CAPÍTULO 18.

Arthur yacía en la cama del hospital, conectado a una red de máquinas que pitaban con un ritmo irregular, como si estuvieran peleando por mantenerlo con vida. La luz blanca de la sala de terapia intensiva le confería un aire frío y aséptico, acentuado por el constante murmullo de los aparatos que monitorizaban cada latido de su corazón debilitado.

—La presión sigue inestable —anunció una de las enfermeras mientras revisaba la pantalla del monitor.

—Aumenten la dosis de norepinefrina. Necesitamos estabilizarlo ahora —ordenó el cardiólogo con firmeza.

Lina asintió y ayudó a preparar la medicación. Sus manos, por lo general firmes y seguras, ahora temblaban ligeramente. Respiró hondo, obligándose a recuperar el control. Arthur no podía irse. No así.

Los minutos transcurrieron con una tensión insoportable. Cada vez que el monitor emitía un pitido más agudo, el corazón de Lina daba un vuelco. Su mirada se posó en el rostro pálido de Arthur, en la forma en que su pecho subía y bajaba débilm
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