CAPÍTULO 1

Sentada en una banca de un parque desconocido, aguantando el inclemente frío de esa tarde de invierno, ella seguía viendo ir y venir a ese pequeño niño rubio de, quizá, tres o cuatro años.

El pequeño era divino, ella le sonreía cálidamente cada que él regresaba a su regazo y él le mostraba su blanca dentadura mientras sus ojitos azules se perdían en unas rubias pestañas alargadas.

Él recibía de la morena, de ojos profundamente oscuros, una tímida sonrisa y el permiso de esconder sus manitas heladas entre el abrigo de ella y, después de solo un momento, él volvía a salir corriendo a los columpios frente a esa banca donde ella aguardaba paciente a que algo sucediera.

Viendo cómo el pequeño volvía a irse, ella sacó sus manos de las bolsas de su abrigo y atrapó su aliento tibio para después frotar sus manos entre sí y así sentir un poco menos de frío, pero no parecía funcionar.

—Tengo hambre —dijo para sí misma mientras se levantaba de donde estaba y comenzaba a dar unos pasos para llegar hasta el pequeño que se divertía a pesar del clima.

Al sentir el viento darle en la cara se estremeció y chilló un poco, haciendo reaccionar al pequeño que corrió hacia ella con una angustiada expresión.

—¿Ya te vas? —preguntó el pequeño, un poco asustando.

Ella no respondió a su pregunta, a cambio, le hizo una pregunta a él

—¿Vendrá alguien por ti? —preguntó la chica y el niño agachó la mirada y apretó los puños en las piernas de su pantalón.

—No lo sé —confesó casi en susurro el pequeño, comenzando a sollozar.

La morena levantó la cabeza y suspiró con resignación. Llevaba una hora en ese parque donde había encontrado un niño que lloraba desconsoladamente y, al enterarse de que él estaba completamente solo, decidió hacerle compañía en lo que alguien iba por él, pero nadie había aparecido.

El pequeño no sabía su dirección, no sabía su teléfono, solo sabía que se llamaba Mateo y que su tío casi nunca estaba en casa, su abuelo siempre trabajaba y su abuelito lo cuidaba, pero ese día, mientras paseaba con su abuelito, se habían separado.

Ella había tenido una mañana terrible, la oportunidad que había ido a buscar tan lejos de casa acababa de irse al caño y no había desayunado de rabia, pero el frío era tan fuerte que fue capaz de apagar el fulgor del coraje que tenía; además, para serenar a ese chiquillo, ella debió fijar a su rostro una sonrisa que la relajó tras varios minutos de sostenerla.

—Vayamos a comer algo —sugirió la chica morena de treinta años ofreciéndole al pequeño una sonrisa y una mano.

Solo cruzarían la calle, con el hambre que ella tenía lo que sea que le pudiera ofrecer esa cafetería, al otro lado de la calle, sería bastante bueno.

Entraron a la cafetería y la diferencia de clima le hizo suspirar, ese sitio se sentía fenomenal; además, el olor a café y chocolate caliente le hizo esbozar una sonrisa.

Supuso que las cosas mejorarían, que ya habría una nueva oportunidad para ella, con suerte, una mejor que la perdida..., y, al menos, estaba lejos de su ciudad y de ese hombre que tanto le dolía; además, adentro de la cafetería ya no se sentía tanto frío.

Eligió un lugar cerca de un ventanal, por si alguien llegaba por Mateo pudiera reconocerlo. Pidieron una hamburguesa cada uno, él chocolate y ella un té, no era la mejor combinación, pero tenía hambre y tenía frío, no se pondría a ver la estética de la comida.

Estaban terminando de comer cuando un hombre mayor de edad entró al establecimiento reconociendo al pequeño hombrecito en la mesa de la chica.

—¡Mateo! —dijo con gran alivio el anciano de lentes y ojos azules y vidriosos al pequeño que corría a sus brazos que le esperaban abiertos.

Mientras se daba el emotivo reencuentro, ella pagó la cuenta y, después de eso, se dirigió al hombre que la miraba con un poco de recelo.

Quizá creía que ella lo había robado, pero no lo había hecho. Ella no necesitaba secuestrar a alguien, no precisaba dinero y no quería a un niño; ella no necesitaba más problemas en su vida, consigo misma no podía, menos quería tener que cuidar una cría.

Pero le gustaba considerarse buena persona, por ello ayudaba a quienes lo requerían, y ese niño la había necesitado minutos atrás, por eso no lo dejó y por eso le sonreía.

—Abuelito, ella es Mari, me cuido cuando me perdí —anunció el pequeño al hombre que sostenía la manita del niño con la intención de no perderlo de nuevo.

—Muchas gracias, señorita, soy Mateo Durán, lamento las molestias que le haya causado mi bisnieto —se disculpó el hombre y la chica sonrió.

El anciano parecía agradable, y la calidez le hacía muy bien en ese momento.

—Ninguna molestia, fue agradable conocerlo y pasar tiempo con él —aseguró la joven acariciando la mejilla del pequeño que le sonreía.

—Usted no es de aquí, ¿cierto? —cuestionó el hombre y la chica negó con la cabeza mientras de nuevo sonreía—. Su acento me parece algo familiar, aunque en realidad no estoy seguro de donde sea, lo lamento.

—Está bien, mi acento me delata en todas partes —mencionó la chica divertida—. Soy del centro del país, del estado de Jalisco.

—Eso es bastante lejos. ¿Qué le trae al norte del país? —preguntó el hombre de rostro suave y sonrisa amable.

Ella alargó un suspiro y dio su respuesta.

—Creí que venía a buscar una oportunidad —respondió María con melancolía—, pero tal vez solo estaba huyendo, porque, ahora que se rompieron mis sueños, aun no quiero volver a casa.

—Eso suena complicado —concluyó el hombre y ella asintió. Realmente lo era.

María se despidió de ellos intentando irse, pero el señor Mateo insistió mucho en llevarla a casa y, pensando que era buena idea recibir un poco de esa calidez que ellos emanaban, aceptó la oferta.

Después de subir a un lujoso automóvil, y de transitar por un montón de desconocidas y heladas calles, llegaron al complejo de apartamentos donde la chica se hospedaba.

—Creía que te hospedaría en un hotel, ¿tienes mucho aquí? —preguntó el hombre y María negó con la cabeza.

—Llegué aquí antier, el departamento es de mi mejor amigo —explicó la joven desde afuera del auto, mirando por la ventanilla a un anciano y un niño que, quizá por agradecimiento, parecían demasiado interesados en ella—. Cuando supo que venía me ofreció prestármelo y, considerando mi economía, lo acepté.

—¿Te quedarás mucho tiempo? Me gustaría agradecerte apropiadamente que cuidaras de mi nieto —explicó el anciano la razón de su curiosidad hacia ella.

—Pues, supongo que me quedaré el resto de la semana —respondió la joven, terminando por suspirar—. Sería agotador montarme en un avión ahora mismo, pero no queda nada a qué quedarme... Y, no hay necesidad de agradecer, me basta con que me trajeran a casa, está bastante frío afuera.

Mari sonrió, agradeció el favor recibido y se dirigió a su hogar temporal sin mirar atrás.

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