Capitulo 4 Sombras bajo la luna

Después de disfrutar en silencio de la brisa y la luna, él tomó mi rostro entre sus manos, observándome con atención, lo cual me llevó a mirarlo de igual manera. Se acercó, y por un momento pensé que me besaría, pero no lo hizo. En cambio, sus ojos recorrieron mi rostro y mis labios con deseo. Sus dedos acariciaron mi cabello con delicadeza antes de retirarse y ponerse de pie.

-Levántate -ordenó, su voz firme.

Obedecí sin rechistar, bajando la mirada en señal de respeto.

-Colócate allí, junto a la abertura -dijo, señalando un hueco en el muro sin ventana, por donde se filtraba la luz de la luna. Sabía lo que vendría después.

Me coloqué en el lugar indicado, mi corazón pesado, esperando lo inevitable. Escuché el sonido de su cinturón al desatarse. Se acercó, y sus manos, frías como el acero, empezaron a levantar mi vestido con lentitud mientras rozaba mis muslos. Cuando estuvo alzado, sentí cómo su cuerpo se pegaba al mío, su erección presionando contra mi intimidad, despertando en mí una extraña mezcla de placer y temor.

-Eres hermosa, tan dulce -murmuró con una voz cargada de deseo mientras comenzaba a moverse contra mí.

Sus manos recorrían mi espalda, sus caricias siguiendo el ritmo de sus embestidas. A pesar del placer que sentía, el miedo y la inseguridad no me abandonaban. Entonces, bajó mis ropas menores, dejándome desnuda ante su mirada. El frío de la noche me envolvía, y un escalofrío recorrió mi piel cuando se arrodilló ante mí, su lengua encontrando mi clítoris.

-Mmm, tu sabor es inigualable -susurró con deleite, saboreándome como si quisiera devorarme por completo mientras lambia y chupaba.

Mis rodillas temblaban y, con los ojos cerrados, gemía, incapaz de contener los sonidos de placer que escapaban de mis labios.

-Mmm... aaah... -dejé escapar un gemido, que pareció encender su pasión.

Incapaz de contenerse por más tiempo, se levantó e, introduciéndolo con una suavidad inesperada, comenzó a moverse dentro de mí. Volteé la cabeza para verlo y, al sentirlo completamente, giré la vista hacia adelante, evitando sus ojos, pues sabía que no debía mirarlo de esa manera. Pero él, observando cada uno de mis gestos, continuaba.

Estaba tan húmeda que la sensación fue más intensa que nunca. Él alzó la vista al cielo con los ojos entrecerrados por el placer, mientras mordía sus labios. Al principio, sus movimientos fueron lentos y profundos, pero luego comenzaron a acelerarse. El sonido de nuestras de nuestras partes humedas chocando, junto con nuestros gemidos y jadeos, llenaba el aire. Finalmente, él llegó a su clímax, derramándose sobre mí con un último gemido de satisfacción.

Me acomodé la ropa en silencio, mientras él hacía lo mismo, sin mirarlo. Contemplé la luna una última vez antes de hablar.

-¿Puedo retirarme, majestad? -pregunté, con las manos juntas y la vista fija en el suelo.

Él permaneció en silencio por un momento, sentado en el banco, calmando su respiración. Le devolví su capa sin atreverme a levantar la mirada.

-Gracias -susurré, antes de retroceder hacia mi lugar.

-Puedes irte -dijo finalmente, soltando un suspiro molesto.

Hice una reverencia y me alejé.

Al día siguiente, retomé mi rutina como de costumbre. El príncipe, Alan, estaba reunido con su padre, el rey, en el salón del trono. A su alrededor se encontraban miembros de la nobleza, tanto familiares como visitantes de otros reinos. Todos presentaban sus problemas, buscando la sabiduría y la decisión del rey. Uno de los nobles comenzó a blasfemar contra el primo de Alan, quien había tenido una aventura con una campesina, culpando al padre de su primo la cual era hermano del rey por tal deshonra. A pesar de las advertencias, el noble no cesaba en su ira, hasta que el rey, furioso, amenazó con su vida.

Sin dudarlo, Alan desenvainó su espada y, en un solo golpe, decapitó al hombre. Un silencio sepulcral llenó la sala. El príncipe, con la misma calma, limpió su espada con un paño.

-Padre, ya no hay de qué preocuparse -dijo, antes de volver a su lugar junto a la reina, su madre.

Después del suceso, Alan se dirigió a los establos, donde aguardaba su dragón, una criatura majestuosa que inspiraba temor en todos los que la veían. El príncipe lo acarició, susurrando palabras tranquilizadoras.

-Vamos a volar, ¿quieres? -dijo, y el dragón rugió en respuesta.

Subió a su lomo, y juntos se elevaron sobre el castillo, dejando a todos los presentes admirados. Mientras yo limpiaba dentro del castillo, alcé la vista y lo vi surcar los cielos. El rugido del dragón resonaba, y las gentes abajo aplaudían y vitoreaban con júbilo.

-¡Viva el príncipe! ¡Viva! -gritaban algunos.

Yo bajé la mirada y continué con mi labor, pues aquel día me tocaba limpiar la asquerosa letrina. Pasé varias horas allí, lavando y restregando, hasta que terminé. Después, me dirigí a lavar las ropas que traían las sirvientas de más alto rango, aquellas que atendían directamente a la nobleza. Ellas tenían el privilegio de servir en las cámaras reales, peinando, bañando y vistiendo a los señores y damas, e incluso haciéndoles compañía si así lo requerían.

Yo, en cambio, pertenecía al escalafón más bajo, ocupándome de las tareas más sucias y despreciadas, sin siquiera tener la oportunidad de acercarme a los señores del reino.

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