Todos los capítulos de El Alfa del Valle: Capítulo 21 - Capítulo 30
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Me senté junto a ella en el jergón y la hice girarse para que me enfrentara. Tuve que respirar hondo para contener mi impulso de arrancarle la venda de los ojos. Era tan injusto, me hacía sentir que me aprovechaba de lo precario de su situación para imponerle mi voluntad.Paso a paso, me recordé. Y decidí que lo mejor era comenzar por el principio.—¿Sabes por qué las muchachas de la aldea pueden casarse a partir de los quince años, pero no pueden ser elegidas para venir con nosotros hasta los diecisiete?Meneó la cabeza frunciendo un poco el ceño, con curiosidad.—Nuestra simiente es demasiado fuerte para las muchachitas como tú —expliqué—. Si quedan embarazadas, suelen morir en el parto, y aun si sobreviven, el bebé nace muerto y con malformaciones. Es por eso que fijamos ese límite de edad.—Oh… ¿Fue por eso que la otra noche…? ¿El ardor?—No —gruñí contrariado.Advertí que mi reacción la había hecho retrotraerse de nuevo. En cualq
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Al día siguiente, decidí que la tormenta que aún se demoraba sobre el Valle seguía sirviendo de excusa para quedarme allí con ella. No quería obligarla a estar todo el tiempo con los ojos vendados, y se me ocurrió que sería un buen momento para que comenzara a habituarse a mi presencia como lobo. Confiaba en que tener pelambre negra y ojos dorados como mi padre la ayudaría a perderme el miedo.De modo que descubrí sus ojos y salí a comer, porque me rugía el estómago. Al regresar, me eché junto al jergón frente al fuego, a esperar que despertara. Y a contemplarla, esta criatura inesperada que Dios pusiera en mi camino como un desafío. Para obligarme a hacer a un lado expectativas preconcebidas y prejuicios. Para que aprendiera a encontrar belleza y fortaleza más allá de las apariencias. Para que buscara la forma de allanar las incontables diferencias entre nosotros y hacerme amar por quien no tenía vínculos que la ataran a mí. Para que descubriera cómo convertirla en mi igual,
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Cenamos sentados lado a lado en el jergón, frente al fuego, y tuve el gusto de verla comer con verdadero apetito por primera vez. Dimos buena cuenta del conejo, las verduras y el caldo en el que se cocieran las verduras. Serví los arándanos en un cuenco y la dejé comiéndolos mientras sacaba a la cornisa el caldero y los magros restos del conejo, sin ánimos para limpiar en ese momento.—¿Dejarás todo afuera? —preguntó sorprendida.—Lo que menos necesitamos es que nos despierte un león de la montaña entrando por un bocadillo —dije regresando hacia ella, y se me ocurrió intentar un poco de humor, recordando cómo la conociera—. Ya suficiente con tu olor, que los atrae, según dicen.Para mi gran sorpresa, mi broma la hizo enrojecer y encogerse de vergüenza.—¿El Alfa se los contó? —preguntó en un
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Milo me dejó pasearme por mi estudio como fiera enjaulada, gruñendo ceñudo, evitando sus ojos.—Ya, Mael, te imprimaste. No hay muchas formas de decirlo.Me detuve bruscamente para girar hacia él como si me hubiera insultado. Milo rió por lo bajo, sosteniendo mi mirada fulgurante con las cejas un poco alzadas.—Eso es lo que intentabas decirme, ¿verdad?Le di la espalda para ir a detenerme ante la ventana, las manos en las caderas.—La pequeña que tú y Mora cuidan en el Atalaya, ¿no? —inquirió con suavidad—. ¿Y qué quieres hacer al respecto?—¿Hacer? —repetí enfadado—. ¡No hay nada que pueda hacer!—Ya. Planeas tener a nuestra futura reina prisionera en una cueva del bosque.—¡Es humana! ¡Es menor de edad! —repliqué iracundo—. ¡Se
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Fue en esos días que me explicó que su padre la había llamado así porque era lo que más había amado de su madre.—Siempre me pareció una broma de mal gusto —dijo encogiéndose de hombros—. Ya sabes, con lo que ha sido mi vida desde que comencé a cambiar hasta convertirme en cómo me veo ahora, nada más lejano a la risa que yo.Nos habíamos detenido junto a un arroyuelo en el bosque, y me dirigió una mueca que no llegaba a ser una sonrisa. Metí el hocico en el hueco de su cuello y la lamí hasta hacerla reír. Me rodeó el cuello con un brazo y estampó un beso en mi mejilla, frotando su cara contra mi pelambre.—Hasta que te conocí, mi señor —susurró—. Tú has llenado mi vida de luz y alegría, y de motivos para reír.En ese momento no pude decirle que ella hab&i
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La hice sentar en el taburete frente al arcón y corté su comida para que la venda en sus ojos no fuera un obstáculo. Yo, en tanto, me senté a comer a sus pies, junto al fuego.Mientras cenábamos, preguntó por la cacería que mencionara Mora. La guerra era lo último de lo que quería hablar con ella, y mis respuestas evasivas la disuadieron de insistir.—¿Tea no precisará ayuda con los refugiados? —preguntó entonces—. Siempre la ayudé a atenderlos.—Tu amiga sabe arreglarse sola —gruñí.No importaba si era cierto. No le permitiría volver a la aldea hasta que pudiera hacerlo con nosotros, en verano.Permaneció en silencio un momento antes de cambiar de tema, para preguntarme por el personal de servicio del castillo. ¿Qué había hablado con Mora?—Son madres cuyos hijos ya s
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El sendero corría paralelo a las montañas orientales del Valle, que descendían hacia el norte a convertirse en colinas. Los humanos ignoraban su existencia, y aunque agregaba varios kilómetros de camino, nos permitía ir y venir entre el castillo y el Bosque Rojo sin ser vistos. Milo ya había conducido a los nuestros por allí en la víspera, y seguía lo bastante despejado de nieve para que lanzáramos nuestros caballos al galope. Si queríamos llegar frescos para la lucha, lo mejor era dejar esa carrera de cuatro horas a nuestras cabalgaduras y ahorrar nuestra energía.Pasamos inadvertidos al otro lado de los campos de cultivo de la aldea al atardecer, y apenas nos reunimos con los nuestros, dejé a Kellan a cargo de los caballos para ir a reunirme con mi hermano. Declan llegaría en poco más de una hora, pues se había atrasado para acompañar a Brenan hasta el Atal
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El recibimiento de mi pequeña justificó haberla echado en falta la noche anterior, porque literalmente me tumbó en el jergón para cubrirme de besos y caricias. Su esencia dulce me envolvió, despertando mi deseo en un abrir y cerrar de ojos, y me entregué gustoso al reclamo de su boca, que me enloqueció sin demasiada gentileza, como si compartiera mi urgencia.—A eso llamo una bienvenida —musité, besando su frente cuando buscó refugio en mis brazos—. ¿Cómo estás, mi pequeña?—Bien, ahora que regresaste —murmuró, su aliento acariciando mi cuello.Nos dormimos así, bajo la piel de oso, nuestros cuerpos sudados y enredados en un estrecho abrazo. Despertó apenas intenté levantarme y se apretó contra mí.—Sigue durmiendo —le dije, rozando sus labios en un beso.—No puedo dormir sin ti —se quejó.No había cruzado el Valle para contrariarla, de modo que volví a estrecharla entre mis brazos hasta que se durmió otra vez.Caía la noche cuando mi estómago me obligó a dejarla. Cociné el conejo que
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Por desgracia, al día siguiente tuve que regresar al castillo, y pasaron al menos dos semanas antes que pudiera volver a quedarme varios días seguidos con ella. Aún regresaba al Atalaya cada noche, y tal vez me demoraba el día entero allí, porque saberla lejos se me hacía cada vez más difícil de sobrellevar.Además, no que hubiera demasiados asuntos urgentes que requirieran mi atención. Milo tenía todo bajo control. Y en el norte, Mendel defendía nuestras posiciones sin inconvenientes, y nos mantenía bien informados de los movimientos de los parias.Fue así como supimos que preparaban otra cacería. Lo más difícil resultó separarme de Risa para sumarme a los nuestros en el Bosque Rojo, porque mi pequeña no lograba contener su miedo y sus lágrimas. El resto fue lo de siempre: el puñado de fugitivos por la noche en la pradera,
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Ignoro si soltaron más humanos que de costumbre o se abstuvieron de matarlos antes que alcanzaran la pradera, pero eran al menos un centenar cuando superaron la cuesta. Y tras ellos venían casi una treintena de parias en lugar de la docena habitual, incluyendo al menos media docena de blancos. Ordené a Milo y mi primo Baltar que se llevaran a los más jóvenes para caerles encima por los flancos, una vez que pasara el grueso de los humanos, y Kian, uno de mis hermanos menores, alistó a los demás conmigo.Nuestra estrategia funcionó, pero los fugitivos eran tantos que entorpecían nuestros movimientos. Milo y yo intentábamos individualizar al nuevo general cuando advertimos lo que pasaba en el extremo norte de la pradera. Como siempre, los fugitivos habían dejado atrás a los más débiles, y los blancos se ensañaban con mujeres y niños.—¡Kian, cúbrenos con los muchachos! —ordené—. ¡Baltar, trae a los demás!A medida que nos acercábamos al grupo de blancos, los agudos gritos de dolor y terro
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