—Claro que sí, y además roncas.Laura le tiró una almohada mientras él se dirigía a la ventana para abrir las cortinas. Afuera aún estaba oscuro, y la vista de negras sombras y luces mortecinas a Laura le pareció fantasmagórica.—¡Qué frío hace por la mañana en esta casa! —se quejó, volviendo a meter debajo del edredón el brazo que había sacado para tirarle la almohada.—Es que estamos en el ático, y la casa es antigua. Pero enseguida estará caldeada. Venga, que he preparado un nutritivo desayuno. Tómate un café mientras me ducho. Por cierto, has llenado mi cuarto de baño de un montón de cosas raras —Sergio entró en el baño y al segundo siguiente apareció con sus tenacillas del pelo en una mano y su maquinilla para depilarse en la otra—. ¿Se puede saber qué son estos artilugios tan raros?—¡Deja esas cosas donde estaban! Son mis tenacillas y mi maquinilla para depilarme las piernas, bobo —Laura se levantó de un salto y se puso la bata de Sergio, que le quedaba enorme. Lo siguió al bañ
Estaba tan contenta y aliviada que se habría puesto a cantar. No lo hizo, pero sí fue bailando hasta la cocina, donde se sirvió un café, que se tomó viendo por los amplios ventanales cómo empezaba a amanecer. La oscuridad de la noche se disipaba y las sombras ya no le parecieron fantasmagóricas, sino atisbos de luz y claridad. Luego puso la tele para oír las noticias de la mañana mientras desayunaba y, cuando Sergio entró, se lanzó feliz a sus brazos. Él llevaba un albornoz de ducha y Laura dejó que la bata se deslizase por sus hombros hasta caer al suelo en un montoncito. Luego abrió el albornoz de Sergio y se metió, abrazándose a él con fuerza. Sergio cerró el albornoz y los dos quedaron tapados por esa única prenda.—Buenos días…—Buenos días otra vez. Si me estás dando coba para que no me deshaga de tus cosas, has de saber que no tengo ninguna intención de tirarlas…«El ministro de Economía…».La figura reflejada en la pantalla seguía hablando, aunque ellos, atentos sólo el uno al
Sergio cerró la puerta de su despacho para que nadie lo molestara y sacó de su cartera el expediente de Lucas Salcedo, presidente de Salcedo y Roms Enterprises. Tenía que abrir diligencias y no lo había hecho. Aún era pronto, podía esperar. Pero era muy consciente de que alguna vez iba a tener que enfrentarse a ello y eso le producía esa angustia que últimamente casi no lo dejaba respirar. Por fortuna, la denuncia era una cuestión personal, que no afectaba ni a los empleados ni a los inversores de Salcedo y Roms, y el denunciante deseaba que todo se llevara con el máximo secreto. Esto resultaba un tanto sospechoso, y en otras circunstancias habría cuestionado los motivos, pero a él lo favorecía, ya que le proporcionaba el respiro que necesitaba para meditar. Si se hubiera hecho público, ya estaría presente en todos los medios y no habría podido tratarlo con tanta discreción. Así que al menos algo había jugado a su favor en todo aquel endiablado asunto. De todos modos, el tiempo pasaba
Y la noche al fin llegó. Cuando Laura entró en casa, eran las siete de la tarde. Sergio aún no había regresado; la casa vacía se le hacía extraña. Se dio una vuelta por las habitaciones, deteniéndose un rato en cada una de ellas, contemplando y tocando los objetos que contenían para ir haciéndolos suyos. Seguía eufórica, ni siquiera la actitud de Antonio había podido alterarla, y la preocupación por su hermana, aunque seguía presente, no constituía un obstáculo para su exultante alegría: el único problema que tenía Sergio era la reaparición de su antigua novia, y ese asunto a Laura ya no le parecía tan grave. Sergio prefería estar con ella, como lo demostraba el hecho de que fuera con ella con quien estaba viviendo, no con la rubia. Y eso tenía que significar algo.Después de recorrer el salón y la cocina, Laura entró al cuarto que estaba al fondo del pasillo, que tan bien conocía, y donde pensaba esperarlo esa noche con un atuendo muy especial. El baño también era un viejo conocido.
—Espera, ¿no ves que las medias van enganchadas a los ligueros del corsé? Espera a que me las quite. Y sal de la habitación.—No, me quedo aquí. La verdad es que estás muy sexi… y las putillas tenéis vuestro morbo… —acabó de desabrochar el corsé y metió la mano por debajo para acariciarle los pechos—. Pero quítate eso de una vez.Laura se quitó las medias y descendió de los zapatos, lo que obligó a Sergio a bajar más la cabeza para mirarla. «Se acabó el aspecto sexi», se dijo. «Ya no soy una mujer fatal, vuelvo a ser la misma pardilla de siempre». Al verla libre de las medias, Sergio le quitó el corsé y Laura sintió un gran alivio, porque lo cierto era que la maldita prenda apretaba.—Ahora sí —le puso las manos en los hombros, comiéndosela con la mirada—. Ahora estás como a mí me gusta.—Pero no como me gusta a mí. ¿Por qué siempre acabamos haciendo lo que te gusta a ti? Y yo, ¿no cuento?—Me parece que hasta ahora no hemos hecho nada que no te gustara.—Bueno, sí… Pero había puesto
Lo primero que pensó Laura al despertar fue que era miércoles y ésa era la tercera mañana de su vida juntos. Lo segundo, que nunca había sido tan feliz. Pero lo que dijo fue: «Hoy salgo más tarde. Tengo que estar en el juzgado a las once y no me merece la pena pasar antes por la oficina».Se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación mientras Sergio acababa de vestirse. Como estaba tan inquieta y no podía parar, decidió prepararle un magnífico desayuno, el mejor. Él le había dicho que ninguna mujer lo había hecho tan feliz y eso merecía una celebración, aunque no le diría que era eso lo que celebraban. No quería recordárselo por si, con la luz de la mañana, se arrepentía de unas palabras pronunciadas al calor de la excitación. Aun así, lo había dicho, y eso era lo que contaba.Preparó el desayuno muy contenta, canturreando por lo bajo: tostadas, mantequilla, mermelada y varios panecillos con tomate en recuerdo de su primer encuentro. ¿Se daría cuenta él de ese detalle? Seguro q
—Tiene usted mucha razón… Lo siento, es que…—No se preocupe, es lógico que quiera saber muchas cosas de él, pero yo no soy la persona indicada para contárselas. No estaría bien.—Claro… Perdone… —Laura no sabía qué más decir y no pensaba seguir disculpándose, así que adoptó de nuevo la personalidad de la joven y despreocupada señorita de la casa—. Bueno, yo me tengo que ir al trabajo. Le hemos dejado la lista de la compra sobre la encimera. Pero si no puede hacerla, yo la haré esta tarde.—No se preocupe, siempre la hago. Después de limpiar.Laura echó un vistazo al salón, como calibrando cuánto tardaría Carmen en limpiarlo. Entonces se dio cuenta de una cosa, de algo que el día anterior la había inquietado, aunque no sabía qué era… Algo faltaba, algo que todo el mundo tiene y de lo que allí no había ni rastro.Fotos. No había una sola fotografía en toda la casa.
«Todo el mundo tiene fotografías. ¿Por qué Sergio no tiene ni una? De su madre, de su abuelo, de cuando era pequeño… La verdad es que es muy raro. Tendré que preguntárselo —Laura hablaba en voz alta mientras conducía camino del juzgado—. Le diré: ¿por qué en tu casa no hay ni una foto?».Sí, se lo preguntaría. No pensaba hacer más cábalas ni comerse el coco con todas las cosas de Sergio que le parecían raras y que luego resultaban ser de lo más inocentes, como los malditos papeles o que estuviera dormido en el coche… No más especulaciones.¿Y qué enfermedad sería ésa de la que le había hablado Carmen? «No. Laura, para». Sobre eso no podía preguntarle, pues, de hacerlo, tendría que admitir que había estado hablando de él con Carmen, y sabía que, si Sergio se enteraba de que había estado sonsacando a la mujer, se iba a enfadar mucho. Muchísimo.Cuando entró en el juzgado, su cliente ya estaba esperándola. El pobre hombre parecía muy nervioso y no lo tranquilizaba nada el hecho de que el