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Capítulo 6: ¿Quién soy?

Semanas después, llegó el día del juicio. Julia, la madre de Abel, había logrado comunicarse con la señora Duque, aquella charla provocó un acercamiento entre ellas, la historia de la niñez de Abel en aquel pueblo lleno de guerrilleros conmovió a María Paz, sin embargo, las pruebas del incendio lo culpaban de la muerte de su hija. 

Todos los miembros de la familia Duque llegaron al juzgado. Y se fueron acomodando en las respectivas sillas. 

Abel salió por una puerta, esposado, vestía un elegante traje gris, y camisa negra, seguía de luto por la muerte de Malú. Observó cómo sus suegros y cuñados lo miraban con reproche. 

«Soy inocente» dijo en su mente. 

Una vez que el juez entró, se procedió al juicio. Los hombres que provocaron el incendio, expresaron que semanas antes habían sido contactados por Abel, eso era cierto, pensaba quemar parte de la cosecha y ocasionar pérdidas, pero desistió. 

—Yo les pedí que no lo hicieran —rugió. 

—Silencio —respondió el magistrado y golpeó con su mazo. 

Abel apretó los puños, guardó silencio, miró a aquel hombre con profunda seriedad. 

—Jamás nos llamó a decir que no hiciéramos el trabajo, al contrario, nos pidió que quemáramos los cafetales —indicó el sujeto. 

Abel sentía que la sangre hervía por sus venas, cada vez se sentía más impotente. Así pasaron los testigos, apareció Martín. 

—Abel y yo éramos amigos de infancia, yo estaba sin trabajo, y nos encontramos, tomamos un café y me relató sus planes de venganza, yo nunca estuve de acuerdo —indicó—, pero mi situación económica es difícil, así que acepté —comunicó. 

Abel plantó su vista en Martín, y ahí comprendió que jamás fue su amigo, era un hombre lleno de envidia y resentimiento. Gruñó bajito cada vez que lo escuchaba hablar. 

—Cuando me propuso incendiar la hacienda, renuncié —explicó—, y ya no seguí trabajando para él. 

Luego de escuchar el testimonio de Martín, el juez pidió unos minutos para deliberar. A Abel no le importaba ser condenado. 

«Ese es el precio que debo pagar por haberte lastimado» se decía en la mente. Abría y cerraba sus puños. 

—Apelaremos —susurró Leticia. 

Abel no respondió nada. La audiencia se instauró nuevamente.  El juez miró al acusado y le pidió ponerse de pie. 

—Señor Abel Zapata, esta sala lo considera culpable de la muerte de la señora María Luisa Duque. 

Abel irguió su barbilla, el corazón le retumbaba con violencia. 

—Por lo tanto, se le sentencia a la pena máxima de cuarenta años de prisión. —Golpeó con el mazo y abandonó el salón. 

Abel cerró los ojos. 

—Acepto mi condena —susurró, pero no se refería a los años en prisión, sino al haber perdido a Malú para siempre. 

Julia desde su lugar, sollozó con fuerza. 

—¡No es justo! ¡Mi hijo es inocente! —gritaba a viva voz. 

Entre tanto la familia Duque consideró que se había hecho justicia. 

*****

—¿En dónde estoy? —cuestionó Malú al despertar luego de varios días de inconsciencia.  Observó al hombre parado junto a ella. Sus facciones eran duras, la expresión de su rostro sombría, sus ojos destilaban un brillo malévolo. Cuando se aproximó a ella, Malú retrocedió en la cama se encogió. 

—No me tengas miedo, bonita —expuso con voz suave. —¿No me reconoces? —cuestionó con curiosidad.

Malú negó con la cabeza, parpadeó. 

—No sé quién soy —expresó con voz débil. —¿Qué hago aquí? —cuestionó, observó por todo lado, miró las camillas, y las sábanas blancas, además el aroma a alcohol se inundó por sus fosas nasales.

—Tuvimos un accidente —mintió—, te golpeaste la cabeza, has estado varios días sin despertar —comunicó—, le avisaré al médico para que te revise.

Para Malú todo era confuso, no recordaba absolutamente nada, su memoria se había borrado por completo. El médico le informó a Martín, sobre lo ocurrido, y él aprovechó la situación.

—¿Cuál es mi nombre? —indagó con curiosidad Malú, temerosa de aquel hombre que le hablaba con tanta familiaridad. —¿Quién eres?

—Te llamas Fátima Mendoza, y yo soy tu esposo: David Orellana.

—¿Mi esposo? —cuestionó arrugando el ceño.

  

*****

Mompox, Dpto de Bolívar, Colombia. 

Un mes después.

Martín llevó a Malú a aquella antigua población, alejada de todo, y de todos. 

—Bienvenidos a este lugar, la gente Momposina es muy amable —indicó la casera, que les iba a rentar una humilde casita. 

—¿Momposina? —cuestionó Malú, aquel nombre captó su atención. A pesar de que tenía una pérdida total de memoria, esa palabra le pareció conocida. 

 Martín resopló, se llevó la mano a la frente. No pensó en aquel detalle. 

—¿Nos indica la casa? —cuestionó con seriedad a la mujer—, mi esposa debe descansar. 

—Por supuesto —respondió la casera, enseguida introdujo la llave en una antigua cerradura, y abrió el gran portón de madera. 

La casa tenía techos muy altos, amplias ventanas de madera, el piso era de baldosa, y tenía un aspecto colonial. Grandes paredes, arcos que dividían el comedor de la sala. 

Los muebles eran rústicos, sencillos. La casa era de una sola planta, la habitación principal, tenía una vista maravillosa al jardín, donde árboles ornamentales adornaban el sitio. 

—¿Te gusta, amor? —cuestionó Martín.

María Luisa pensativa, miraba por todo lado, la residencia era sencilla, bonita y acogedora. Se sobresaltó cuando sintió que su esposo la abrazaba. Parpadeó, aquel sitio le era familiar, pero sabía que jamás había estado en Mompox. 

«Esta decoración me es familiar» se dijo en la mente, pero cada vez que intentaba forzar su memoria, una fuerte cefalea la aquejaba. 

—Es lindo —respondió, e intentó soltarse del agarre de él.

Malú no sabía por qué extraña razón, aún no le tenía confianza a su marido, y no le agradaban sus muestras de cariño. Además, tenía sueños confusos, con otro hombre, al que no lograba ver bien su rostro.

—Me alegra que te guste —dijo Martín.

—Me duele mucho la cabeza. —Se quejó y tomó asiento en la cama. 

—Debes descansar, voy a traerte agua para tus medicinas —propuso Martín, y miró a la casera, esperando que se marchara. 

—Soy Soledad Álvarez, cualquier cosa que necesiten estoy en el restaurante del frente —informó. 

  —Gracias —respondió Malú, ladeó los labios levemente. Suspiró profundo. Se recostó y una vez que se quedó a solas, se abrazó así misma, cada vez intentaba recordar, pero era imposible, su mente era un caos. 

****

Abel en prisión cada domingo, recibía la visita de su madre, esta vez ella le había llevado una carta de un antiguo amigo de él: El padre Teodoro, un religioso dedicado a evangelizar en los pueblos, y a hacer mucha ayuda social. 

«Mi querido Abel, espero que la palabra de Dios, logre aplacar tu condena, a diario rezo por ti, pidiendo que se haga justicia. Sabes bien que yo creo mucho en los milagros, y estoy convencido de que eres inocente, por eso cuando salgas, te tengo mucho trabajo en Mompox»

—Como si fuera a salir, ya. —Resopló Abel, sosteniendo la carta. 

Recordó que cuando apenas se graduó en ingeniería civil, Mompox fue el primer pueblo que visitó al volver a Colombia, había ido a visitar a su amigo, el padre Teo, y con él habían recorrido poblaciones que requerían con urgencia carreteras. 

Abel había prometido ayudar a esa gente de pueblos olvidados, pero esa promesa ahora era un sueño lejano. 

—Quizás algún día, vuelva a Mompox. —Suspiró profundo. 

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