado atrás. La cosecha, las aves de corral, el ganado. Sería un sacrilegio perder todo eso. El problema es que me llevaré a todos los que estarían en condiciones de ayudarte aquí.—No a todos. Seremos al menos media docena quienes nos
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Los establos estaban silenciosos cuando al fin pude poner fin a ese día aciago. Me detuve a la entrada, dejando que mi olfato aceptara la avalancha de olores y mis oídos reconocieran los pequeños ruidos en las sombras. Entre ellos, los latidos de un corazón que me hicieron sonreír. Allí estaba mi pequeña, en el entrepiso del heno, bajo la ventana abierta a la noche tibia y las estrellas. Dormía, aunque su sueño no era profundo ni apacible.Trepé la escalera de mano y me asomé lo indispensable para echarle un vistazo. Estaba hecha un ovillo sobre un mullido colchón de heno cubierto con su manto. Ver la cinta negra que dejara junto a su cabeza me arrancó un suspiro entrecortado de gratitud: se había dormido esperándome.Llegué a su lado con sigilo, cubrí sus ojos y me tendí a su lado, tras ella. Apenas descansé mi brazo en torno a su cintura, volteó a apretar la cara contra mi pecho, aunque no relajó su posición.—Te amo, pequeña —susurré besando su frente y cerra
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La marcha era lenta a un extremo exasperante, como si los aldeanos quisieran cobrarse por el castigo que les imponíamos. Cuando nos detuvimos al mediodía, habíamos cubierto menos de la mitad de la distancia que había estimado.­­­—A este paso nos llevará una semana —mascullé, viendo la deliberada falta de prisa de los humanos—. Garnik.—Alfa —respondió al instante mi sobrino desde el otro lado del grupo.—Reúnan todas las provisiones en una carreta y utilicen la otra para los niños más pequeños.—Sí, Alfa.A mi lado, Mendel esbozó una sonrisa sarcástica.—Bien pensado. No querrán que nos adelantemos con la comida y con sus hijos.—Con los humanos nunca se sabe —gruñí.Mi truco funcionó. Los pequeñines estaban encantados de apiñarse en la carreta, que sus madres rodearon para no perderlos de vista, manteniendo el paso sin inconvenientes. Al fin y al cabo, no que los bueyes avanzaran tan rápido. Sin embargo, los hombres pronto co
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