Todos los capítulos de El Alfa del Valle: Capítulo 31 - Capítulo 40
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A pesar de cuánto hubiera querido dirigirme directamente al Atalaya, consentí en regresar con los demás al castillo, para que terminaran de limpiar mi herida y la suturaran. Y aunque Marla me aseguró que una noche de sueño tranquilo y cómodo en mi cama obraría milagros, no pude pegar un ojo. Sabía que Mora había enviado un cuervo para que Brenan y Risa supieran que no llegaría hasta el día siguiente, pero imaginaba que mi pequeña se angustiaría, y me costó no largarme en medio de la noche.Al alba bajé a las dependencias de las sanadoras, donde Marla y Ronda me esperaban listas para cambiar los apósitos. Me dieron un té que sabía horrible para mitigar el dolor, comprobaron que la sutura mantenía cerrada la herida ya limpia de plata, y Marla intentó protestar cuando me negué a que volviera a entablillarme el brazo.Poco después me alejaba a caballo, tolerando los sacudones que enviaban ramalazos ardientes desde mi hombro hasta la punta de los dedos. No me importaba. Al final de esa caba
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Obedecí su sugerencia de aplicarme más ungüento mientras ella cortaba las verduras a tientas, preguntándome por lo que ocurriera en el Bosque Rojo. Le respondí con tanta vaguedad como me era posible, como siempre, porque la guerra no era algo de lo que me gustara conversar con ella. Y conforme hablaba, recordé las demandas descabelladas que le hiciera el jefe de cazadores a Milo.—¿Qué ocurrió, mi señor? —inquirió Risa en voz baja—. ¿Qué es lo que te tiene a mal traer?No me sorprendió que advirtiera mi súbito cambio de humor. Permaneció en silencio mientras yo intentaba decidir si dar voz a mis pensamientos.—Son tus congéneres, mi pequeña —dije al fin, sin molestarme por disimular mi contrariedad—. A veces me pregunto por qué seguimos tolerándolos.—¿A qué te ref
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Mora me aguardaba en la pradera, lista para justificarse antes que tuviera oportunidad de enfadarme con ella.—Aproveché que ya ha vuelto el buen tiempo y he reunido a las exploradoras, para explicarles qué necesitaremos de ellas este verano. Milo dice que precisaremos más, aunque no tengan experiencia, y no me siento capacitada para escogerlas. Lo siento, pero me pareció que no convenía demorar la selección hasta que regresaras del Atalaya. Tienen demasiado por aprender antes de partir.Troté hacia el castillo sin responder. Mal que me pesara, tenía razón. Era el primer día que la pradera amanecía libre de nieve, y el sol no tardaría en evaporar la escarcha. Si pretendía llevarlas con nosotros en verano, éste era el momento ideal para que las mujeres comenzaran su entrenamiento básico.—Me reuniré con ustedes en una hora —le dije ant
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La cabalgata de regreso al castillo fue igualmente angustiosa y apremiante. A pesar de que Risa había sobrevivido, aún no estaba fuera de peligro.Cuando al fin salimos del bosque, Ronda nos precedió hacia el jardín medicinal junto al ala oeste del castillo. Sofrenábamos nuestras cabalgaduras cuando se abrió una puerta en el nivel inferior, construido a medias bajo tierra, y Marla salió apresurada con otra sanadora.—¡Mora! —llamé, permitiendo que Brenan tomara a Risa de entre mis brazos.—Aquí estoy —respondió mi hermana, asomándose también.—Quédate con ella hasta que sepan cómo está.—Sí, Alfa.No fue fácil ver cómo se llevaban a Risa. Para evitar que advirtieran mi estado de ánimo, me alejé con los demás caballos hacia las cuadras.—&iques
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Una de esas mañanas, Mora me avisó que Kaile, la compañera de Mendel, quería reunirse con nosotros. Poco después nos sentábamos los cuatro a la mesa de mi estudio, que Kaile cubrió de páginas para conformar, como un rompecabezas, un intrincado árbol genealógico. Un solo vistazo a las numerosas interconexiones me bastó para comprender la expresión apesadumbrada de mi cuñada. Me incorporé para pasearme cerca del hogar, dejando que mis hermanos estudiaran el esquema a gusto.—¿Cuánto nos queda? —preguntó Mora alarmada—. ¿Dos generaciones? ¿Tres?—Una. Y sólo parcialmente —respondió Kaile desalentada.—¿A qué te refieres? —intervino Milo ceñudo.—Si no hallamos otros clanes para emparejarnos, sólo los hijos de humanas tienen asegurada la im
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Esa noche, desde mi solitario rincón del prado junto a la ventana de la sanadora, vi que mi pequeña seguía teniendo pesadillas a pesar de haber reaccionado. Regresé a mi estudio al alba, apesadumbrado y ansioso como las mañanas anteriores, y me resultó imposible conciliar el sueño. De modo que me envolví en mi bata de invierno y me dirigí al ala de huéspedes, desierta y silenciosa a esa hora, antes que las mujeres de limpieza comenzaran su jornada.Intenté aligerar mi humor taciturno recorriendo cada habitación. No podía encargar muebles nuevos para el dormitorio de Risa sin despertar curiosidades inconvenientes. En cambio, teníamos muebles de sobra en esa parte del castillo, que sólo se usaba para la reunión de los clanes en mayo, todos de excelente calidad. Serían una solución perfecta para este arreglo temporal.Después de desayunar, pasé el resto de la mañana en el campo de entrenamiento, aprovechando la actividad física para desahogar la angustia que aún me atorme
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Risa pasó otra mala noche, entre pesadillas y largos ratos despierta, en los que permanecía muy quieta, lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas. Y a mí se me encogía el corazón de verla así, debatiéndome entre mi urgencia por estar a su lado y el peligro innecesario que implicaba intentar acercarme a ella en ese momento. Pronto, me repetía mientras las estrellas giraban sobre mi cabeza. Pronto nos reuniríamos y ya no volveríamos a separarnos.Risa se levantó al alba, pálida y fatigada, y me obligué a apartarme de su ventana. Me alejé a los saltos hacia el bosque para cazar mi desayuno y desahogar mi impotencia.Ese día convoqué al consejo para la mañana siguiente, antes que Baltar dejara el Valle para relevar a Mendel. Eran mis primos quienes pondrían objeciones a mi plan, y quería que los que partían hacia el norte emprendieran viaje con un mandato claro del cual no pudieran desviarse.Al menos Brenan me dio buenas noticias por la tarde.—Risa pasó
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LIBRO 2: PRIMAVERA*El sol se ponía sobre la vasta planicie que se abría a nuestros pies, acotada por densos bosques al sudeste. Desde la cima de aquella colina baja, la única elevación en varios kilómetros a la redonda, Mendel señaló hacia el este, donde las primeras estrellas asomaban en la bruma que velaba las colinas lejanas.Estudié el terreno con el catalejo. Alcanzaba a adivinar la negra silueta de un castillo, y entre él y nosotros, las ruinas de una aldea donde combatiéramos el verano anterior. Recordaba el lugar, pero nunca habíamos llegado más allá de aquella aldea para evitar conflictos con el noble humano que gobernaba esas tierras.Le di el catalejo a Noreia, la jefa de exploradoras, y me volví hacia mi hermano.—¿Crees que podrían pasar inadvertidas? —inquirí.—Sólo si se disfrazan de humanas —respondió Mendel sin vacilar—. Hay dos iglesias entre nosotros y ese bosque, y supimos que en una de ellas funciona u
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Pronto se apartó un poco de mi costado, aún sonriendo entre lágrimas, y vi que forcejeaba por desatar la cinta negra, que llevaba anudada en torno a la muñeca de su brazo herido. Eso trajo su cara al alcance de la mía y la lamí con ímpetu.—No puedo atármela sola, mi señor —dijo con voz temblorosa, toda ella vibrando de alegría al mostrarme la cinta—. Te daré la espalda y la sostendré ante mis ojos para que tú lo hagas.Cambié sintiendo que el corazón me estallaría de una felicidad que nunca antes experimentara. Porque ella también estaba feliz. Y el único motivo de su felicidad era haberse reencontrado conmigo.Cubrí sus ojos con manos temblorosas y Risa se volvió para caer en mis brazos. La estreché contra mi pecho luchando por controlar mi emoción, besando su pelo y su frente, aspirando su esencia con ansiedad. Alzó la cara hacia mí, ofreciéndome sus labios, y la besé hasta quedarnos sin aliento.—Oh, mi pequeña, mi pequeña —suspiré volviendo a abrazar
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Su aliento tibio sobre mi piel me despertó al amanecer. Permanecí muy quieto, disfrutando la maravillosa certeza de tener a mi pequeña a mi lado, su brazo sano descansando sobre mi espalda y su pierna entre las mías, como solíamos dormir en el Atalaya. El fuego aún ardía en el hogar, llenando la habitación con el resplandor cálido, cambiante de las llamas.Risa se tendió boca arriba con una queja sofocada y recordé su brazo herido. Volteé en la cama para abrazarla volviendo a cerrar los ojos. Junto con el cansancio del viaje, una paz desconocida me colmaba.—Ni pienses en levantarte —murmuré.Ladeó su cara hacia mí y la sentí agitarse.—Ayúdame, mi señor. Se me ha desatado la cinta.Me dio la espalda y busqué los lazos sin abrir los ojos. Tan pronto aseguré la malhadada cinta, hundí la
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