Capítulo tres 3

Un mes después, en la facultad de medicina, el director le informó a Ava que no podía entrar a clases porque no había pagado la matrícula de ese semestre.

Ella regresó a su casa furiosa y se encontró con su padre, quien estaba tirado en el sofá con una botella de cerveza en la mano.

—¿Dónde está el dinero que mamá dispuso para nuestros estudios? —preguntó Ava parada frente a su padre.

—Lo siento, hija, hay muchos gastos y ese dinero se utilizó para cosas más importantes —respondió Sergio con indiferencia mientras se rascaba la barriga y veía un partido de fútbol.

—¡Me imagino! Para andar de borracho, jugando y con mujerzuelas —respondió Ava, perdiendo el control de sus palabras. El hombre frente a ella lograba sacar lo peor de su carácter—. Recuerda que mamá estipuló que con ese dinero también se deben pagar los estudios de Olivia y míos.

Sergio enfureció inmediatamente, se levantó como un resorte y sin darle tiempo a Ava a reaccionar le dio una fuerte bofetada. No entendía por qué su hija era tan altanera y difícil de controlar. En cambio, Olivia había heredado el carácter dócil de su madre.

—¡A mí no me hables así! Aunque no lo aceptes, sigo siendo tu padre —gritó furioso—. No necesitas estudiar. Ese dinero lo necesito para mis gastos. El restaurante no está produciendo nada, así que he decidido cerrarlo. Lo que entra en la cuenta apenas alcanza para cubrir los gastos de la casa. Además, no necesitas estudiar. Mejor dedícate a los oficios de la casa.

Ava sintió que el piso se movía bajo sus pies. No podía creer que ese hombre cerrara el pequeño restaurante que su madre había comprado con tanto esfuerzo.

—¡Tú no puedes cerrarlo! Déjame encargarme de él, mamá me lo dejó a mí.

—Pero hasta que no te cases, yo lo administro. Y como no está generando dinero, se quedará cerrado. Ya no quiero seguir discutiendo contigo. ¿No ves que estoy ocupado? Será mejor que te retires. —Su tono era frío y despectivo, dejando claro que no tenía interés en seguir hablando.

Se dejó caer de nuevo en el sillón, estiró la mano para tomar la cerveza que había dejado sobre la mesa, e ignorando a su hija, dirigió su atención a la pantalla del televisor.

Ella le dio la espalda y, con lágrimas rodando por sus mejillas, subió las escaleras derrotada. Mientras avanzaba, se llevó una mano a la mejilla, acariciando el lugar donde había recibido el golpe.

Han pasado cuatro meses, y Ava aún no ha conseguido esposo. Durante ese tiempo, comenzó a salir con algunos chicos de la universidad, pero cada vez que mencionaba el tema del matrimonio, las cosas se torcían. Algunos la bloqueaban de los chats, otros simplemente desaparecían sin dar explicaciones. No era difícil adivinar la razón: Sergio los intimidaba y nadie quería tener un suegro como ese hombre.

Un día, después de una discusión con su padre, Ava fue a visitar la tumba de su madre. Se sentó sobre la tierra, con la mirada perdida, y comenzó a hablar:

—No entiendo qué pretendías al poner a Sergio como tutor de nosotras y con esa locura de casarme. Pero te cuento que no ha sido fácil conseguir esposo en estos cinco meses. Tu brillante marido ha amenazado a la mayoría. Ya perdí las esperanzas con el restaurante. Lo poco que logro sacarle a Sergio ha sido para Olivia, quien, gracias a Dios, se ha distraído con el colegio y pasa más tiempo en casa de Zoe. —Se llevo dos dedos al pie de sus ojos para retirarse las lágrimas—. Siento una enorme impotencia al ver cómo Sergio malgasta el dinero en juegos y bebidas. A este ritmo, pronto terminaremos viviendo bajo un puente. —Soltó un suspiro ahogado—. No es por el dinero, sino porque él no se merece nada de ti mamá.

—Debería ser un caballero quien te ofreciera un pañuelo, pero a falta de ellos, toma, sécate las lágrimas.

Ava se sobresaltó y giró la cabeza hacia donde provenía la voz. Al ver a una señora de unos sesenta años con la mano extendida, tomó lo que le ofrecía.

—Gracias —pronunció con un hilo de voz.

—Mi nombre es Greta. Era amiga de tu madre. Vine a traerle unos girasoles, que tanto le gustaban —dijo la señora mientras sacaba un jarrón de cerámica de la cabecera de la lápida y se dirigía a una pequeña fuente cercana para llenarlo de agua.

Ava se levantó y observó cómo la señora regresaba con el jarrón lleno de flores y lo colocaba con delicadeza sobre la lápida.

—Gracias por tan bello gesto, señora Greta. Aunque mi mamá nunca me habló de usted.

Greta la tomó de la mano y la guio hacia una banca cercana. Ambas se sentaron.

—Dime solo Greta, yo era amiga de tu madre antes de que se escapara con tu padre. Desde que supe de su fallecimiento, vengo de la cuidad cada vez que puedo a traerle flores y hablar con ella.

Ava bajó la cabeza.

—Yo soy su hija mayor, Ava Hayek.

—Lo sé. Ahora desahógate conmigo para que te sientas mejor. Tal vez pueda ayudarte —dijo Greta, colocando sus manos sobre las de Ava, como un gesto de consuelo.

Ava sintió confianza y comenzó a relatarle su sufrimiento: la petición de casarse para recuperar sus bienes, la irresponsabilidad de su padre y la forma en que él esta malgastado todo.

—Mi niña, yo te voy a ayudar a conseguir esposo. Dame tu número de teléfono.

Los ojos de Ava se iluminaron. Eso era justo lo que necesitaba para poder echar a su padre de la casa y dejarle un lugar seguro a Olivia.

—¿Haría eso por mí?

—Claro que sí, mi niña. Espera mi llamada.

—¡Gracias, Greta! Lo único que quiero es un marido, aunque sea solo de apariencia. No le voy a exigir nada, puede seguir con su vida, solo que lo haga con discreción hasta que se cumpla el año.

—Ángela era mi mejor amiga en la infancia, y ayudarte es como ayudarla a ella. Deja que yo me encargue de tu pareja ficticia.

Ava abrazó a la señora y, con una triste sonrisa, se despidió. Estaba decidida a no dejar que su padre siguiera derrochando lo poco que les quedaba.

La mujer, al verla alejarse, se levantó de la banca y, con cautela, caminó hacia un auto negro. Se metió en él y le dijo al chofer:

—Llévame a la empresa de mi hijo.

En una de las empresas de tecnología más importantes del país, un hombre con aire de superioridad y semblante neutro revisaba unos documentos cuando escuchó una voz conocida.

—¿Tengo que venir a esta empresa para saber de mi hijo? ¡Recuerda que todavía tienes a tu madre viva! —reprochó Greta, caminando hacia su hijo.

Dante levantó la vista y curvando los labios se levantó con elegancia del sillón.

—Estaba por ir a visitarte, madre. Gracias por ahorrarme el viaje.

Con pasos firmes, rodeó el escritorio y se acercó a Greta. La abrazó y le depositó un beso ligero en la mejilla.

—¿Por qué Dios me castiga con un hijo tan ermitaño? —bromeo la mujer separándose de sus brazos.

—Soy el único que tienes. — Dante guio a su madre hasta la silla frente a su escritorio y, con un gesto amable, la ayudó a sentarse. Después, rodeó el escritorio con pasos tranquilos y volvió a ocupar su lugar en su trono.

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