Mientras Laura hacía la maleta, Sergio se movía por el salón, curioseándolo todo. La casa estaba bien, aunque parecía un poco tristona, con tan poca luz. La suya era muy luminosa y le iba mucho mejor a Laura, que era toda luz y alegría. Al menos cuando lograba dominar su carácter receloso.Había un montón de discos de vinilo en una especie de caja de colores, en el suelo, junto al aparato de música. Sergio empezó a revisarlos uno a uno sin dejar de pensar en Laura. «Soy injusto —se dijo—. Si es recelosa, sus motivos tiene. Es lógico que manifieste ciertas reservas cuando el hombre con el que se acuesta y a cuya casa se va a trasladar se niega a hablar de ciertos aspectos de su pasado… Pensará que algo así debió de decirle Jack el Destripador a su novia cuando le propuso matrimonio, y eso no es muy tranquilizador. En fin, si se lo cuento se marchará. Sé que acabará enterándose, que al final tendré que decírselo. Pero, cuanto más tarde en llegar ese momento, más tiempo la tendré para mí
Sergio soltó la pesada maleta en el pasillo nada más entrar en la casa:—Vaya con la liberación de la mujer, la igualdad y todo eso… Mucho rollo es lo que hay, porque cuando llega la hora de la verdad la maleta la cargo yo.—Cállate, cavernícola —le dio un beso. No podía quitarse la sonrisa de la cara. El disco de Los Chunguitos se lo había metido en el bolsillo.—¿Cavernícola? ¡Todo lo contrario! Anda, libérate un poco y lleva la maleta hasta la habitación.Dicho esto, Sergio cogió la maleta y avanzó por el pasillo, haciendo como que se tambaleaba por el peso. Laura lo seguía, riendo.—Bueno, voy a guardar las cosas. ¿Tengo algún cajón libre?—Todos éstos son suyos, señorita.Y señaló una cómoda.—Yo tengo muy pocas cosas y el armario es bastante grande —descorrió las puertas del enorme armario empotrado. Tenía mucha capacidad, ciertamente; una parte estaba ocupada por la ropa de Sergio, pero en la otra sólo había un par de abrigos y unas chaquetas.—Sí, aquí cabrá lo que te has traí
Cuando sonó el despertador continuaban abrazados. En algún momento de la noche se habían tapado, pero Laura no era consciente de haberlo hecho. Quizá la había tapado Sergio, se dijo, y ese pensamiento la complació.Se removió, perezosa.—Buenos días, ¿qué tal estás?—De maravilla. ¿Qué hora es?—Las siete.—Vaya, qué tarde.Laura le dio un pequeño empujoncito para apartarlo e intentó levantarse, pero él la retuvo.—No te levantes, hay tiempo para uno rápido —la carita de desolación de Sergio la hizo reír.—Venga, sátiro, al trabajo.—No te soltaré. Ahora eres mía, estás a mi merced.—No, ya no estoy atada —dijo ella mostrándole orgullosa sus brazos, que sacó de entre las sábanas para volver a meterlos rápidamente—. Jo, qué frío.—¿Lo ves? Cuando acabemos estarás ardiendo.Y tenía razón.Esa mañana Laura llegó tarde al trabajo por segunda vez en una semana; pasó deprisa ante el mostrador de la recepción donde una asombrada Rosa le reprochó su conducta:—Llegas tarde otra vez.—Lo sé, h
Cuando llegó a la cafetería a las siete menos cinco, Celia ya estaba allí.—Has salido antes de lo que pensabas.Se besaron en las mejillas.—Sí, soy rápida trabajando.Se miraron algo incómodas. Fue Celia quien inició la conversación.—Conque tienes novio… ¿Cómo no me lo habías dicho?—No es mi novio, él se lo dijo a Antonio para que nos dejara en paz…—Antonio… Nunca te perdonaré lo que le has hecho, aceptar salir con él para luego dejarlo tirado. Es cruel, Laura…—¡Un momento! ¿Qué estás diciendo? Yo nunca he aceptado salir con Antonio —se calló y meditó unos momentos—. Puede que lo hubiera hecho antes, pero ya no.—¿Antes de qué?—De conocer a «mi novio». Si no lo hubiera conocido, probablemente habría acabado con Antonio. Pero ahora eso es imposible. Además, Antonio es de los que se casan, y yo no volveré a casarme con un hombre del que no esté enamorada.Celia la miró con los ojos como platos.—¿Qué has dicho? No te entiendo. ¿Por qué dices que no volverás a casarte si no estás
No llegaron a abrir la puerta, porque, en el momento en que iban a entrar, Luisa salía de la casa, muy arreglada, demasiado maquillada para el gusto de Laura, que la miró con desaprobación.—Pareces un cuadro.—Eso pretendo. Adiós, chicas.Y se fue. Laura y Celia se miraron y Celia gritó:—Sé buena…—Lo seré… —se oyó la voz de Luisa mientras subía al ascensor. Luego las puertas se cerraron y ya no oyeron nada más.—Ven —dijo Celia cuando entraron—. Vamos a mi habitación.Siempre que entraba a la habitación de Celia recordaba su niñez, los juegos infantiles, cómo se disfrazaban… De princesas; nunca con nada parecido a lo que Celia estaba sacando de un cajón.—¿Te gusta?Lo extendió sobre la cama. Era un corsé de cuero brillante. El cuerpo era negro y se abría por delante con unos enormes corchetes plateados. Unas brillantes tiras rojas que se ataban a la espalda sujetaban los pechos, dejando al descubierto el pezón. El corsé se apretaba hasta la cintura y luego había una pequeña faldit
Laura abrió los ojos y miró el despertador. Eran las seis, ¡qué bien! Aún le quedaba una hora en la camita. Iba a cerrar otra vez los ojos para seguir durmiendo cuando se dio cuenta de que Sergio no estaba. La escena le recordó la de la noche pasada y, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, se levantó y salió al pasillo. Esta vez no se veía ninguna luz desde el salón. Siguió avanzando. Aún no había amanecido, pero la noche era clara y los amplios ventanales del salón, sin cortinas y con la persiana subida, dejaban entrar alguna luz de la calle, de modo que los ojos de Laura se acostumbraron muy pronto a esa clara negrura. Su mirada se dirigió hacia la mesita del ordenador, donde, inconscientemente, esperaba encontrarlo. Pero no estaba allí. Laura avanzó unos pasos, hasta que lo vio.Estaba sentado en el sofá, con unos papeles en el regazo. Era evidente que se había quedado dormido mientras leía. Laura sintió una enorme curiosidad por saber qué contenían esos papeles, pero no se atre
—Claro que sí, y además roncas.Laura le tiró una almohada mientras él se dirigía a la ventana para abrir las cortinas. Afuera aún estaba oscuro, y la vista de negras sombras y luces mortecinas a Laura le pareció fantasmagórica.—¡Qué frío hace por la mañana en esta casa! —se quejó, volviendo a meter debajo del edredón el brazo que había sacado para tirarle la almohada.—Es que estamos en el ático, y la casa es antigua. Pero enseguida estará caldeada. Venga, que he preparado un nutritivo desayuno. Tómate un café mientras me ducho. Por cierto, has llenado mi cuarto de baño de un montón de cosas raras —Sergio entró en el baño y al segundo siguiente apareció con sus tenacillas del pelo en una mano y su maquinilla para depilarse en la otra—. ¿Se puede saber qué son estos artilugios tan raros?—¡Deja esas cosas donde estaban! Son mis tenacillas y mi maquinilla para depilarme las piernas, bobo —Laura se levantó de un salto y se puso la bata de Sergio, que le quedaba enorme. Lo siguió al bañ
Estaba tan contenta y aliviada que se habría puesto a cantar. No lo hizo, pero sí fue bailando hasta la cocina, donde se sirvió un café, que se tomó viendo por los amplios ventanales cómo empezaba a amanecer. La oscuridad de la noche se disipaba y las sombras ya no le parecieron fantasmagóricas, sino atisbos de luz y claridad. Luego puso la tele para oír las noticias de la mañana mientras desayunaba y, cuando Sergio entró, se lanzó feliz a sus brazos. Él llevaba un albornoz de ducha y Laura dejó que la bata se deslizase por sus hombros hasta caer al suelo en un montoncito. Luego abrió el albornoz de Sergio y se metió, abrazándose a él con fuerza. Sergio cerró el albornoz y los dos quedaron tapados por esa única prenda.—Buenos días…—Buenos días otra vez. Si me estás dando coba para que no me deshaga de tus cosas, has de saber que no tengo ninguna intención de tirarlas…«El ministro de Economía…».La figura reflejada en la pantalla seguía hablando, aunque ellos, atentos sólo el uno al