—Arreglaré todo el desastre que causé, volveré a hacerla feliz —murmuraba Abel de rodillas en la capilla del hospital al cual había traslado a su esposa—, no me la quites por favor —suplicó mirando la imagen de Cristo—, si el precio que debo pagar por vengarme es no estar a su lado, lo aceptaré, pero no te la lleves —sollozó con desespero.Luego de desahogarse en la capilla volvió a la sala de espera, deambulaba de un lado a otro, como un desquiciado, sin tener respuesta. Pasaron tres horas hasta que un médico apareció.—¿Cómo está mi mujer? —cuestionó con desespero.El especialista se aclaró la garganta.—Es un milagro que esté con vida, sufrió un neumotórax, debido a la caída uno de sus pulmones colapsó, además tiene varios politraumatismos menores —indicó—, su estado es delicado, no le voy a mentir, además tuvimos que practicarle un legrado, lo lamento, su esposa perdió el bebé.Abel palideció por completo, parpadeó sin poder entender lo que escuchaba; su corazón sintió un pinchazo
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