3

Estar en casa me sofoca, y más cuando parece que todos intentamos volver a la normalidad sin mucho éxito. No voy a decir que Diego es un intruso en casa, pero hay algo a lo que todavía nadie se acostumbra del hecho. Hablar con él sigue siendo una misión imposible. Se va temprano a la universidad, a veces me lleva a clase y otras, cuando golpeo en su puerta, él ya se ha marchado; y llega tarde a casa, casi cuando anochece.

Por eso hoy, viernes, cuando Vera me ha ofrecido comer en su casa después del instituto y arreglarnos juntas para la fiesta, he aceptado sin dudar. El simple hecho de salir y respirar aire fuera de las paredes que me han estado apretando durante semanas es un alivio.

En cuanto entro en su casa, me recibe el sonido de la música y el aroma de alguna comida exótica que su madre probablemente ha sacado de un libro de recetas que colecciona desde que la conozco. Lleva el delantal manchado de harina y nos agita una espátula de madera con entusiasmo.

—¡Hola chicas! —nos saluda con efusividad—. ¿Qué tal las clases? Id a lavaros las manos que esto ya casi está.

Cuando conoces a la madre de Vera entiendes enseguida de dónde ella ha sacado su personalidad risueña y optimista. Me siento aliviada al estar rodeada de la calidez y la energía positiva de su casa, tan distinta al ambiente frío y distante en el que me encuentro últimamente en la mía. 

Después de lavarnos las manos, nos sentamos en la mesa y le contamos a su madre el plan de la tarde y la noche. Quizás es porque su madre es súper alegre, o porque es súper hippie, pero hablar con ella es como hacerlo con otra amiga. Al terminar, Vera se pierde lavándose los dientes y yo ayudo a su madre a recoger un poco la mesa.

—Maggie —llama y yo murmuro—. Me ha contado Vera lo que pasa en tu casa y, cariño, si necesitas lo que sea esta es tu casa, lo sabes ¿verdad?

Sentir que me aprecian de este modo es reconfortante. ¿Es así como se siente Diego en casa? ¿Reconfortado? ¿O todos los días que ha pasado en mi casa no le han hecho sentirse cómodo? ¿Es eso? ¿No se siente a gusto?

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A eso de las ocho, cuando Vera ha revuelto todo su armario y me ha tirado a la cabeza mil conjuntos, el cuarto parece una explosión de ropa y accesorios. Hay prendas colgando del respaldo de la silla, otras esparcidas por la cama, y el suelo está cubierto de zapatos que Vera insiste en que pruebe aunque yo sé perfectamente que terminaré poniéndome los mismos de siempre.

Miro mi reflejo en el espejo, mis ojos castaños observan con escepticismo las opciones de ropa que Vera sigue desparramando por toda la habitación. Mi cabello rubio, que me llega hasta la cintura, se mueve con cada giro que doy, indecisa. Aunque podría experimentar más con mi apariencia, siempre tiendo a optar por lo seguro.

—Mira, te prometo que te pones una de estas faldas y no te arrepientes —dice, mostrándome otra opción, como si estuviera a punto de cambiar mi vida.

Vera es de mi misma estatura, con el cabello castaño y un flequillo que le enmarca la cara, siempre en movimiento mientras habla o ríe. Su energía es contagiosa, pero hoy ni siquiera eso me motiva demasiado. Solo quiero salir y perderme entre la multitud, sentirme un poco invisible, sin la carga de tener que devolverlo todo a la normalidad.

—Voy a aceptar ponerme —empiezo y la cara se le ilumina esperando que acepte las opciones salidas de los mundos de yupi—, quizás, la falda roja.

—¿La de lentejuelas? ¡Eso está hecho! —grita y se lanza al montón del "no" como si fuera un tesoro perdido, rebuscando entre el caos hasta que la encuentra—. Esto con una camiseta negra que tengo por ahí... ¡Vas a estar espectacular!

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La fiesta está en pleno auge cuando llegamos. La música retumba en las paredes de la casa, y las luces de colores se reflejan en los cuerpos que bailan y se mezclan en una coreografía caótica y alegre. Vera se mueve con una confianza innata, arrastrándome a través del bullicio. La microfalda roja de lentejuelas me da una extraña seguridad en mi misma mientras buscamos a Patty por algún lugar de la planta baja.

—¡Ahí está! ¡Patty! —grita Vera a todo pulmón.

Estiro el cuello y la veo, con su característico cabello rizado y una sonrisa que resalta entre la multitud. Está echada contra un chico que le saca como tres cabezas y lleva una sudadera con el logo de la universidad. 

—¡Qué bien que ya estéis aquí! —exclama Patty, su entusiasmo no ha disminuido ni un ápice. Entonces, señala al chico que tiene pegado a la espalda—. Este es Max, un amigo de por aquí. Max, ellas son Maggie y Vera. ¡Vamos por favor a por algo de beber! Estoy que me muero por una copa.

De camino a ser arrastrada a la cocina, los ojos me vuelan por todas partes, reconociendo el lugar para el resto de la noche. Veo las escaleras, y la barandilla del segundo piso sobre la que se encorvan un par de chicos. ¡Diego! Por mi cabeza no ha pasado la idea de que él pudiera estar aquí, seguramente porque no ha estado con ánimo ni siquiera de comer mucho, ¿cómo iba a imaginarme que vendría de fiesta? Pero está ahí, arriba, mirándome fijamente. 

La sorpresa de verlo me ha paralizado en mitad de la pista. Patty me saca de mi ensimismamiento, tirándome suavemente del brazo.

—¡Vamos! Antes de que se acaben los vasos de plástico.

Intento quitármelo de la cabeza y disfrutar de la noche. El chico universitario de Patty, Max, nos prepara unas bebidas cargadas de alcohol y, tras un par, nos encontramos meneándonos en mitad del bullicio al ritmo de una canción cualquiera. Por el rabillo del ojo distingo a Diego bajar las escaleras mientras se enciende un cigarro, y lo pierdo de vista cuando sale al patio trasero.

Sin mucho cavilar por mis ideas, ni en plantearme si es buena idea o no, le sigo. El porche de madera está algo atiborrado de gente, pero aún así es fácil de encontrar. Recostado contra la barandilla de madera y fumando algo que no huele a simple tabaco.

—¡Hola! —exlcamo, brincando a su lado por sorpresa. 

Diego se gira para mirarme sin un ápice de sorpresa, pero para la mía propia, esta noche no parece que vaya a ser un completo gruñón. 

—¿Estás borracha? Estás dando un numerito ahí dentro —señala desinteresado la fraternidad y vuelve a echar la vista al frente, dónde yo no estoy.

—No he bebido tanto, solo un poco. He venido a que me dé el aire. ¿Y tú? —curioseo, pero viendo su falta de ganas de hablar, insisto—. Me alegra verte aquí, aunque no es que te haya visto mucho por casa estos días...

—No empieces —sentencia con rudeza.

Levanto las manos. Tiene razón. Esta noche no es para hablar de esto. Diego parece relajarse un poco al ver que no voy a insistir más sobre el tema.

—En realidad he venido a molestarte un poco —bromeo.

—Ya lo haces, no es nada nuevo esta noche.

Me echo a reír por no tomármelo como una ofensa. Me está costando saber cuando dice las cosas enserio.

—¿Desde cuando fumas de eso? —pregunto deprisa, anticipándome al momento en el que me mande a paseo.

—Desde que tú te vistes como una stripper.

Entre ofenderme y tomármelo a coña, elijo lo segundo para no fastidiarme la noche.

—No voy de stripper —replico, y es cuando sus ojos por fin se fijan en mi con recochineo—. Bueno, la falda quizás lo parece un poco, ¡peeeero! —quiero aclarar, señalándo que obviamente me he puesto una camiseta súper normal—, la camiseta es súper recatada para contrastar.

Diego levanta una ceja, y cuando creo que va a soltar una pequeña sonrisa, gira la cabeza. Desesperada ya, me atrevo a acercar la mano a su mandíbula para obligarlo a que me sostenga la mirada aunque sean dos tristes segundos. Quiero preguntárselo: "¿por qué no puedes sostenerle la mirada a nadie?"

Cuando mi mano toca su piel, siento un pequeño temblor, una chispa de conexión que parece desmentir toda la rabia que descarga en mi. Diego me observa con una mezcla de determinación y un atisbo de vulnerabilidad que no había visto antes.

—No hagas esto —dice de nuevo, pero esta vez su voz es más suave, casi resignada.

Puedo notar cada detalle de su piel: las cicatrices por afeitarse, la barba incipiente por la dejadez. Cada textura me resulta fascinante bajo las yemas de mis dedos, despertando una curiosidad que no puedo controlar.

—No estoy haciendo nada —me defiendo, mientras mis dedos continúan explorando su mandíbula. La forma en que se deja tocar me sugiere que, en algún rincón de su interior, también está buscando un poco de consuelo—. Lo siento si te hemos presionado demasiado... Si yo lo he hecho... Es que...

—Para —me interrumpe, y siento cómo se tensa bajo mis dedos, su cuerpo volviéndose rígido y distante.

Decidida a mostrarme confianza, agarro su mandíbula con firmeza, intentando que mi voz sea tan segura como puedo con un par de copas de más.

—No me hables así, y no me des órdenes.

—Estás demasiado cerca, Margaret. Aléjate —por su tono puedo intuir que lo estoy llevando al límite de su paciencia, y del algún modo, quiero apretarlo hasta allí.

Diego me mira fijamente, sus ojos oscuros chispean con una mezcla de frustración y algo más profundo que no puedo descifrar. Estamos tan cerca que puedo sentir su respiración contra mi rostro, un aliento entrecortado que traiciona la calma que intenta mantener. En casa jamás me habría atrevido a llegar a este punto, pero aquí, con la música y el caos a nuestro alrededor, todo parece más fácil, más inevitable.

—¿O qué, Diego?

Sus labios se tensan, y por un segundo creo que va a apartarse, pero no lo hace. En lugar de eso, su mano se eleva, lenta, como si estuviera sopesando si debería tocarme o no. Cuando finalmente lo hace, sus dedos rozan la línea de mi mandíbula con una suavidad que me desarma. Es un gesto tan inesperado que me deja paralizada, el aire entre nosotros cargado de una tensión eléctrica. No puedo evitar que mi respiración se acelere, mis labios se entreabren, y siento que me flaquean las rodillas.

Creo que hemos llegado demasiado lejos, y sin embargo, mi mente no concibe dar un paso atrás. En el instante en que Diego empieza a abrir la boca, sus palabras a medio salir y su mirada decidida, el alcohol parece tomar el control, empujándome a dar un paso que hasta ahora me era impensable. Me inclino hacia él, la distancia entre nosotros se convierte en un punto de no retorno. Mis labios, temblorosos y decididos, encuentran los suyos en un beso que es tan inesperado como incontrolable.

Siento su sorpresa, pero también el calor de su boca y la determinación de sus manos buscando el hueco de mis caderas. Mis manos, que antes estaban inquietas en su mandíbula, ahora se deslizan por su cuello, tirando de él más cerca.  El calor de su boca y el roce de su piel contra la mía crean una fricción que parece encender cada fibra de mi ser. 

Finalmente, el beso se detiene, pero la intensidad de lo que acaba de pasar no se deshace. Me hormiguea el cuerpo entero, desde mis dedos aferrados a él hasta mis labios exhalando su sabor. Ha sido... 

—Vuelve dentro —me dice, pausado, empujándome sutilmente con sus manos lejos de él.

—Pero...

—Vuelve dentro, hace frío —dice, ordenándomelo esta vez—. Haz lo que te pido por una vez.

Antes de soltarme, soy capaz de sentir el calor de sus manos deslizarse por piernas hasta el extremo de las lentejuelas de la falda para bajármela un poco. Su gesto me hace sonreír un poco, atontada. ¡Qué locura acaba de pasar!

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