Hoy es uno de esos días en los que los recuerdos parecen aferrarse a cada rincón de la casa, como si quisieran recordarnos que el pasado nunca se va del todo.
Los pasillos de nuestra casa han sido testigos de tantos momentos, pero hoy tienen un aire diferente. La llegada de Diego ha cambiado la atmósfera, convirtiendo cada rincón en un escenario de silencio incómodo. No puedo evitar sentir que la casa está conteniendo la respiración, esperando algo que ninguno de nosotros puede definir.
Lo veo sentado en el borde de la cama de la habitación de invitados (que supongo que ahora es su habitación desde que mis padres lo dejaron instalarse allí la semana pasada). Lo veo encorvado, clavándose los codos en las rodillas y jugueteando con un anillo de oro pesado entre sus dedos: El anillo de su abuela. Una de esas reliquias destinada a pasar de generación en generación.
Levanto la mano y golpeo la puerta con los nudillos. Él levanta la mirada y me sigo sorprendiendo por la frialdad que siempre he visto en Diego. No recuerdo verlo llorar, ni aquí en casa ni en el funeral. Nunca he visto a Diego ser muy humano y eso que lo conozco de toda la vida.
—Hola —musito, porque levantar la voz se siente extraño.
—No vengas a preguntarme cómo estoy —responde él, con una voz que, aunque áspera, quiero leer la tristeza.
No quiero pensar que la vida de Diego ha sido dura, no me gusta hacerlo. Sus padres fallecieron en un accidente cuando eramos pequeños, y su abuela fue la persona que lo cuidó y le dio amor. Siempre la vi como una figura amable y cálida, un contraste con la frialdad que a veces percibo en Diego. Lotte, la abuela de Diego, era una mujer de historias y sonrisas, de tardes en el jardín y cálidos abrazos. Me cuesta aceptar que alguien con un pasado tan lleno de amor y apoyo pueda ser tan distante. Todo el mundo ha amado a Diego.
—En realidad venía a ofrecerte un café.
—Cuando quiera algo ya bajaré yo —responde con frialdad, sin siquiera mirarme directamente.
Me muerdo la lengua. Está siendo un capullo, que siempre lo ha sido un poco, así que no es raro.
—Ya, es que llevas sin bajar todo el día y nunca lo haces cuando estamos todos. Empiezas a preocuparnos.
—No necesito que nadie se preocupe por mi.
—Pero lo hacemos —y añado, con un esfuerzo por mantener mi voz suave y sincera—, porque te queremos.
Yo lo hago. Yo quiero a Diego. Desde que tengo recuerdos él siempre ha estado aquí, así que a pesar de las rabietas que me he pillado por su culpa, también le quiero.
Se levanta la cama y me felicito un poco. No puede pasar más de una semana aquí encerrado y saliendo cuando nadie le ve. ¡No es un fantasma! Y su presencia es difícil de pasar desapercibida. Doy un paso atrás para dejarlo salir, sus zapatillas negras hacen crujir la tarima y levanto un poco la cabeza para mirarlo cuando está cerca. Finalmente, me cierra la puerta en la cara. << Joder >> pienso mientras escucho el clic de la cerradura.
—Vale —asumo—. Pues te quedas sin café.
Me doy la vuelta y me dirijo a la cocina en la planta baja. Mis padres estan ahí, sentados en un silencio sepulcral cada uno en una punta de la mesa. Los dos parecen envueltos en una especie de resignación silenciosa que coincide con el estado de la casa.
—¿Cómo está? —me pregunta mi madre, apartándose los mechones rubios de la frente.
—Como siempre, no es que nunca haya sido muy abierto y ahora lo es menos.
—Dejad al chico —se entromete mi padre—. Es mayorcito y quiere pasar su luto solo.
—¿Y crees que es lo mejor? —le rebate mi madre, y empieza a sonar a una de sus tantas discusiones—. Diego es parte de esta familia y voy a cuidarlo... vamos a hacer todo lo que podamos por él y porque se sienta como en casa.
—Está diluviando, Maggie, ¿por qué no le dices a Diego que te lleve a clase hoy? Y a ver si así...Sé lo que quiere mi madre porque es lo que todos queremos: que Diego vuelva a ser Diego.—Se lo diré, pero no me cuesta coger el autobús.Ella me lanza una mirada de soslayo, una mezcla entre preocupación y cansancio. Siento la presión, aunque también sé que obligarlo a interactuar conmigo no va a cambiar las cosas de la noche a la mañana. Mi madre me pasa una taza de café para que se la suba y de paso mequita el pelo, rubio como el de ella, de la cara. El gesto es tan automático que no puedo evitar sonreír.—Deberías hablarle más. No es bueno que esté tanto tiempo solo —dice mi madre.Subo las escaleras con pasos pesados, como si estuviera arrastrando una tonelada de incomodidad conmigo. Cuando llego a la puerta de su habitación, dudo un segundo antes de llamar. Esto es muy raro. Las cosas antes no eran así.—¿Diego? —llamo, y como no contesta aporreo con más fuerza—. Diego, Diego, Dieg
Estar en casa me sofoca, y más cuando parece que todos intentamos volver a la normalidad sin mucho éxito. No voy a decir que Diego es un intruso en casa, pero hay algo a lo que todavía nadie se acostumbra del hecho. Hablar con él sigue siendo una misión imposible. Se va temprano a la universidad, a veces me lleva a clase y otras, cuando golpeo en su puerta, él ya se ha marchado; y llega tarde a casa, casi cuando anochece.Por eso hoy, viernes, cuando Vera me ha ofrecido comer en su casa después del instituto y arreglarnos juntas para la fiesta, he aceptado sin dudar. El simple hecho de salir y respirar aire fuera de las paredes que me han estado apretando durante semanas es un alivio.En cuanto entro en su casa, me recibe el sonido de la música y el aroma de alguna comida exótica que su madre probablemente ha sacado de un libro de recetas que colecciona desde que la conozco. Lleva el delantal manchado de harina y nos agita una espátula de madera con entusiasmo.—¡Hola chicas! —nos sal
Mentiría si dijera que, de algún modo, no me siento como en una nube. Besar a Diego ha sido inesperado, repentino, puede que una completa y total locura...—¡Eh! —Vera me sacude la mano con tantas ganas delante de la cara que casi me golpea—. ¡Estas ida!Parpadeo y me inclino lo justo como si fuera un secreto a voces. Aún tengo que creérmelo.—He besado a Diego. O nos hemos besado, no sé.—¿Qué? —me agarra del brazo y se queda ojiplática —¿¡Cuándo!? ¿Dónde? ¡Cuéntamelo todo, por favor!Su entusiasmo me hace reír. Siempre ha sido así, más entusiasta de las historias ajenas que de las suyas propias. Me muerdo el labio, todavía saboreando los rastros del momento, y trato de ordenar las palabras.—Hace un rato, en el patio —murmuro.Vera me mira fijamente, y por un segundo parece a punto de explotar de emoción. La cabeza de Patty se despega del chico universitario y también sonríe con amplitud.—¿Que te has enrollado con Diego? —suelta una carcajada que resuena por encima de la música, mi