Capítulo 2 La servidumbre del deseo

Después de aquella noche que jamás olvidaré, aunque debo admitir que me agradó, no pude conciliar el sueño completamente. Al amanecer, con la cabeza embotada y el cuerpo exhausto, me vi obligada a levantarme y retomar mis labores.

A pesar de mi debilidad, comencé a barrer las afueras, pues esa tarea me correspondía en esta jornada. Mientras lo hacía, mis ojos se posaron sobre el balcón del príncipe, quien respiraba el aire fresco de la mañana. Quedé pasmada al ver cómo el viento jugueteaba con su cabello, y recordé la intimidad que la noche anterior había sellado entre nosotros.

Sin embargo, sacudí esos pensamientos de mi mente y me forcé a continuar con mi labor, aunque no me percaté de que él me observaba desde lo alto.

Tras un tiempo en la cocina con las demás sirvientas, me dirigí al jardín para atender las plantas, cuando encontré un pequeño bolso lleno de monedas. Solté un suspiro al notar que esta vez no había ninguna carta. Intuí que el mensaje era claro: el encuentro sería en el mismo lugar.

El día avanzaba mientras mis pensamientos estaban nublados por lo que me aguardaba esa noche. Traté de enfocarme en mis labores, pero mis labios permanecieron sellados. Ya hacía mucho que había aprendido que no debía confiar en nadie.

Más tarde, decidí tomar un breve descanso en el jardín, donde la brisa me brindaba alivio. No había nadie a la vista, y por un momento, sentí que podía relajarme.

De repente, escuché pasos. Al mirar, ahí estaba él, paseando tranquilamente. ¡Dioses! Me apresuré a hacer una reverencia y me retiré al costado. Él pasó junto a mí, observándome sin detenerse, mientras yo intentaba comportarme con normalidad. Mi corazón martilleaba, así que continué caminando hasta alcanzar una piedra bajo un árbol, donde me senté para descansar, comiendo una manzana mientras el viento refrescaba mi rostro.

Tras un rato, me levanté, sacudí mis vestiduras y reanudé mis labores, dirigiéndome a los pasamanos de los balcones de piedra. Mientras limpiaba, vi a una compañera trabajando a lo lejos, y de nuevo mi mente regresó a la noche pasada, provocando que un escalofrío recorriera mi cuerpo.

La vergüenza me nubló la razón, pero traté de concentrarme.

Mientras tanto, el príncipe, en el salón del consejo, escuchaba aburrido las interminables discusiones sobre la economía del reino y las ceremonias venideras, junto a su padre y los consejeros. Uno de ellos propuso:

-Majestad, como es de esperarse, algún día habéis de casaros, para preservar la sangre real y asegurar la sucesión. Propongo una gran ceremonia, en la que se convoquen a las damas más nobles y virtuosas de los reinos cercanos y lejanos, para que encontréis a vuestra futura esposa.

El rey asintió, aprobando la propuesta:

-Hijo mío, es tiempo de que encuentres una compañera que te brinde herederos y te acompañe en el trono.

-Padre, no tengo tal interés en estos momentos -respondió el príncipe, mostrando poco entusiasmo.

-Algún día te arrepentirás de haber despreciado esta oportunidad -replicó el rey, visiblemente molesto.

-Pues cuando ese día llegue, padre, buscaré una esposa digna -sentenció el príncipe con calma.

El príncipe, de noble estirpe targaryen, como sus progenitores, poseía el don que les otorgaba el poder de cabalgar dragones. Por tal motivo, era menester preservar la pureza de su linaje, pues solo así los hijos que de su estirpe naciere habrían de heredar tan preciada habilidad.

Si el príncipe no se desposaba con dama de su propia sangre, al menos debía tomar por esposa a una doncella de real cuna, para salvaguardar su buen nombre y, a la vez, asegurar que su descendencia naciese de linaje puro, como el suyo.

El príncipe era célebre no solo por su valentía y destreza en batalla, sino también por su inteligencia, sabiduría y aspecto físico imponente. Su rostro noble y su porte gallardo lo convertían en el objeto de admiración de todas las damas, nobles y plebeyas por igual.

Cada vez que se celebraba una ceremonia real, las mujeres casadas y solteras se encontraban embelesadas por su presencia, y los padres de las doncellas se apresuraban a ofrecer a sus hijas, junto con generosos presentes, en un intento por ganar el favor del príncipe.

Sin embargo, él nunca mostraba interés. Era un hombre alegre y afable, pero inquebrantable en su determinación, lo que le confería un aura de invencibilidad.

Conmigo, sin embargo, su trato era distinto. Siendo yo una humilde campesina, él se mantenía frío y distante, recordándome siempre mi lugar. Al caer la noche, me preparé con esmero, sabiendo que la puntualidad era una de las exigencias que él me había impuesto.

Caminé con precaución hacia el lugar del encuentro, y al llegar, vi su expresión desconcertada al observar mi vestido sencillo, hecho de telas baratas y desgastadas. No obstante, parecía agradarle, pues no apartaba sus ojos de mí.

-Majestad -murmuré, haciendo una reverencia.

-Hoy estás hermosa -dijo, acercándose lentamente. Me rodeó, observándome de pies a cabeza, y en un movimiento decidido, me atrajo hacia su cuerpo mientras yo le daba la espalda.

-Las estrellas y la luna parecen quedarse mudas ante nuestra presencia esta noche -susurró en mi oído, mientras su nariz rozaba mi cuello. Sus labios depositaban pequeños besos sobre mi piel.

Desató mis ropas con delicadeza, admirando mi cuerpo por un momento, antes de despojarse de las suyas. Se sentó en un sillón con su postura majestuosa, y ordenó con voz firme:

-Arrodíllate.

Frente a mí, su deseo era innegable por sus amenazas.

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