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El volumen de la radio es como el hilo musical de las tiendas: nos acompaña pero no sirve para llenar el silencio. De reojo veo a Diego concentrado en la carretera, con el codo apoyado en la ventanilla y toqueteándose los labios cada tanto.

—No te estás arrepintiendo de haber hablado, ¿verdad?

—No, que va.

—Ah, es que estás... silencioso. Vamos como siempre, no sé que me sorprende —admito.

—No es nada.

Sin embargo ese "nada" es tan poco creíble que, cuando me deja delante de casa, no quiero bajarme. Si me quedo aquí con él, las cosas no podrán cambiar tan drásticamente; si me bajo, quién sabe si va a correr a bloquearme de todas partes y a ignorarme como estas semanas.

—¿No vas a entrar? —dudo. El coche de mis padres está ahí aparcado y seguro que a mi madre le vendrá genial ver que Diego sigue pasándose por casa.

—Hoy no.

—No te cierres en banda otra vez —replico.

—No me estoy... —sisea y apoya la cabeza contra el siento—. Tengo cosas que hacer, Maggie, eso es todo. Te hablaré cuand
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