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—Ya sabes lo que pasó la última vez que te pusiste en este plan —dice—. Luego lloriqueas.

Me quedo pasmada, sintiendo el calor subirme por la cara. ¿Cómo puede decir eso? ¿Que yo "me pongo en este plan"? Él tampoco se alejó, es más, si cierro los ojos, recuerdo y siento con claridad sus manos arrimándome a él, y besándome con las mismas —o más— ganas.

—¿Perdona? —pregunto, bajándome de la encimera boquiabierta—. Te recuerdo que tú te pusiste en este mismo plan también.

Diego me mira con los ojos entornados. Puedo sentir la energía que emana de él, ese magnetismo irresistible. La tormenta ilumina la cocina brevemente, y su silueta enmarcada por un aura depredador. Cada paso que Diego da hacia mí parece sincronizado con los latidos de mi corazón, que se han vuelto fuertes, casi atronadores en mis oídos.

—No te hagas el tonto, Diego —insisto, sintiendo cómo mi cuerpo se tensa de pura frustración. Le señalo acusadora—. No fui solo yo.

Mi dedo y la intensidad con la que lo señalo no son
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