5

El silencio del pasillo es casi asfixiante cuando me lo encuentro. Ni siquiera escucho el sonido de mis pasos. Sólo lo veo a él, con esa expresión de distancia que cada vez me resulta más desconcertante. ¿Cómo es posible que alguien tan cercano, que he conocido durante toda mi vida, se sienta tan lejano ahora? Intercambianos miradas y cada uno sigue su camino.

Sé que ha vuelto un poco a su rutina de ir a la universidad y salir con sus amigos, cosa que alegra a mi madre. Ver que Diego vuelve un poco a su rutina da esperanza a que todo este calvario termine pronto. Mis padres podrán volver a discutir a gritos, Diego volverá a ser bromista, y mi normalidad me dejará estudiar en paz.

Hasta entonces, yo camino al autobús por las mañanas hundida en mi abrigo, con un paraguas enano que mi madre insiste que coja, y rezando porque la nube negra que se cierne sobre la ciudad no rompa a llover antes de que llegue a la parada. Pero todo está en mi contra últimamente: Diego y nuestro beso, el que no puedo dormir por las noches porque no dejo de darle vueltas al tema, que el corazón se me sale por la boca cada vez que escucho el traqueteo en la habitación de enfrente... y, por supuesto, la lluvia. La primera gota cae justo cuando doblo la esquina, y sé que no habrá escapatoria. Acelero el paso, pero en cuanto estoy a mitad de camino hacia la parada, el cielo se abre y una cortina de agua me envuelve. Mi paraguas, tan pequeño como inútil, apenas sirve para protegerme. El frío y la humedad se cuelan por cada fibra de mi abrigo, empapándome hasta los huesos.

Cuando estoy a punto de llegar a la parada, el rugido de un motor me hace girar la cabeza. Ahí está otra vez. Diego. Aparca justo a mi lado, y baja la ventanilla del coche.

—Sube —me dice, con esa voz que mezcla cansancio y determinación, como si ofrecerme un asiento fuera tanto un gesto de cortesía como una obligación.

No quiero subirme por orgullo, pero el agua fría me está calando hasta los huesos.

—Gracias —musito, a secas.

Encontrarme ahora en su coche, a solas, me pesa en el pecho. Nunca me había sentido así por Diego, tan nerviosa, tan deseosa de que me hable. Resoplo, quitándome el pelo de la cara y secándome las manos en los vaqueros. 

—Podrías haberme pedido que te llevara.

—Ya, es que no sé si estamos para que te pida nada.

Gran parte del viaje me dedico a dibujar formas en la ventanilla. Ignorando que siento el peso de su mirada puesta en mi. Ni siquiera me despido cuando llegamos al instituto y doy zancadas dentro para refugiarme. Esta es nuestra nueva dinámica: ignorarnos. Y me molesta. Me molesta muchísimo que seamos así cuando no dejo de fantasear como serían las cosas si después del beso nos hubiéramos quedado juntos. << Ay Dios, ¿pero qué me pasa? >>

Vera se retuerce desde su pupitre y me da esa mirada.

—¿Vienes a comer con Patty y conmigo? No estás respondiendo los mensajes del grupo.

—Iré a casa. Tengo trabajos todavía atrasados, pero ¿podemos salir este fin de semana?

Me da una sonrisa aliviada. Tengo el consuelo de que con ellas siempre me despisto.

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Por la noche soy incapaz de conciliar el sueño. La tormenta me tiene sentada sobre la encimera de la cocina, con un vaso de leche caliente entre las manos y esperando a que los párpados se me caigan más pronto que tarde, espero.

Entonces, el sonido de la tarima crujiendo me hace enderezarme. Sé que es Diego. Escucho el roce de sus pasos en el pasillo, cómo se acerca a la cocina, y mi corazón comienza a latir más rápido. Sus ojos, que parecen más oscuros en la penumbra, me recorren desde los pies descalzos, subiendo por mi pijama azul turquesa hasta como las manos me tiemblan un poco sujetando la taza. Su presencia llena el pequeño espacio de una manera casi palpable. Se detiene en el umbral de la cocina.

—¿Llevas mucho ahí sentada?

—No puedo dormir.

Diego asiente, pero no dice nada y yo vuelvo a mirar por la ventana llena de mini gotitas que echan carreras.

—Estás temblando. ¿Cuándo te vas a quitar el miedo infantil a las tormentas?

—¿Tú tampoco puedes dormir?

—He recordado que eres una niña miedica. Me he asomado a tu cuarto pero no estabas, y la casa tampoco es tan grande.

Ver que de alguna forma se ha preocupado por mi, me hace sentir mejor. Como si, aunque sea solo por estos momentos, las cosas entre los dos recobraran la normalidad.

—Estoy esperando a que pare un poco, aquí no se escucha tanto. Mi habitación retumba.

—No va a parar, así que a menos que quieras pasarte ahí sentada toda la noche, deberías intentar dormir.

—No voy a poder dormir —repito—. Y no tienes que quedarte aquí conmigo. Ya no tengo siete años.

—Me he quedado contigo hasta que tenías quince —me recuerda, como si yo hubiera olvidado todas las tardes que me acompañaba dentro de casa porque no quería salir a jugar.

—¿Y por qué no lo seguiste haciendo? 

Durante un segundo, creo que va a dejar la pregunta en el aire, como hace siempre. Pero esta vez, en lugar de evadirla, me sorprende respondiendo.

—Crecimos —dice finalmente, con esa simpleza que parece vacía.

—Eso no es una buena respuesta, porque estás aquí ahora.

—Estoy haciendo una excepción.

Asiento lentamente con la cabeza, como si por dentro no me muriera de ganas de avasallarlo a preguntas que sé que dejará sin responder.

—Deberías hacer más excepciones —opino—. Te quedan bien.

—No sigas por ahí.

Y de nuevo, el reto en sus palabras me envalentona más de lo que debería.

—¿O qué?

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