Capitulo 5 El encarcelamiento del alma

Tras el príncipe bajarse de su fiero dragón, tomó su espada y comenzó a practicar con una destreza y fuerza tales, que en todo su entrenamiento no hubo quien le superase. Las damas que por allí paseaban, al verlo, quedaron aún más prendadas de su gallardía y habilidad.

Yo, que observaba desde la distancia, me llené de desdén. Aunque ante los demás parecía un hombre recto y virtuoso, yo bien sabía que su nobleza no era más que una fachada. Su continua arrogancia y el modo en que todos lo alababan, salvo yo, me provocaban una furia contenida.

Quería que todo eso acabase, pero él insistía en que debía seguir presentándome ante su presencia, bajo veladas amenazas.

Perdida en mis pensamientos de desprecio, me percaté de que me observaba desde lejos mientras afilaba su espada. Mi rostro, sucio y sudado, mostraba el desagrado que me provocaba, mientras mis manos temblaban de rabia.

Al cruzar nuestras miradas, él esbozó una ligera sonrisa que solo alimentó mi deseo de marcharme cuanto antes.

Su altanería crecía día tras día, cegado por su habilidad de que era bueno en todo, pero yo conocía su verdadera naturaleza, esa que revelaba bajo el manto de la noche. A pesar de mi disgusto, los dos días de descanso que me aguardaban aliviaron mi ánimo, y con renovado vigor limpié las zonas que me correspondían mas motivada.

Sin embargo, al barrer los bancos del salón, hallé un pequeño bolso suyo oculto bajo una de las bancas, que me indicaba que debía acudir, como siempre, a su aposento.

Frustrada, llevé el bolso de monedas a mi cuarto juntos a los demas, y cuando llegó la hora, con pesar me cambié para presentarme ante él. Pero esta vez no podía ocultar mi enojo.

—Majestad —dije con la voz temblorosa, sin atreverme a mirarle directamente, mi mirada perdida entre la tristeza y el rencor.

Él, al notar mi gesto, se levantó y se acercó lentamente, quedando frente a mí sin pronunciar palabra alguna.

—¿Es así como recibes a tu príncipe, a tu señor? —inquirió molesto, lo que encendió aún más mi ira.

Le observé de reojo, y a pesar de mi desprecio, no pude evitar notar lo gallardo que lucía con su atuendo regio. Pero reprimí esos pensamientos y mantuve mi postura.

—¿Qué sucede? —preguntó, alzando mi rostro con suavidad.

—¿Por cuánto tiempo más debo soportar esto? —pregunté con voz quebrada. Él, visiblemente irritado, se volvió hacia su lecho y con firmeza ordenó:

—¡Ven aquí, ahora mismo!

—¿Por qué? ¿Qué es lo que esperas de mí? —exclamé retrocediendo unos pasos, mientras él avanzaba con una mirada amenazante.

—¿Te atreves a cuestionarme? —preguntó, acercándose cada vez más.

—¡Busca a otra! ¡Paga a alguien que se dedique a esto, es humillante! —grité, mi voz llena de indignación.

Pero en ese instante, él se abalanzó sobre mí, sujetando mi cuello con fuerza. Mi respiración se volvió difícil, y antes de que pudiera reaccionar, me besó de forma apasionada, soltando lentamente su agarre.

El desconcierto me invadió, y aunque intenté resistirme, su fuerza me dominaba. Me vi atrapada en un beso largo y arrebatado, hasta que, sin saber cómo, comencé a corresponderle y a tocarlo.

Me alzó con facilidad, mis piernas rodearon su cintura mientras me llevaba contra la pared, su mirada de fiera me envolvía. Atrapada entre sus brazos, no pude evitar perderme en ese acto, acariciando su rostro y su cabello, presa del fervor del momento.

Con destreza me llevó al lecho, despojándose de su ropa con desesperación. Yo, asustada, me acurruqué en el cabecero de la cama, pero él, sin perder tiempo, me dio la vuelta y rápidamente desnudó mi cuerpo.

Su urgencia me sobrepasaba, y cuando finalmente se unió a mí penetrandome, sus besos y caricias fueron tan intensos que mi resistencia cedió por completo. Jadeando y embriagada por el deseo, sentía que el control de la situación se desvanecía. Apenas podía contenerme, y entre susurros, exclamé:

—Majestad, no puedo más...

Él, entre jadeos, respondió:

—Entrégate a mí, como yo me entrego a ti.

Y así, ambos nos dejamos llevar por el frenesí de aquel encuentro. Cuando el éxtasis nos alcanzó, nuestros cuerpos permanecieron juntos, su frente apoyada en la mía, compartiendo el aliento agitado. En ese instante, el mundo pareció detenerse.

Finalmente, él se tumbó a mi lado, sus manos recorrieron suavemente mi piel, y con una voz suave, pronunció:

—Eres hermosa.

Una ligera sonrisa se dibujó en mis labios, pero aún atormentada por todo lo ocurrido, no pude evitar preguntar:

—Majestad... ¿Puedo retirarme?

—No —respondió, con una satisfacción que me heló el alma, mientras seguía acariciándome.

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