CAPÍTULO 17.

Las llamas devoraban la cabaña con furia, envolviendo las paredes de madera y consumiendo todo a su paso. El fuego crepitaba como una bestia hambrienta, iluminando la noche con su resplandor anaranjado. Dorian y sus lobos observaban desde la distancia, sus siluetas apenas visibles entre la espesura del bosque. La venganza tenía un olor dulce, el de la madera quemada y la desesperación ajena.

—¡Arthur! ¡La cabaña! ¡Está ardiendo! —Arthur estaba en el hotel cuando la gente del pueblo irrumpió, gritando su nombre.

El mundo se detuvo por un segundo. Luego, su corazón se desbocó. Salió apresurado, su respiración entrecortada, y al llegar vio las llamas devorando la estructura frente a él.

Varias personas ya intentaban contener el fuego con baldes de agua y mantas húmedas.

—¡No se acerque, Arthur! —gritó un hombre entre el caos—. ¡Es peligroso!

—¡Apártese de ahí! —insistió otra voz—. ¡La estructura puede derrumbarse en cualquier momento!

Pero Arthur no escuchó. O no quiso hacerlo. Su instin
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