Mentiría si dijera que, de algún modo, no me siento como en una nube. Besar a Diego ha sido inesperado, repentino, puede que una completa y total locura...
—¡Eh! —Vera me sacude la mano con tantas ganas delante de la cara que casi me golpea—. ¡Estas ida!
Parpadeo y me inclino lo justo como si fuera un secreto a voces. Aún tengo que creérmelo.
—He besado a Diego. O nos hemos besado, no sé.
—¿Qué? —me agarra del brazo y se queda ojiplática —¿¡Cuándo!? ¿Dónde? ¡Cuéntamelo todo, por favor!
Su entusiasmo me hace reír. Siempre ha sido así, más entusiasta de las historias ajenas que de las suyas propias. Me muerdo el labio, todavía saboreando los rastros del momento, y trato de ordenar las palabras.
—Hace un rato, en el patio —murmuro.
Vera me mira fijamente, y por un segundo parece a punto de explotar de emoción. La cabeza de Patty se despega del chico universitario y también sonríe con amplitud.
—¿Que te has enrollado con Diego? —suelta una carcajada que resuena por encima de la música, mientras Vera la mira como si acabara de descubrir el mejor chisme de la noche.
Asiento, casi con tantas ganas como de seguir contándoles más. Estiro el cuello hacia el patio y, después, hacia la barandilla del piso de arriba. No hay ni rastro de Diego.
—Bueno, chica, ya sabes lo que dicen... Los que se pelean, se desean. —Patty se ríe, dándome un empujoncito, y Vera asiente enérgicamente.
Todas nos reímos, aunque mi mente sigue buscando a Diego en cada rincón.
Me arrastran hacia la cocina. La música retumba a nuestro alrededor, haciéndome sentir como si el suelo vibrara bajo mis pies. Mientras avanzamos entre la multitud, no puedo dejar de pensar en el momento en el que Diego y yo nos besamos. La sensación de su piel contra la mía, la intensidad del momento... Todo sigue tan vivo, pero al mismo tiempo, parece tan irreal.
Cojo el vaso de chupito y el alcohol me quema la garganta con amargura. La primera vez que probé el alcohol cosa de dos años atrás, no terminé vomitando de milagro.
—¿Sabes? —empieza, tambaleándose un poco—. No me habías contado que Diego te gustaba. Qué mala amiga —dramatiza.
—¡Eso! —exclama Patty.
Me rio, aunque recordar el momentito en el patio me está revolucionando unos pensamientos que tenía muy claros: a mi Diego nunca me ha gustado. Hemos crecido juntos, casi como familia. Conozco a Diego siendo un bromista, un galán atractivo que ha conquistado cientos de chicas, y que, con el paso de los años, se ha ido apagando. No recuerdo el punto en el que nos distanciamos, puede que sea cuando entró en la universidad y dejamos de encontrarnos por los pasillos del instituto, o un poco antes cuando la abuela Lotte empezó a enfermar.
—Es que no me ha gustado nunca, sabéis que siempre lo he visto como un amigo —repito, cuando la verdad es que, desde que nos besamos, esa afirmación se siente más frágil.
Yo me he lanzado, yo le he besado. Pero en mi defensa, la gente se besa a todas horas. Y estaba taaan cerca, y es taaan guapo...
Miro el vaso que Patty me ofrece, de nuevo, dudando entre si aceptarlo o ir recuperando la cordura. Al final, todo me da un poco igual. Pero, aunque trato de disfrutar del momento, en el fondo, la inquietud se aferra a mí. Estoy deseando verlo, y hablar, pero las horas pasan y Vera y yo cogemos un taxi para volver a su casa.
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Por la mañana todo se siente extraño, como si el mundo fuera un poco más brillante, pero también más confuso. No he dejado de pensar en el beso con Diego, una mezcla de emoción y nervios me acompaña mientras vuelvo hacia mi casa.
Mis padres están despiertos cuando llego, lo sé porque las ventanas están abiertas para airear la casa y un olor a reposteria casera sale de la cocina. La música de la fiesta y las risas de mis amigos aún resuenan en mi mente, pero ahora se mezclan con la realidad del hogar.
—Buenos días, cariño —me saluda mi madre con una sonrisa que en elgún momento volverá a ser tan radiante a como lo era antes—. ¿Qué tal en casa de Vera?
—Bien —me limito a decir—. Umm... ¿Sabes si está Diego?
—Creo que en su habitación. No ha salido todavía, mira a ver si tú...
Antes de que termine yo ya estoy plantada frente a su puerta, golpeando con los nudillos. Silencio. Me doy cuenta de que podría darme la vuelta y dejarlo para más tarde, pero no puedo. Necesito y quiero hablar con él.
Vuelvo a golpear, un poco más fuerte esta vez.
—¿Diego? Sé que estás ahí.
Escucho un crujido en la tarima y el rechinar de las visagras cuando la puerta se abre. Por un instante, el aire se espesa. Mis ojos recorren su figura, desde sus músculos esculpidos que la toalla que le cuelga de las caderas resalta, hasta los pequeños destellos de agua que resbalan por su pecho. La familiaridad de su presencia se mezcla con una nueva y desconcertante atracción.
—¿Qué quieres? —pregunta, su tono es más brusco de lo que esperaba.
Intento ordenar las palabras en mi boca antes de titubear. Llevo ansiosa por hablar con él desde anoche, y ahora que lo veo en toalla y recién duchado, casi ni me aclaro.
—Quería... umm... hablar —tropiezo con la frase, tratando de mantener la mirada fija en sus ojos, que parecen más oscuros de lo habitual—. Sí, hablar. De lo de anoche.
—¿Sobre qué? —susurra, aunque su tono parece un desafío.
¿Cómo que "sobre qué"?
—Sobre el cambio climático, Diego, ¿a tí que te parece? —a veces su falta de implicación me saca de mis casillas—. Sobre que nos enrolláramos en la fiesta.
Lo veo erguirse, echarse contra el marco de la puerta con una despreocupación que parece casi calculada. Me pregunto si él ha pensado tanto en el beso como yo lo he hecho, y si ya ha planeado sus movimientos en esta conversación.
—¿Y qué esperas? La gente se lia de fiesta, Margaret, no le des tanta importancia.
Intento recordar que, en el fondo, este es Diego, mi Diego, pero el chico que tengo delante es un desconocido con aura de gilipollas. No creo que nosotros seamos "gente" así sin más.
—Sólo he pensado que nos vendría bien aclarar las cosas —digo, tratando de mantener la calma. Me esfuerzo por encontrar el tono adecuado, pero la frustración se asoma en mi voz.
—¿Qué cosas?
Su actitud me enciende. Pasando por alto lo que pasó la última vez que nos tocamos —anoche—, le doy en el pecho con un dedo acusador.
—Deja de ser así conmigo, pedazo de idiota engreído. He venido con toda mi buena fe a... bueno, es que ni sé a qué he venido —admito—. Quería hablar contigo y estás imposible.
—¿Y qué hay que hablar? —susurra, su tono ha perdido algo de su rudeza, pero sigue siendo incisivo—. La vida sigue. La gente se besa y sigue adelante. No es la primera vez que me pasa, y no será la última.
Su respuesta consigue molestarme, no es algo que esperara ocurrir. Aunque, ¿qué esperaba? ¿Volver a besarnos? ¿Que no fuera tan capullo?
—Estás siendo un gilipollas injustificado.
Se encoge de hombros, sin mucho ánimo, y da un paso atrás. Veo su disposición a darme un portazo en las narices.
—No esperes nada de mi, Maggie. Va a ser lo mejor.
Hoy es uno de esos días en los que los recuerdos parecen aferrarse a cada rincón de la casa, como si quisieran recordarnos que el pasado nunca se va del todo.Los pasillos de nuestra casa han sido testigos de tantos momentos, pero hoy tienen un aire diferente. La llegada de Diego ha cambiado la atmósfera, convirtiendo cada rincón en un escenario de silencio incómodo. No puedo evitar sentir que la casa está conteniendo la respiración, esperando algo que ninguno de nosotros puede definir.Lo veo sentado en el borde de la cama de la habitación de invitados (que supongo que ahora es su habitación desde que mis padres lo dejaron instalarse allí la semana pasada). Lo veo encorvado, clavándose los codos en las rodillas y jugueteando con un anillo de oro pesado entre sus dedos: El anillo de su abuela. Una de esas reliquias destinada a pasar de generación en generación.Levanto la mano y golpeo la puerta con los nudillos. Él levanta la mirada y me sigo sorprendiendo por la frialdad que siempre
—Está diluviando, Maggie, ¿por qué no le dices a Diego que te lleve a clase hoy? Y a ver si así...Sé lo que quiere mi madre porque es lo que todos queremos: que Diego vuelva a ser Diego.—Se lo diré, pero no me cuesta coger el autobús.Ella me lanza una mirada de soslayo, una mezcla entre preocupación y cansancio. Siento la presión, aunque también sé que obligarlo a interactuar conmigo no va a cambiar las cosas de la noche a la mañana. Mi madre me pasa una taza de café para que se la suba y de paso mequita el pelo, rubio como el de ella, de la cara. El gesto es tan automático que no puedo evitar sonreír.—Deberías hablarle más. No es bueno que esté tanto tiempo solo —dice mi madre.Subo las escaleras con pasos pesados, como si estuviera arrastrando una tonelada de incomodidad conmigo. Cuando llego a la puerta de su habitación, dudo un segundo antes de llamar. Esto es muy raro. Las cosas antes no eran así.—¿Diego? —llamo, y como no contesta aporreo con más fuerza—. Diego, Diego, Dieg
Estar en casa me sofoca, y más cuando parece que todos intentamos volver a la normalidad sin mucho éxito. No voy a decir que Diego es un intruso en casa, pero hay algo a lo que todavía nadie se acostumbra del hecho. Hablar con él sigue siendo una misión imposible. Se va temprano a la universidad, a veces me lleva a clase y otras, cuando golpeo en su puerta, él ya se ha marchado; y llega tarde a casa, casi cuando anochece.Por eso hoy, viernes, cuando Vera me ha ofrecido comer en su casa después del instituto y arreglarnos juntas para la fiesta, he aceptado sin dudar. El simple hecho de salir y respirar aire fuera de las paredes que me han estado apretando durante semanas es un alivio.En cuanto entro en su casa, me recibe el sonido de la música y el aroma de alguna comida exótica que su madre probablemente ha sacado de un libro de recetas que colecciona desde que la conozco. Lleva el delantal manchado de harina y nos agita una espátula de madera con entusiasmo.—¡Hola chicas! —nos sal