María Luisa se removía entre sueños, en su pesadilla, veía a Abel, carcajeando. Escuchaba risas, murmullos, lo vio alejarse y luego se vio así misma envuelta en llamas.
—¡No! —gritó y despertó sudando; se sentó de golpe percibiendo que todo daba vueltas a su alrededor. Percibía un agudo dolor de cabeza, todo era confuso. —¿En dónde estoy? —cuestionó.
De pronto la puerta de la alcoba se abrió, intentó enfocar su vista en esa persona, pero todo era obscuridad.
—Tranquila bonita —escuchó en la voz de un hombre—, estás a salvo, te rescaté del fuego. Hubo un incendio.
María Luisa intentó pensar con claridad, no lograba poner en orden sus ideas.
—Estoy confundida. —Miró al hombre y lo reconoció. —¿Martín? ¿Qué hago aquí? ¿En dónde estoy? —cuestionó pensativa.
Él le acarició las mejillas, la observó con atención.
—Tranquila, te rescaté del incendio que Abel provocó —informó.
Malú sintió un pinchazo en el pecho, entonces recordó todo: el fuego, ella en medio de las llamaradas, los cafetales incendiados.
—¿Abel? —indagó balbuceando. —¿Por qué dices que él causó el incendio? —cuestionó agitada, intentó ponerse de pie, pero cuando lo hizo, todo dio vueltas a su alrededor.
—Te voy a explicar —indicó, y empezó a narrar los hechos a su conveniencia.
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—¡Confiesa! —espetó un oficial a Abel, metiendo la cabeza del hombre en agua helada, casi ahogándolo.
Abel sentía que el agua se colaba en sus pulmones, se le dificultaba respirar, intentaba ser más fuerte que el oficial, pero le era imposible liberarse, estando esposando.
—¡Soy inocente! —exclamó en repetidas ocasiones.
Cuando lo dejaron casi sin aliento, lo tiraron en el piso.
—¡No va a decir nada! —masculló uno de los investigadores y lo pateó en el estómago.
Enseguida salió hacia donde estaba el fiscal.
—Sostiene la mentira —informó.
—¿En dónde tienen a mi hijo? —cuestionó interrumpiendo en la oficina del fiscal, una mujer de edad media, de vestimenta sencilla, cabello rizado con algunas canas.
—¿Quién es usted? —cuestionó el fiscal poniéndose de pie con profunda seriedad.
—Soy la madre de Abel Zapata, y exijo ver a mi hijo —solicitó.
—Señora: usted no está en posibilidad de exigir nada, su hijo es un delincuente, y tiene prohibidas las visitas.
La mujer palideció, se recargó en una pared al escuchar la forma tan despectiva en la que el fiscal se refirió a su hijo.
—Abel no es ningún delincuente —espetó sollozando.
—Eso lo veremos, salga —ordenó el fiscal.
La madre de Abel salió de aquella oficina con el corazón destrozado, se sentó una fría banca metálica.
—¿Qué hiciste hijo? —balbuceó gimoteando—, no debí aceptar jamás ayuda de Luz Aída, pero no tenía a quién más recurrir, nunca pensé que te manipulara. —Suspiró desanimada—, ni que la prefirieras a ella, por encima de todo, y de todos, hasta arruinar tu vida. —Se cubrió el rostro con ambas manos, llorando con fuerza, llena de impotencia.
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Horas más tarde, tan solo la penumbra envolvía aquella alcoba en la cual Malú despertó. De nuevo aquel dolor de cabeza la mareó. Frunció la frente.
—Necesito volver a casa —susurró bajito—, mi familia no puede creer que estoy muerta. —Un escalofrío recorrió su médula espinal. Entonces se cuestionó, si hacía bien en confiar en Martín.
Él se había comportado como un buen amigo, le abrió los ojos con respecto a Abel, pero ¿qué tan sincero era?
—¿Por qué no me permite ver a mi familia? —se cuestionó susurrando—, ni siquiera me dejó llamarlos, sigue diciendo que Abel planeó todo, ¿qué demonios está tratando de hacerme?
Era la pregunta que ahora rondaba por la mente de María Luisa, entonces miró por los ventanales y se dio cuenta de que todo estaba oscuro. La penumbra del entorno aumentó sus sospechas.
«No estoy siendo secuestrada por él, ¿verdad?» se preguntó a sí misma.
Se puso de pie y salió con sigilo, necesitaba saber en qué sitio se encontraba.
Sus frágiles pies desnudos transitaban por la baldosa del piso del pasillo. Malú se aferraba a las paredes, para no tropezar. Tan solo se escuchaba el trinar de las aves nocturnas, y una cerradura que giró.
De pronto percibió que el corazón se le iba a salir del susto, cuando alguien encendió las luces.
—¿Requieres algo? —indagó Martín en voz alta.
Malú levanto la cabeza bruscamente solo para darse cuenta de que él se acercaba demasiado. Extendió la palma de su mano para indicar que se detenga. Inhaló profundo.
—No, gracias.
Se vio tentada a pedirle un poco de agua, la garganta se le secaba, pero en ese instante, a pesar de que Martín se había comportado con ella como un buen amigo, una extraña sensación la abordó: Estaban en un sitio extraño, oscuro, y le hablaba en tono alto y áspero, esas no eran buenas señales.
—Tienes que volver a la alcoba. Por tu bien, te ves cansada.
—¿En dónde estoy?
—En algún lugar en el mundo. Créeme, estás en un lugar al cien por ciento seguro.
—Estás evitando mi pregunta —expresó clavando su azulada mirada en él—. No me gusta sentirme encerrada.
—Estás bromeando Malú —bufó. —¿Quién te va a encerrar? Tienes la libertad de pasear por aquí, tranquila.
—Quiero llamar a mi familia —solicitó con firmeza.
—¡Te he dicho que no puedes llamar a tus padres! —Martín elevó el tono de voz.
—¿Tienes que controlarme en todo lo que hago? —cuestionó ceñuda—. Creo que lo que estás haciendo va más allá de los límites de nuestra amistad, y me estás ofendiendo.
—Debes estar asustada por el incendio, tranquila —suavizó el tono de voz—, vuelve a la alcoba, yo te llevo lo que necesites.
Malú volvió a mirarlo.
—Requiero saber: ¿Cuándo volveré con mi familia?
—¡Yo no sé cuándo! ¡Dije que no estás en condiciones de salir de aquí!
El tono de voz de él fue autoritario, Malú sintió un hormigueo de temer rondar por su cuerpo.
—Vale.
Malú soltó un respingo de resignación, muy a su pesar, regresó a la alcoba, y pocos minutos después, vio entrar a su amigo con una bandeja, en la cual reposaba una jarra con agua y un vaso limpio.
—Descansa y me disculpo por mi atrevimiento, hago todo por tu bien —dijo Martín colocando la bandeja sobre una mesa de noche.
—Gracias —contestó Malú desanimada.
En el instante, ella entendió que no solo había perdido al amigo que tenía delante, sino también su libertad.
*****
¡Abel, ayúdame!
La voz de Malú en sueños se le apareció a Abel, se removía con inquietud sobre el frío y duro colchón de la celda. Veía llamas, y a su ex esposa en medio de aquel voraz incendio.
—¡Te rescataré! —gritó despertando de un solo golpe, percibiendo en su pecho un agudo dolor. —Malú —susurró y la voz se le quebró, aquel vacío en el corazón apareció—, ya nada será igual, sin tu sonrisa, sin tu mirada, sin tus ganas de vivir —balbuceó sollozando, a Abel ya no le importaba si lo condenaban, la vida misma le había dado la peor lección de su vida, había llegado en busca de venganza, y ahora era preso de su rencor.
—No debí lastimarte —gimoteó y se abrazó a sus piernas—, ni siquiera pude despedirme de ti, y decirte lo mucho que te amo. ¿Cómo voy a hacer para seguir viviendo si ya nunca estarás a mi lado?
****
Al día siguiente Malú se cubrió con las mantas al escuchar el sonido de la puerta, fingió dormir.
Martín entró de golpe.
—Buenos días, bella durmiente, el desayuno está listo —informó.
Malú fingió tallarse los ojos, y bostezó.
—Necesito ropa limpia, quiero bañarme —solicitó.
Martín le brindó una sonrisa, y le señaló unas bolsas que minutos antes dejó en un sofá.
—Espero sea de tu talla, todo es nuevo.
—Gracias —respondió Malú a secas.
Martín resopló.
—¿Algún problema?
María Luisa se armó de valor, ella no era de las mujeres que se quedaban calladas, se puso de pie y encaró a su amigo.
—¿Por qué me encierras? ¿Por qué todo este invento de mi muerte? —reclamó enfurecida—, no te das cuenta de que mi familia debe estar sufriendo —rugió con gran molestia—, deseo volver a casa —ordenó, entonces caminó en dirección a la puerta.
Martín se paró frente a ella y bloqueó su paso.
—¿No comprendes? —cuestionó—, tu vida corre peligro, tus padres me pidieron protegerte —mintió—, Abel es muy peligroso, intentó asesinarte.
Malú negó con la cabeza, apretó sus puños, pero se contuvo, inhaló profundo, debía actuar con calma, engañar a Martín.
—No permitas que Abel nos haga daño —mintió Malú fingiendo sentirse atemorizada por las amenazas de su exmarido—, no quiero que se me acerque, ayúdame —solicitó como parte de su juego.
Martín ladeó los labios con suficiencia.
—Por supuesto, puedes confiar en mí, no me tengas miedo, bonita —expuso con voz suave—, yo te cuidaré.
Varios días habían pasado desde el fallecimiento de Malú, Abel se hallaba encerrado en la fría celda, desde la penumbra su entristecido corazón no hacía otra cosa que rememorar, los instantes que vivió junto a su mujer. —Todo habría sido tan distinto —susurró con la voz apagada, mirando el techo de la celda—, ahora estaríamos juntos, esperando a nuestro bebé —expresó conteniendo las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. Sostenía en sus manos en una fotografía de ella. Miraba su azulada mirada llena de resplandor, su amplia sonrisa, su rostro era el más bello que alguna vez contempló en alguna mujer, pero lo que más le encantaba de ella, era su fortaleza, su rebeldía, ese carácter irreverente. —¿Cómo voy a aprender a vivir sin ti? —Se cuestionó. Estiró su mano hacia la fotografía—, ya nada me importa, si no estás a mi lado —aseveró. —¡Zapata! —gritó un guardia con áspera voz—, tu abogada te necesita. Abel guardó bajó el colchón la foto de su amada. Se puso de pie y se acer
Semanas después, llegó el día del juicio. Julia, la madre de Abel, había logrado comunicarse con la señora Duque, aquella charla provocó un acercamiento entre ellas, la historia de la niñez de Abel en aquel pueblo lleno de guerrilleros conmovió a María Paz, sin embargo, las pruebas del incendio lo culpaban de la muerte de su hija. Todos los miembros de la familia Duque llegaron al juzgado. Y se fueron acomodando en las respectivas sillas. Abel salió por una puerta, esposado, vestía un elegante traje gris, y camisa negra, seguía de luto por la muerte de Malú. Observó cómo sus suegros y cuñados lo miraban con reproche. «Soy inocente» dijo en su mente. Una vez que el juez entró, se procedió al juicio. Los hombres que provocaron el incendio, expresaron que semanas antes habían sido contactados por Abel, eso era cierto, pensaba quemar parte de la cosecha y ocasionar pérdidas, pero desistió. —Yo les pedí que no lo hicieran —rugió. —Silencio —respondió el magistrado y golpeó con su maz
Seis meses después.Los días en prisión no habían sido nada fáciles para Abel; sin embargo, aprendió a sobrellevar su destino, pero lo que no sanaba era su alma, el recuerdo de Malú seguía latente como el primer día. —Zapata, te llego esto —indicó un guardia, y le entregó un sobre. Abel arrugó el ceño, se quedó pensativo. Tomó la carta, liberó un suspiro al ver que otra vez se trataba de su antiguo amigo: El padre Teodoro, a quién conocía desde la niñez. «Querido Abel, espero que tus días en prisión, te hayan servido para reflexionar, y hayas comprendido que la venganza solo lastima a quién la busca»Abel leyó aquellas líneas, la barbilla le tembló. Se sentó en la cama, y prosiguió dando lectura a las palabras que el religioso le escribió.En aquel papel le decía que estaba a cargo de un hospital de escasos recursos en Mompox, que había logrado algunos avances, pero requería ayuda.Abel empezó a sacar las fotografías, y las iba mirando una a una, hasta que una en especial captó s
Malú jugaba con los niños del pueblo a lanzar piedras al río. Sonreía con los pequeños, y así no pensaba en los sucesos que la atormentaban.—Hola, cariño —susurró la voz de un hombre, que la tomó de la cintura. —¿Me extrañaste? —indagó.Malú volvió a percibir esa extraña sensación de aversión hacia su esposo, inhaló profundo, fingió sonreír.—Claro, solo que no avisaste qué vendrías —comunicó.—Parece que no te da gusto verme —reclamó él, sintiéndose ofendido.Malú se aclaró la garganta.—Las cosas no son así, me sorprendiste es todo.—Vamos a casa —ordenó él—, anhelo tanto estar junto a mi mujer. —La recorrió de pies a cabeza.Malú percibió un escalofrío, en ocasiones le daba miedo que él, la forzara a cumplir con sus deberes de esposa, siempre le pedía a Dios, porque las cosas no sucedieran de ese modo. Ladeó los labios, y caminó junto a él, no muy feliz.****Un mes había pasado desde el descubrimiento que hizo Abel, no era día de visitas, cuando le informaron que tenía una. Sal
María Luisa caminaba por los fríos pasillos del hospital, de un lado a otro, percibiendo su pecho agitado, ansiaba saber el estado de salud del hombre al que había atropellado. «Pobre forastero, realmente espero que esté bien, pero si mi marido supiera que me he metido en problemas, ¡Me regañará hasta el cansancio!» hablaba consigo misma, mentalmente. «¡No quiero decírselo! Pero si este hombre muere, ¿qué voy a hacer? ¡¿Cuándo saldrá el médico?!»Sus mejillas ardían de ansiedad, así que se refrescó, dándose toquecitos con sus dedos fríos para intentar calmarse.“¡Malú, Mi amor!"Por un momento, la escena que acababa de presenciar se le vino a la mente de repente, cuando aquel desconocido le rozó con los dedos, y sintió un extraño cosquilleo. Sintió que realmente le estaba hablando y que ella era esa mujer: Malú¡«No, no, no! ¡No es posible! ¡Debe estarme confundido con otra persona!»—¡Fátima! La voz del único médico del pueblo, la sobresaltó y la sacó de sus cavilaciones. —¿Cómo
Malú permanecía estática. Cuando sus ojos se encontraron con los de él, su corazón vibró, las palabras de él, la conmovieron tanto, que no lograba reaccionar, ni pronunciar palabra. —Cálmese —solicitó cuando la voz volvió a aparecer en su garganta—, me confunde con otra persona —expresó sin entrar en más detalles, intentó soltarse del agarre de él, pero era inútil, el hombre la sostenía con desesperación.—No vuelvas a alejarte, quédate a mi lado —suplicó él, sin soltarla. Abel intentó sentarse, ansiaba abrazarla, saber que era real, y no un espejismo, pero cuando lo hizo, todo se movió a su alrededor, se agarró la cabeza, y frunció el ceño. —Es usted muy necio —rebatió Malú—, voy a llamar a un médico, no se mueva. Como pudo se soltó del agarre de él, nerviosa y conmovida por aquel extraño encuentro, salió al pasillo, a buscar al médico.****En horas de la tarde Malú no apareció por la habitación de Abel, tenía mucho trabajo con los niños de la casa hogar, que le fue imposible ir
—¿En dónde diablos estabas? —vociferó David, observando a Malú, quién apenas llegaba a casa. La mujer se sobresaltó, pegó un brinco de la impresión. Cómo si no hubiera sido suficiente todo lo que vivió junto a ese misterioso forastero, ahora para inundar más su tensión nerviosa, aparecía su esposo de improviso. —¡David! Yo, eh… me quedé en el hospital, hubo heridos. —¿Heridos? ¿En este pueblo? —cuestionó aproximándose más a ella. Malú retrocedió, inhaló profundo. —¿Por qué actúas así? —indagó—, no he hecho nada malo, solo mi trabajo. —¿Por qué mientes? —gritó y la tomó por los hombros, la zarandeó. Malú abrió sus ojos de par en par, la mirada oscura de su marido, le dio miedo, un escalofrío recorrió su columna. —Yo no digo mentiras —balbuceó. —¿Quién fue el hombre a quién atropellaste? Malú palideció por completo, miró a su esposo con asombro. «¿Cómo sabía él, cada paso de ella?» se cuestionó en la mente. —¿Me tienes vigilada? ¿No confías en mí? —rebatió. Se sacudió del ag
—¡Fue el bastardo de Martín! —gruñó Abel al otro lado de la línea hablando con su mejor amigo Eduardo—, el infeliz se hace pasar por el esposo de ella. En ese instante Abel guardó silencio, se quedó pensativo, un escalofrío recorrió su médula espinal, colgó la llamada. —Espero no se haya atrevido a tocarte —vociferó caminando con un león en cautiverio por la alcoba—, sería lo más bajo, no tienes madre —resopló, y se estremeció, al recordar la mirada llena de tristeza de Malú. —Voy a rescatarte cariño, y juro que compensaré todo el daño que te causé, lo prometo —sentenció. Bebió de un solo golpe un sorbo de agua, y de nuevo su móvil sonó. —¿Qué pasó? —indagó—, cortaste la llamada de un momento a otro. Abel se desahogó con su amigo, le contó sobre sus inquietudes con respecto a Martín. —No quiero ser cruel, pero existe esa posibilidad, él le dice que es su esposo, y ella debe cumplir. —¡No! —gritó Abel con desesperación—, en este momento voy a ir a romperle la cara a ese infeliz