Tres semanas después. Ya no podía soportar un día más de indiferencia. Ese fin de semana, Nathan, al dejar a su hijo en casa de su ex, aprovechó para pedirle unos minutos de conversación. —Tengo algunos pendientes —se excusó ella. —No creo que no puedan esperar cinco minutos —replicó él—. Es necesario que hablemos. Ariadna soltó un profundo suspiro. —¿Dime? —Le hizo una seña con el dedo, con la intención de que bajara la voz, pues Adriel jugaba en la sala. Nathan asintió. —Sé que piensas que me viste con alguien, y no es así —dijo, y tomó aire—. Bueno, sí, pero era Tania, la esposa del anciano Milán, y no es lo que parece. —Oh, así que la situación es peor de lo que imaginaba —dijo ella, con una mezcla de decepción y preocupación en sus ojos—. Nathan, amas los problemas. ¿No puedes estar tranquilo por un momento? —¿De qué hablas? —Él alzó una ceja, confundido. Ariadna le indicó que bajara el tono de su voz. —Esa mujer está casada. Nathan, si ese hombre descubre lo que haces…
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