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Capítulo 4: ¡Quiero volver a casa!

María Luisa se removía entre sueños, en su pesadilla, veía a Abel, carcajeando. Escuchaba risas, murmullos, lo vio alejarse y luego se vio así misma envuelta en llamas. 

—¡No! —gritó y despertó sudando; se sentó de golpe percibiendo que todo daba vueltas a su alrededor. Percibía un agudo dolor de cabeza, todo era confuso. —¿En dónde estoy? —cuestionó.

De pronto la puerta de la alcoba se abrió, intentó enfocar su vista en esa persona, pero todo era obscuridad. 

—Tranquila bonita —escuchó en la voz de un hombre—, estás a salvo, te rescaté del fuego. Hubo un incendio. 

María Luisa intentó pensar con claridad, no lograba poner en orden sus ideas.

—Estoy confundida. —Miró al hombre y lo reconoció. —¿Martín? ¿Qué hago aquí? ¿En dónde estoy? —cuestionó pensativa. 

Él le acarició las mejillas, la observó con atención. 

—Tranquila, te rescaté del incendio que Abel provocó —informó. 

Malú sintió un pinchazo en el pecho, entonces recordó todo: el fuego, ella en medio de las llamaradas, los cafetales incendiados. 

—¿Abel? —indagó balbuceando. —¿Por qué dices que él causó el incendio? —cuestionó agitada, intentó ponerse de pie, pero cuando lo hizo, todo dio vueltas a su alrededor. 

—Te voy a explicar —indicó, y empezó a narrar los hechos a su conveniencia. 

****

—¡Confiesa! —espetó un oficial a Abel, metiendo la cabeza del hombre en agua helada, casi ahogándolo.

Abel sentía que el agua se colaba en sus pulmones, se le dificultaba respirar, intentaba ser más fuerte que el oficial, pero le era imposible liberarse, estando esposando.

—¡Soy inocente! —exclamó en repetidas ocasiones.

Cuando lo dejaron casi sin aliento, lo tiraron en el piso.

—¡No va a decir nada! —masculló uno de los investigadores y lo pateó en el estómago.

Enseguida salió hacia donde estaba el fiscal.

—Sostiene la mentira —informó.

—¿En dónde tienen a mi hijo? —cuestionó interrumpiendo en la oficina del fiscal, una mujer de edad media, de vestimenta sencilla, cabello rizado con algunas canas.

—¿Quién es usted? —cuestionó el fiscal poniéndose de pie con profunda seriedad.

—Soy la madre de Abel Zapata, y exijo ver a mi hijo —solicitó.

—Señora: usted no está en posibilidad de exigir nada, su hijo es un delincuente, y tiene prohibidas las visitas. 

La mujer palideció, se recargó en una pared al escuchar la forma tan despectiva en la que el fiscal se refirió a su hijo.

—Abel no es ningún delincuente —espetó sollozando. 

—Eso lo veremos, salga —ordenó el fiscal. 

La madre de Abel salió de aquella oficina con el corazón destrozado, se sentó una fría banca metálica. 

—¿Qué hiciste hijo? —balbuceó gimoteando—, no debí aceptar jamás ayuda de Luz Aída, pero no tenía a quién más recurrir, nunca pensé que te manipulara. —Suspiró desanimada—, ni que la prefirieras a ella, por encima de todo, y de todos, hasta arruinar tu vida. —Se cubrió el rostro con ambas manos, llorando con fuerza, llena de impotencia. 

****

Horas más tarde, tan solo la penumbra envolvía aquella alcoba en la cual Malú despertó. De nuevo aquel dolor de cabeza la mareó. Frunció la frente. 

—Necesito volver a casa —susurró bajito—, mi familia no puede creer que estoy muerta. —Un escalofrío recorrió su médula espinal. Entonces se cuestionó, si hacía bien en confiar en Martín.

Él se había comportado como un buen amigo, le abrió los ojos con respecto a Abel, pero ¿qué tan sincero era?

—¿Por qué no me permite ver a mi familia? —se cuestionó susurrando—, ni siquiera me dejó llamarlos, sigue diciendo que Abel planeó todo, ¿qué demonios está tratando de hacerme?

Era la pregunta que ahora rondaba por la mente de María Luisa, entonces miró por los ventanales y se dio cuenta de que todo estaba oscuro. La penumbra del entorno aumentó sus sospechas.

«No estoy siendo secuestrada por él, ¿verdad?» se preguntó a sí misma.

Se puso de pie y salió con sigilo, necesitaba saber en qué sitio se encontraba.

Sus frágiles pies desnudos transitaban por la baldosa del piso del pasillo. Malú se aferraba a las paredes, para no tropezar. Tan solo se escuchaba el trinar de las aves nocturnas, y una cerradura que giró. 

De pronto percibió que el corazón se le iba a salir del susto, cuando alguien encendió las luces.

—¿Requieres algo? —indagó Martín en voz alta. 

Malú levanto la cabeza bruscamente solo para darse cuenta de que él se acercaba demasiado.  Extendió la palma de su mano para indicar que se detenga. Inhaló profundo.

—No, gracias.

Se vio tentada a pedirle un poco de agua, la garganta se le secaba, pero en ese instante, a pesar de que Martín se había comportado con ella como un buen amigo, una extraña sensación la abordó: Estaban en un sitio extraño, oscuro, y le hablaba en tono alto y áspero, esas no eran buenas señales. 

—Tienes que volver a la alcoba. Por tu bien, te ves cansada. 

—¿En dónde estoy?

—En algún lugar en el mundo. Créeme, estás en un lugar al cien por ciento seguro.

—Estás evitando mi pregunta —expresó clavando su azulada mirada en él—. No me gusta sentirme encerrada.

—Estás bromeando Malú —bufó. —¿Quién te va a encerrar? Tienes la libertad de pasear por aquí, tranquila. 

—Quiero llamar a mi familia —solicitó con firmeza. 

—¡Te he dicho que no puedes llamar a tus padres! —Martín elevó el tono de voz. 

—¿Tienes que controlarme en todo lo que hago? —cuestionó ceñuda—. Creo que lo que estás haciendo va más allá de los límites de nuestra amistad, y me estás ofendiendo.

—Debes estar asustada por el incendio, tranquila —suavizó el tono de voz—, vuelve a la alcoba, yo te llevo lo que necesites.

Malú volvió a mirarlo. 

—Requiero saber: ¿Cuándo volveré con mi familia?

—¡Yo no sé cuándo! ¡Dije que no estás en condiciones de salir de aquí! 

El tono de voz de él fue autoritario, Malú sintió un hormigueo de temer rondar por su cuerpo. 

—Vale.

Malú soltó un respingo de resignación, muy a su pesar, regresó a la alcoba, y pocos minutos después, vio entrar a su amigo con una bandeja, en la cual reposaba una jarra con agua y un vaso limpio.

—Descansa y me disculpo por mi atrevimiento, hago todo por tu bien —dijo Martín colocando la bandeja sobre una mesa de noche.

—Gracias —contestó Malú desanimada.

En el instante, ella entendió que no solo había perdido al amigo que tenía delante, sino también su libertad.

*****

¡Abel, ayúdame!

La voz de Malú en sueños se le apareció a Abel, se removía con inquietud sobre el frío y duro colchón de la celda. Veía llamas, y a su ex esposa en medio de aquel voraz incendio. 

—¡Te rescataré! —gritó despertando de un solo golpe, percibiendo en su pecho un agudo dolor. —Malú —susurró y la voz se le quebró, aquel vacío en el corazón apareció—, ya nada será igual, sin tu sonrisa, sin tu mirada, sin tus ganas de vivir —balbuceó sollozando, a Abel ya no le importaba si lo condenaban, la vida misma le había dado la peor lección de su vida, había llegado en busca de venganza, y ahora era preso de su rencor. 

—No debí lastimarte —gimoteó y se abrazó a sus piernas—, ni siquiera pude despedirme de ti, y decirte lo mucho que te amo. ¿Cómo voy a hacer para seguir viviendo si ya nunca estarás a mi lado? 

****

Al día siguiente Malú se cubrió con las mantas al escuchar el sonido de la puerta, fingió dormir. 

Martín entró de golpe.

—Buenos días, bella durmiente, el desayuno está listo —informó. 

Malú fingió tallarse los ojos, y bostezó. 

—Necesito ropa limpia, quiero bañarme —solicitó. 

Martín le brindó una sonrisa, y le señaló unas bolsas que minutos antes dejó en un sofá. 

—Espero sea de tu talla, todo es nuevo. 

—Gracias —respondió Malú a secas. 

Martín resopló. 

—¿Algún problema?

María Luisa se armó de valor, ella no era de las mujeres que se quedaban calladas, se puso de pie y encaró a su amigo. 

—¿Por qué me encierras? ¿Por qué todo este invento de mi muerte? —reclamó enfurecida—, no te das cuenta de que mi familia debe estar sufriendo —rugió con gran molestia—, deseo volver a casa —ordenó, entonces caminó en dirección a la puerta. 

Martín se paró frente a ella y bloqueó su paso. 

—¿No comprendes? —cuestionó—, tu vida corre peligro, tus padres me pidieron protegerte —mintió—, Abel es muy peligroso, intentó asesinarte. 

Malú negó con la cabeza, apretó sus puños, pero se contuvo, inhaló profundo, debía actuar con calma, engañar a Martín. 

—No permitas que Abel nos haga daño —mintió Malú fingiendo sentirse atemorizada por las amenazas de su exmarido—, no quiero que se me acerque, ayúdame —solicitó como parte de su juego. 

Martín ladeó los labios con suficiencia. 

—Por supuesto, puedes confiar en mí, no me tengas miedo, bonita —expuso con voz suave—, yo te cuidaré. 

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