Semanas después, llegó el día del juicio. Julia, la madre de Abel, había logrado comunicarse con la señora Duque, aquella charla provocó un acercamiento entre ellas, la historia de la niñez de Abel en aquel pueblo lleno de guerrilleros conmovió a María Paz, sin embargo, las pruebas del incendio lo culpaban de la muerte de su hija.
Todos los miembros de la familia Duque llegaron al juzgado. Y se fueron acomodando en las respectivas sillas.
Abel salió por una puerta, esposado, vestía un elegante traje gris, y camisa negra, seguía de luto por la muerte de Malú. Observó cómo sus suegros y cuñados lo miraban con reproche.
«Soy inocente» dijo en su mente.
Una vez que el juez entró, se procedió al juicio. Los hombres que provocaron el incendio, expresaron que semanas antes habían sido contactados por Abel, eso era cierto, pensaba quemar parte de la cosecha y ocasionar pérdidas, pero desistió.
—Yo les pedí que no lo hicieran —rugió.
—Silencio —respondió el magistrado y golpeó con su mazo.
Abel apretó los puños, guardó silencio, miró a aquel hombre con profunda seriedad.
—Jamás nos llamó a decir que no hiciéramos el trabajo, al contrario, nos pidió que quemáramos los cafetales —indicó el sujeto.
Abel sentía que la sangre hervía por sus venas, cada vez se sentía más impotente. Así pasaron los testigos, apareció Martín.
—Abel y yo éramos amigos de infancia, yo estaba sin trabajo, y nos encontramos, tomamos un café y me relató sus planes de venganza, yo nunca estuve de acuerdo —indicó—, pero mi situación económica es difícil, así que acepté —comunicó.
Abel plantó su vista en Martín, y ahí comprendió que jamás fue su amigo, era un hombre lleno de envidia y resentimiento. Gruñó bajito cada vez que lo escuchaba hablar.
—Cuando me propuso incendiar la hacienda, renuncié —explicó—, y ya no seguí trabajando para él.
Luego de escuchar el testimonio de Martín, el juez pidió unos minutos para deliberar. A Abel no le importaba ser condenado.
«Ese es el precio que debo pagar por haberte lastimado» se decía en la mente. Abría y cerraba sus puños.
—Apelaremos —susurró Leticia.
Abel no respondió nada. La audiencia se instauró nuevamente. El juez miró al acusado y le pidió ponerse de pie.
—Señor Abel Zapata, esta sala lo considera culpable de la muerte de la señora María Luisa Duque.
Abel irguió su barbilla, el corazón le retumbaba con violencia.
—Por lo tanto, se le sentencia a la pena máxima de cuarenta años de prisión. —Golpeó con el mazo y abandonó el salón.
Abel cerró los ojos.
—Acepto mi condena —susurró, pero no se refería a los años en prisión, sino al haber perdido a Malú para siempre.
Julia desde su lugar, sollozó con fuerza.
—¡No es justo! ¡Mi hijo es inocente! —gritaba a viva voz.
Entre tanto la familia Duque consideró que se había hecho justicia.
*****
—¿En dónde estoy? —cuestionó Malú al despertar luego de varios días de inconsciencia. Observó al hombre parado junto a ella. Sus facciones eran duras, la expresión de su rostro sombría, sus ojos destilaban un brillo malévolo. Cuando se aproximó a ella, Malú retrocedió en la cama se encogió.
—No me tengas miedo, bonita —expuso con voz suave. —¿No me reconoces? —cuestionó con curiosidad.
Malú negó con la cabeza, parpadeó.
—No sé quién soy —expresó con voz débil. —¿Qué hago aquí? —cuestionó, observó por todo lado, miró las camillas, y las sábanas blancas, además el aroma a alcohol se inundó por sus fosas nasales.
—Tuvimos un accidente —mintió—, te golpeaste la cabeza, has estado varios días sin despertar —comunicó—, le avisaré al médico para que te revise.
Para Malú todo era confuso, no recordaba absolutamente nada, su memoria se había borrado por completo. El médico le informó a Martín, sobre lo ocurrido, y él aprovechó la situación.
—¿Cuál es mi nombre? —indagó con curiosidad Malú, temerosa de aquel hombre que le hablaba con tanta familiaridad. —¿Quién eres?
—Te llamas Fátima Mendoza, y yo soy tu esposo: David Orellana.
—¿Mi esposo? —cuestionó arrugando el ceño.
*****
Mompox, Dpto de Bolívar, Colombia.
Un mes después.
Martín llevó a Malú a aquella antigua población, alejada de todo, y de todos.
—Bienvenidos a este lugar, la gente Momposina es muy amable —indicó la casera, que les iba a rentar una humilde casita.
—¿Momposina? —cuestionó Malú, aquel nombre captó su atención. A pesar de que tenía una pérdida total de memoria, esa palabra le pareció conocida.
Martín resopló, se llevó la mano a la frente. No pensó en aquel detalle.
—¿Nos indica la casa? —cuestionó con seriedad a la mujer—, mi esposa debe descansar.
—Por supuesto —respondió la casera, enseguida introdujo la llave en una antigua cerradura, y abrió el gran portón de madera.
La casa tenía techos muy altos, amplias ventanas de madera, el piso era de baldosa, y tenía un aspecto colonial. Grandes paredes, arcos que dividían el comedor de la sala.
Los muebles eran rústicos, sencillos. La casa era de una sola planta, la habitación principal, tenía una vista maravillosa al jardín, donde árboles ornamentales adornaban el sitio.
—¿Te gusta, amor? —cuestionó Martín.
María Luisa pensativa, miraba por todo lado, la residencia era sencilla, bonita y acogedora. Se sobresaltó cuando sintió que su esposo la abrazaba. Parpadeó, aquel sitio le era familiar, pero sabía que jamás había estado en Mompox.
«Esta decoración me es familiar» se dijo en la mente, pero cada vez que intentaba forzar su memoria, una fuerte cefalea la aquejaba.
—Es lindo —respondió, e intentó soltarse del agarre de él.
Malú no sabía por qué extraña razón, aún no le tenía confianza a su marido, y no le agradaban sus muestras de cariño. Además, tenía sueños confusos, con otro hombre, al que no lograba ver bien su rostro.
—Me alegra que te guste —dijo Martín.
—Me duele mucho la cabeza. —Se quejó y tomó asiento en la cama.
—Debes descansar, voy a traerte agua para tus medicinas —propuso Martín, y miró a la casera, esperando que se marchara.
—Soy Soledad Álvarez, cualquier cosa que necesiten estoy en el restaurante del frente —informó.
—Gracias —respondió Malú, ladeó los labios levemente. Suspiró profundo. Se recostó y una vez que se quedó a solas, se abrazó así misma, cada vez intentaba recordar, pero era imposible, su mente era un caos.
****
Abel en prisión cada domingo, recibía la visita de su madre, esta vez ella le había llevado una carta de un antiguo amigo de él: El padre Teodoro, un religioso dedicado a evangelizar en los pueblos, y a hacer mucha ayuda social.
«Mi querido Abel, espero que la palabra de Dios, logre aplacar tu condena, a diario rezo por ti, pidiendo que se haga justicia. Sabes bien que yo creo mucho en los milagros, y estoy convencido de que eres inocente, por eso cuando salgas, te tengo mucho trabajo en Mompox»
—Como si fuera a salir, ya. —Resopló Abel, sosteniendo la carta.
Recordó que cuando apenas se graduó en ingeniería civil, Mompox fue el primer pueblo que visitó al volver a Colombia, había ido a visitar a su amigo, el padre Teo, y con él habían recorrido poblaciones que requerían con urgencia carreteras.
Abel había prometido ayudar a esa gente de pueblos olvidados, pero esa promesa ahora era un sueño lejano.
—Quizás algún día, vuelva a Mompox. —Suspiró profundo.
Seis meses después.Los días en prisión no habían sido nada fáciles para Abel; sin embargo, aprendió a sobrellevar su destino, pero lo que no sanaba era su alma, el recuerdo de Malú seguía latente como el primer día. —Zapata, te llego esto —indicó un guardia, y le entregó un sobre. Abel arrugó el ceño, se quedó pensativo. Tomó la carta, liberó un suspiro al ver que otra vez se trataba de su antiguo amigo: El padre Teodoro, a quién conocía desde la niñez. «Querido Abel, espero que tus días en prisión, te hayan servido para reflexionar, y hayas comprendido que la venganza solo lastima a quién la busca»Abel leyó aquellas líneas, la barbilla le tembló. Se sentó en la cama, y prosiguió dando lectura a las palabras que el religioso le escribió.En aquel papel le decía que estaba a cargo de un hospital de escasos recursos en Mompox, que había logrado algunos avances, pero requería ayuda.Abel empezó a sacar las fotografías, y las iba mirando una a una, hasta que una en especial captó s
Malú jugaba con los niños del pueblo a lanzar piedras al río. Sonreía con los pequeños, y así no pensaba en los sucesos que la atormentaban.—Hola, cariño —susurró la voz de un hombre, que la tomó de la cintura. —¿Me extrañaste? —indagó.Malú volvió a percibir esa extraña sensación de aversión hacia su esposo, inhaló profundo, fingió sonreír.—Claro, solo que no avisaste qué vendrías —comunicó.—Parece que no te da gusto verme —reclamó él, sintiéndose ofendido.Malú se aclaró la garganta.—Las cosas no son así, me sorprendiste es todo.—Vamos a casa —ordenó él—, anhelo tanto estar junto a mi mujer. —La recorrió de pies a cabeza.Malú percibió un escalofrío, en ocasiones le daba miedo que él, la forzara a cumplir con sus deberes de esposa, siempre le pedía a Dios, porque las cosas no sucedieran de ese modo. Ladeó los labios, y caminó junto a él, no muy feliz.****Un mes había pasado desde el descubrimiento que hizo Abel, no era día de visitas, cuando le informaron que tenía una. Sal
María Luisa caminaba por los fríos pasillos del hospital, de un lado a otro, percibiendo su pecho agitado, ansiaba saber el estado de salud del hombre al que había atropellado. «Pobre forastero, realmente espero que esté bien, pero si mi marido supiera que me he metido en problemas, ¡Me regañará hasta el cansancio!» hablaba consigo misma, mentalmente. «¡No quiero decírselo! Pero si este hombre muere, ¿qué voy a hacer? ¡¿Cuándo saldrá el médico?!»Sus mejillas ardían de ansiedad, así que se refrescó, dándose toquecitos con sus dedos fríos para intentar calmarse.“¡Malú, Mi amor!"Por un momento, la escena que acababa de presenciar se le vino a la mente de repente, cuando aquel desconocido le rozó con los dedos, y sintió un extraño cosquilleo. Sintió que realmente le estaba hablando y que ella era esa mujer: Malú¡«No, no, no! ¡No es posible! ¡Debe estarme confundido con otra persona!»—¡Fátima! La voz del único médico del pueblo, la sobresaltó y la sacó de sus cavilaciones. —¿Cómo
Malú permanecía estática. Cuando sus ojos se encontraron con los de él, su corazón vibró, las palabras de él, la conmovieron tanto, que no lograba reaccionar, ni pronunciar palabra. —Cálmese —solicitó cuando la voz volvió a aparecer en su garganta—, me confunde con otra persona —expresó sin entrar en más detalles, intentó soltarse del agarre de él, pero era inútil, el hombre la sostenía con desesperación.—No vuelvas a alejarte, quédate a mi lado —suplicó él, sin soltarla. Abel intentó sentarse, ansiaba abrazarla, saber que era real, y no un espejismo, pero cuando lo hizo, todo se movió a su alrededor, se agarró la cabeza, y frunció el ceño. —Es usted muy necio —rebatió Malú—, voy a llamar a un médico, no se mueva. Como pudo se soltó del agarre de él, nerviosa y conmovida por aquel extraño encuentro, salió al pasillo, a buscar al médico.****En horas de la tarde Malú no apareció por la habitación de Abel, tenía mucho trabajo con los niños de la casa hogar, que le fue imposible ir
—¿En dónde diablos estabas? —vociferó David, observando a Malú, quién apenas llegaba a casa. La mujer se sobresaltó, pegó un brinco de la impresión. Cómo si no hubiera sido suficiente todo lo que vivió junto a ese misterioso forastero, ahora para inundar más su tensión nerviosa, aparecía su esposo de improviso. —¡David! Yo, eh… me quedé en el hospital, hubo heridos. —¿Heridos? ¿En este pueblo? —cuestionó aproximándose más a ella. Malú retrocedió, inhaló profundo. —¿Por qué actúas así? —indagó—, no he hecho nada malo, solo mi trabajo. —¿Por qué mientes? —gritó y la tomó por los hombros, la zarandeó. Malú abrió sus ojos de par en par, la mirada oscura de su marido, le dio miedo, un escalofrío recorrió su columna. —Yo no digo mentiras —balbuceó. —¿Quién fue el hombre a quién atropellaste? Malú palideció por completo, miró a su esposo con asombro. «¿Cómo sabía él, cada paso de ella?» se cuestionó en la mente. —¿Me tienes vigilada? ¿No confías en mí? —rebatió. Se sacudió del ag
—¡Fue el bastardo de Martín! —gruñó Abel al otro lado de la línea hablando con su mejor amigo Eduardo—, el infeliz se hace pasar por el esposo de ella. En ese instante Abel guardó silencio, se quedó pensativo, un escalofrío recorrió su médula espinal, colgó la llamada. —Espero no se haya atrevido a tocarte —vociferó caminando con un león en cautiverio por la alcoba—, sería lo más bajo, no tienes madre —resopló, y se estremeció, al recordar la mirada llena de tristeza de Malú. —Voy a rescatarte cariño, y juro que compensaré todo el daño que te causé, lo prometo —sentenció. Bebió de un solo golpe un sorbo de agua, y de nuevo su móvil sonó. —¿Qué pasó? —indagó—, cortaste la llamada de un momento a otro. Abel se desahogó con su amigo, le contó sobre sus inquietudes con respecto a Martín. —No quiero ser cruel, pero existe esa posibilidad, él le dice que es su esposo, y ella debe cumplir. —¡No! —gritó Abel con desesperación—, en este momento voy a ir a romperle la cara a ese infeliz
Faltaban treinta minutos para que el reloj marcara las siete de la noche. Abel se miraba al espejo, ansioso, rememoraba la primera cita que tuvo con Malú, aquella vez en la playa. —Debo hacer que recuerdes —se dijo para sí mismo, justo en ese instante una llamada lo sacó de sus cavilaciones. Frunció los labios al ver que era Leticia. —¿Qué sucede? —indagó. —Buenas noches —saludó ella—, tenemos problemas, hay una ruptura estructural de una represa, debes venir de inmediato. Abel no podía moverse de Mompox, no ahora que había encontrado a Malú, y que sabía que la vida de ella estaba en peligro junto a Martín. —No puedo ir, dile a Eduardo que se haga cargo, él está capacitado también. —Eduardo tiene demasiado trabajo, está pendiente de la construcción del puente en el Quindío. —No puedo ir —sentenció Abel. —Te recuerdo que eres dueño también de esta empresa, ¿en dónde diablos estás? —Ya te dije, y no tengo por qué informarte acerca de mi vida. —Colgó la llamada. ****
Malú abrió los ojos de par en par al escuchar lo último que exclamó Abel. —¿Él no es qué? —indagó sintiendo como los latidos de su corazón se acrecentaban. Abel se aclaró la garganta, inhaló profundo, estuvo a punto de cometer una indiscreción y debía calmarse, no podía actuar por impulso. —Discúlpame, me he expresado mal, lo que intento decir es que él no es tu dueño, y que tú puedes decidir con respecto a tu vida. —Tienes razón, pero yo no tengo dinero para un especialista. —Frunció los labios. —Por eso no te preocupes, el padre Teo me ha dicho que colaboras en el hospital, pero no recibes un sueldo. —Se aproximó a ella con cautela, y se colocó en cuclillas. —¿Te gustaría trabajar para mí? La azulada mirada de Malú resplandeció ante la propuesta, pero luego pensó en que su esposo no estaría de acuerdo, sin embargo, las palabras de Abel, eran ciertas, David, no era su dueño, no podía seguir manejando la vida de ella a su antojo. —Pero… yo no quiero causarle problemas, no sé si