—Está diluviando, Maggie, ¿por qué no le dices a Diego que te lleve a clase hoy? Y a ver si así...
Sé lo que quiere mi madre porque es lo que todos queremos: que Diego vuelva a ser Diego.
—Se lo diré, pero no me cuesta coger el autobús.
Ella me lanza una mirada de soslayo, una mezcla entre preocupación y cansancio. Siento la presión, aunque también sé que obligarlo a interactuar conmigo no va a cambiar las cosas de la noche a la mañana. Mi madre me pasa una taza de café para que se la suba y de paso mequita el pelo, rubio como el de ella, de la cara. El gesto es tan automático que no puedo evitar sonreír.
—Deberías hablarle más. No es bueno que esté tanto tiempo solo —dice mi madre.
Subo las escaleras con pasos pesados, como si estuviera arrastrando una tonelada de incomodidad conmigo. Cuando llego a la puerta de su habitación, dudo un segundo antes de llamar. Esto es muy raro. Las cosas antes no eran así.
—¿Diego? —llamo, y como no contesta aporreo con más fuerza—. Diego, Diego, Diego...
No hay respuesta, pero escucho el ligero crujido de la cama. Decido girar el pomo pero tiene el pestillo. Lo escucho gruñir y soltar alguna que otra palabrota antes de abrir. Para mi sorpresa va vestido con sus típicos pantalones de chándal y una simple sudadera negra. Es un paso después de que lleva toda la semana sin pisar la Universidad.
—¿Qué quieres? —brama, como todo lo que dice últimamente, de mala gana.
—Para empezar: traerte un café, porque no has bajado a desayunar —respondo mientras le tiendo la taza, y de seguido pongo mi mejor sonrisa, una sincera—. Y para seguir, ¿puedes llevarme al instituto?
Diego se apoya en el marco de la puerta, los músculos de sus brazos tensándose bajo la tela de la sudadera. Me mira con esos ojos oscuros que siempre han tenido algo de intimidante, pero ahora es como si hubiera una pared más alta entre nosotros. La realidad es que Diego es muy guapo, el tipo de chico por el que te saltarías la parada de metro o te darías la vuelta en plena calle. Con el pelo negro y alborotado, y esos rasgos tan marcados que parecen esculpidos a mano. Siempre ha sido el chico por el que todas rumoreaban en el insituto. Un año, por San Valentín, se le llenó la taquilla de cartas.
—Salimos en quince minutos, si no estás lista me voy sin ti.
Me sorprende que acceda tan rápido. No sé si es porque quiere evitar otra discusión o si, tal vez, una pequeña parte de él también quiere volver a la normalidad. Pero sé que nada es tan simple con Diego. Él siempre es más complicado de lo que aparenta.
—¡Genial! —exclamo, y me alejo de la puerta—. Pues... me voy a vestir. ¿Vas a ir a la Universidad o...?
Es tarde, para cuando me doy cuenta él ya ha pateado la puerta para cerrármela en la cara, de nuevo.
Doy un paso y estoy dentro de mi habitación, la ropa que preparé anoche me espera tendida en el respaldo de la silla de mi escritorio. Me visto lo más rápido que puedo, pero mi mente no deja de revolotear en torno a Diego y a toda esta situación que se nos ha venido encima. Parece mentira que dos semanas atrás todos fuéramos felices.
Bajo corriendo las escaleras, abrochándome el abrigo mientras llego a la entrada. Diego ya está ahí, con las llaves del coche en una mano y su teléfono en la otra como si la pantalla lo escudara de que mi madre lo abordara. Sé que seguramente ella lo ha intentado.
—Estoy lista —digo, con un tono más alegre del que realmente siento.
—Por fin —responde sin emoción, y se dirige a la puerta de salida.
El coche está aparcado justo en frente de casa, y cuando subo al asiento del copiloto, el silencio entre nosotros es palpable, casi denso. Algo que nunca ha pasado entre nosotros.
—Gracias por llevarme. Sé que no es lo que te apetece hacer —comento.
—Me pilla de paso a la universidad.
—Oye... —me giro un poco en el asiento, lo justo para mirar y fijarme en su perfil tenso—. Espero que sepas que de verdad puedes hablar conmigo de lo que sea. Sé que no quieres hacerlo, pero cuando quieras solo tienes que abrir la puerta de mi habitación. Estoy literalmente a un paso de ti.
No espero que me diga nada, visto lo visto hasta podría patearme fuera de su coche. Lo veo mirarme y me pilla ya mirándolo. Al paso de unos largos segundos, por fin dice:
—Gracias. Pero no necesito hablar con nadie, Maggie. Mucho menos contigo.
Su tono es cortante, como si cada palabra estuviera destinada a crear más distancia entre nosotros. Finalmente, nos detenemos en un semáforo en rojo, y Diego suelta un largo suspiro. Parece estar a punto de decir algo, pero se contiene. Antes que ponerme a decirle lo gilipollas que me parece, decido morderme la lengua. << Lo está pasando mal, Maggie, ten paciencia. >>
No nos despedimos cuando me deja en el instituto y eso no deja de irritarme hasta que me quito el abrigo y lo aplasto en mi taquilla aunque me moje un poco los libros y apuntes. En el instituto por lo menos tengo tantas cosas que hacer y hay tantos cotilleos, que no puedo pararme a pensar en mi propia vida.
Durante la clase de la señora Claude nadie presta atención, es una de esas clases que existen y nadie sabe por qué. Vera se contorsiona desde su silla delante de mi y me sonríe con los labios bañados en bálsamo.
—¿Has mirado ya el programa de las universidades que pasé por el grupo? —me insiste.
—Ya te he dicho que mi principal elección es la que hay aquí. Cerca de casa y sin pagar residencia.
—Venga ya —exclama y alguien le chista por ahí—. ¿Al menos has visto los programas? Me prometiste que lo harías.
—Y lo haré —respondo—. No he tenido tiempo con todo esto que ha pasado.
Tuerce el gesto. Vera es mi mejor amiga desde que entramos al instituto, lo sabe todo de mi y yo lo sé todo de ella. Estos últimos días ha estado bien que alguien me sacara temas de conversación diversos.
—Entiendo... ¡Eh! ¿Has escuchado lo de Patty? Se ha liado con un universitario y nos ha invitado a una fiesta este fin de semana.
Miro a la pizarra, aunque la señora Claude ha desistido y se ha sentado a corregir trabajos.
—¿Patty? Si la semana pasada todavía estaba llorando por aquel otro tío del campamento.
—Si leyeras el grupo habrías leído que eso es tema del verano y no se toca, dice que se pone sensible —sacude la mano como si nada y se contorsiona más—. ¿Entonces? ¿Vamos a la fiesta? Un poco de aire no te vendrá mal.
La idea de salir de fiesta me parece de lo más tentadora. Salir un poco del sofoco de casa y pasármelo bien será lo mejor antes que volverme loca.
—No tienes que convencerme de nada, saber que diré que sí.
La fiesta el nuestro de tema de conversación gran parte de la mañana hasta que caminamos a la parada del autobús y cada una coge una ruta diferente. Durante el camino debe de ser la primera vez en días que le presto atención a mi teléfono porque tengo un montón de mensajes y recordatorios de trabajos de clase a punto de pasarse de fecha de entrega, que es lo que me pongo a hacer en cuanto llego a casa.
Me espatarro en mi escritorio, sola, con la música resonando en el altavoz mientras hago todo lo que no he tocado en estos días. O lo intento, porque mi mente sigue en otras partes. A veces recuerdo el funeral, me recuerdo a mí misma llorando y recuerdo el momento en el que me lo contó mi padre con tanto tacto que hasta me dio pena echarme a gimotear como una niña pequeña. Lotte era una buena mujer, y como yo no conocí a mis abuelos, ella también había sido mi abuela de alguna manera. La quería muchísimo. Lotte me cortaba el pelo cuando lo tenía muy largo y me regaló mi primer estuche de maquillaje a los quince años. Era la abuela que todos nos merecemos.
—Llevas media hora con el bolígrafo en el aire.
Su voz llega desde su habitación al otro lado del estrecho pasillo. Parpadeo y giró la cabeza, que me basta para verlo sentado en su silla de escritorio fumándose un cigarro. ¿Cuándo ha llegado? ¿Cuánto tiempo lleva ahí?
—¿Y tú cuánto tiempo llevas ahí?
Se encoge de hombros, sin más, y suelta el humo como un chulo. Por un segundo me parece que va a sonreír como lo hacía antes y que me va a tirar una bola de papel para empezar una guerra infantil y divertida.
—Desde que has empezado a bizquear.
—Yo no bizqueo. ¿Tú no sabes hacer ruido o saludar al llegar?
Vuelve a encogerse de hombros reclinado en su silla.
—Tú deberías estar más pendiente, podría haber sido un ladrón, o peor.
—O peor: eres tú —bromeo, visto que esta es nuestra conversación más "normal"—. ¿Qué tal te ha ido la universidad?
Soy consciente de que en cualquier momento puede ponerse a la defensiva y cerrar su puerta, pero mientras dure, voy a fingir que todo es normal.
Diego se toma su tiempo para responder. Da una última calada a su cigarro antes de aplastarlo en un cenicero improvisado —una lata vacía de refresco— y, mientras lo hace, me mira de reojo.
—Igual que siempre.
No sé por qué esperaba otra respuesta. Siempre es lo mismo, monosílabos y evasivas. Pero al menos hoy ha aparecido de la nada para decirme algo, aunque sea un comentario sarcástico.
—Eso no es una respuesta —le replico.
—¿Y qué esperabas que te dijera? —arquea una ceja, como si estuviera genuinamente intrigado—. ¿Que ha sido el mejor día de mi vida? No me jodas.
—Claro que no —me levanto y me acerco a su puerta, apoyando el hombro en el marco como si fuera lo más natural del mundo—, pero podrías ser un poco más interesante de escuchar. Algo tipo: "Hoy he aprendido a hacer algo que me salvará la vida el día de mañana". O "he conocido a alguien simpático". No sé, algo más que... "igual que siempre".
Diego se cruza de brazos, pero todavía no parece que vaya a saltarme al cuello. Me observa en silencio, como si estuviera evaluando si vale la pena seguir con la conversación o simplemente cerrarme la puerta en la cara, otra vez. Pero no lo hace, lo que ya es un progreso.
—¿A alguien simpático? —repite con un dejo de burla—. ¿Y por qué querría conocer a alguien simpático?
—Porque es lo que hace la gente —le contesto, como si fuera obvio—. Conocer a personas nuevas, interactuar, vivir su vida. Cosas que hacías antes, ¿recuerdas?
—Ya conozco a la suficiente gente, no necesito más amigos.
La pregunta se me escapa, aunque tampoco quiero retenerla:
—¿Consideras que soy tu amiga?
Diego me mira, y en ese instante veo un destello en sus ojos que me hace dudar. ¿Lo he puesto incómodo? Por un momento, parece que está calculando la respuesta perfecta, algo que no revele demasiado pero que también sea fiel a su naturaleza. Termina suspirando, como rindiéndose a la verdad.
—Sí —responde, y sigue, pero yo ya estoy cruzando casi corriendo a su habitación para echarme contra sus brazos—. Una muy plasta a veces, pero sí.
Me lanzo sobre él antes de que pueda terminar la frase, y aunque su primera reacción es quedarse rígido, como si no supiera qué hacer con sus brazos, finalmente me rodea con ellos. Verme así, sentada en su regazo y echada en un abrazo contra su pecho no es algo que tampoco haya pasado muchas veces antes. Y se siente bien. Me quedo quieta en su regazo, sintiendo su respiración lenta y profunda contra mi oído. Es un momento de paz, aunque sé que no durará. Diego no es de los que permiten este tipo de cercanía por mucho tiempo, pero por ahora no se aparta. Solo me sostiene, sujeta en sus brazos como si se estuviera debatiendo entre apartarme o aferrarse a mí.
—Espero que sepas que tú también eres mi amigo. Siempre lo hemos sido.
Alejo lentamente la cabeza del hueco de su cuello. Estamos tan cerca y tan pegados que conozco a un par de chicas que si estuvieran en mi situación ya les habría dado un infarto de la emoción. Una parte de mi las entiende.
Diego me mira con esos ojos oscuros, y por un segundo veo algo distinto en su expresión, algo más allá de la frialdad habitual. Es como si, por fin, bajara la guardia, aunque solo un poco.
—Lo sé —musita y me empuja de su regazo—. Cierra la puerta cuando salgas.
Mis piernas rozan sus rodillas aquí parada justo delante suya. ¿Ya? ¿Esto es todo lo que voy a conseguir?
—¿He agotado ya tus minutos amables del día?
—Te dije que me hicieras caso, así que ahora sal y cierra la puerta. Te lo estoy pidiendo por las buenas.
—¿Puedo intentar hablar con tu personalidad menos gilipollas mañana?
Y por primera vez, en lo que parece una eternidad, suelta una risa contenida, casi imperceptible. El sonido es inesperado, y su expresión cambia por un instante, como si se permitiera bajar la guardia por completo, aunque solo por ese momento.
—Quizás, si tienes suerte —responde, con una media sonrisa que se desvanece tan rápido como apareció.
Sé que no es mucho, pero estoy ganando pequeñas batallas.
—Entonces mañana lo intentaré —digo con un tono desenfadado, aunque por dentro me arde la esperanza.
Diego se inclina hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y su mirada se oscurece nuevamente, volviendo a esa dureza a la que me he acostumbrado. Pero sé que debajo de todo ese muro hay más de lo que él deja ver.
—Anda, vete—dice, señalando una vez más la puerta con un gesto sutil.
Sus palabras no son una despedida fría, pero tampoco son cálidas. Simplemente son. Aun así, siento que hoy he logrado más de lo que esperaba. Y antes de que me eche, ya sí, a patadas, me agacho tan deprisa que corto el aire en el proceso de dejarle un beso en la frente. Diego se queda quieto cuando mis labios le rozan. Es un gesto rápido, casi impulsivo, pero el impacto es instantáneo.
Tras eso, salgo despedida de su habitación, cerrando la puerta tal y como me lo ha pedido.
Estar en casa me sofoca, y más cuando parece que todos intentamos volver a la normalidad sin mucho éxito. No voy a decir que Diego es un intruso en casa, pero hay algo a lo que todavía nadie se acostumbra del hecho. Hablar con él sigue siendo una misión imposible. Se va temprano a la universidad, a veces me lleva a clase y otras, cuando golpeo en su puerta, él ya se ha marchado; y llega tarde a casa, casi cuando anochece.Por eso hoy, viernes, cuando Vera me ha ofrecido comer en su casa después del instituto y arreglarnos juntas para la fiesta, he aceptado sin dudar. El simple hecho de salir y respirar aire fuera de las paredes que me han estado apretando durante semanas es un alivio.En cuanto entro en su casa, me recibe el sonido de la música y el aroma de alguna comida exótica que su madre probablemente ha sacado de un libro de recetas que colecciona desde que la conozco. Lleva el delantal manchado de harina y nos agita una espátula de madera con entusiasmo.—¡Hola chicas! —nos sal
Mentiría si dijera que, de algún modo, no me siento como en una nube. Besar a Diego ha sido inesperado, repentino, puede que una completa y total locura...—¡Eh! —Vera me sacude la mano con tantas ganas delante de la cara que casi me golpea—. ¡Estas ida!Parpadeo y me inclino lo justo como si fuera un secreto a voces. Aún tengo que creérmelo.—He besado a Diego. O nos hemos besado, no sé.—¿Qué? —me agarra del brazo y se queda ojiplática —¿¡Cuándo!? ¿Dónde? ¡Cuéntamelo todo, por favor!Su entusiasmo me hace reír. Siempre ha sido así, más entusiasta de las historias ajenas que de las suyas propias. Me muerdo el labio, todavía saboreando los rastros del momento, y trato de ordenar las palabras.—Hace un rato, en el patio —murmuro.Vera me mira fijamente, y por un segundo parece a punto de explotar de emoción. La cabeza de Patty se despega del chico universitario y también sonríe con amplitud.—¿Que te has enrollado con Diego? —suelta una carcajada que resuena por encima de la música, mi
Hoy es uno de esos días en los que los recuerdos parecen aferrarse a cada rincón de la casa, como si quisieran recordarnos que el pasado nunca se va del todo.Los pasillos de nuestra casa han sido testigos de tantos momentos, pero hoy tienen un aire diferente. La llegada de Diego ha cambiado la atmósfera, convirtiendo cada rincón en un escenario de silencio incómodo. No puedo evitar sentir que la casa está conteniendo la respiración, esperando algo que ninguno de nosotros puede definir.Lo veo sentado en el borde de la cama de la habitación de invitados (que supongo que ahora es su habitación desde que mis padres lo dejaron instalarse allí la semana pasada). Lo veo encorvado, clavándose los codos en las rodillas y jugueteando con un anillo de oro pesado entre sus dedos: El anillo de su abuela. Una de esas reliquias destinada a pasar de generación en generación.Levanto la mano y golpeo la puerta con los nudillos. Él levanta la mirada y me sigo sorprendiendo por la frialdad que siempre