CAPÍTULO 3

María terminó de revisar el texto, de hacerle cambios y aceptar sugerencias, lo reenvío a Malena y le envió un texto aparte, donde la avisaba de su trabajo terminado no esperando una respuesta inmediata, pues pasaba poco de las dos de la mañana.

La joven escritora decidió ir a la cocina por algo para comer antes de dormir. Comió algo ligero y subió a su habitación, donde se dejó caer en la cama mientras dejaba que su cabeza divagara y soñara con mil imposibles cosas que algún día instauraría en una historia.

Antes de dormir, pensó que quizá sería bueno ser uno de los personajes de sus historias, deseó ser la protagonista de alguna de sus novelas, para así poder tener un feliz para siempre aun después de mil horribles cosas.

Pensó que ojalá pudiera ser tan buena persona como lo había sido su última protagonista, quién no solo perdonó la traición del hombre que la amaba, sino que perdonó a la puta que le hizo la vida imposible toda la novela y que hasta se acostó con su amado rompiéndole el corazón.

Pero ella no era así de tonta, ella no perdonaría a Javier, ella jamás volvería con él después de haberlo encontrado, en su propia casa, haciéndole el amor a Vanesa en la cama de ambos. Y de ella ni hablar, lo que más pedía era no encontrarla, porque seguro que, al verla, lo que haría no sería perdonarla, seguro le apretaba el cuello hasta matarla.

—También quiero un final feliz —susurró en medio de mil lágrimas—, quiero un "Y vivieron felices para siempre"... —dijo tumbada en la cama, mientras los recuerdos de su amado con otra mujer echaban al piso su sueño de tener una familia con él.

» Señor que escribes mi historia, ¿podrías regalarme un final feliz? —suplicó sollozando y, al no recibir respuesta alguna, suspiró.

» Tal vez debería escribir mi propia historia —dijo en un ahogado suspiro—... Quizá debería dejar de repartir finales felices y lograr el mío también.

María sonrió. Eso sonaba tan fantasioso y estúpido que no pudo evitar sonreír.

Dejando que el sueño la atrapara, la joven se olvidó por un puño de horas de la triste historia que era su vida justo en ese momento y, cuando abrió los ojos, era bastante tarde ya. No teniendo más que hacer, se puso a escribir.

Esa era su vida, escribir cada que una historia llegaba a su cabeza.

María amaba ser escritora, amaba poder imaginar mil historias, amaba poder solucionar los problemas de sus personajes, aunque siempre fuera ella la que los creaba.

Amaba hacer sufrir a sus personajes, amaba enfrentarlos a montones de obstáculos y retos, pero, más que nada, ella amaba ayudarlos a salir del hoyo después de darles una buena lección, después de verlos crecer, terminando por compensarlos con gratas cosas y un feliz final para siempre.

María adoraba hacer que su protagonista femenina fuera tan fuerte que pudiera salir de todas, amaba llenarla de amigos que le sirvieran de sostén y de consuelo, amaba hacer que su coprotagonista masculino amara tanto a su protagonista que hiciera hasta lo imposible por recuperarla y amarla, protegiéndola siempre.

De sus historias favoritas estaban las que se desarrollaban en el seno de una cálida familia, con niños de por medio que siempre unieran a su pareja protagonista y les dieran a ambos la fuerza de pelear para ganar su feliz para siempre.

Ella era fan de los finales felices, por eso los escribía tanto como podía. María era fiel creyente de que toda hermosa historia debía terminar en un final feliz. Le gustaba pensar que, en la vida real como en sus novelas, después del llanto seguía la risa.

A veces ponía sus propias experiencias en las páginas de sus libros, porque le permitía reflexionarlas y ver que, en realidad, no eran tan malas, o que algo bueno le dejarían. María aprendió de sí misma tanto como de sus protagonistas, que muchas veces reflejaron su propia vida.

Ella escribía de lo que veía, de lo que le gustaba, de lo que escuchaba, de lo que sentía, de lo que imaginaba y de lo que vivía.

Vivía para escribir, amaba hacerlo y esperaba que la vida le diera la dicha de ser remunerada por hacer lo que más le gustaba hacer, escribir, y por ello se esforzaba, pero no le había resultado aún.

Escribía en todas partes, en la cama antes de dormir, en la cama recién despierta, cuando escuchaba música sentada en su sala, a la hora de la comida en su trabajo, mientras viajaba en autobús, cuando escuchaba algo que le gustaba, cuando veía algo que la embelesaba, cuando tenía insomnio, cuando estaba feliz, cuando estaba triste, siempre que tenía tiempo escribía, vivía para ello.

Escribir era su pasión, era su vida, escribir era lo que mejor hacía, desde niña, desde que se enamoró de los cuentos y les dio finales alternativos, desde que en la adolescencia se enamoró de la poesía y escribió las propias, desde que imaginó su vivieron felices para siempre con alguien que no la quería en su vida real, pero la hizo adorarla en su fantasía.

Su primera historia, después de mil poesías que amaban y reclamaban a la vida, fue para su primer amor, un amor platónico que la vida no le regaló, pero que, por capricho, entre líneas logró vivir.

Y así, escribiendo, pesando, recordando y llorando, se le fue el día, y al sentir hambre de nuevo, y pensando que no había viajado tan lejos para estar encerrada en un departamento, se decidió a caminar por algunas partes, aunque el frío del invierno se le antojara para no dejar su cama, menos su casa.

Caminando sin rumbo, llegó a una plazoleta donde un apuesto joven, de tal vez su edad, hacía sonar una guitarra con una hermosa melodía.

—Ese tipo está loco —susurró mientras le regalaba una sonrisa al mesero del café donde se adentraba.

Un pie de zarzamora y un capuchino latte fueron su merienda.

Sobra decir que ella no era la más cuidadosa en cuanto a su alimentación. Ella comía cuando quería y lo que quería. ¿Cinco comidas al día? Con suerte hacía dos y, ¿balanceadas? Para nada, quizá ni el término conocía.

Siguió escuchando al apuesto desconocido cantar y hacer sonar esa guitarra, no apartaba la mirada de él, él era muy simpático y estaba haciendo algo que ella adoraba, música.

Cuando María fue adolescente soñó con ser cantante, pero tocar guitarra no era algo a lo que las yemas de sus dedos quisieran acostumbrarse, el piano le dolía bastante a su espalda y, con el violín, no fue mucho mejor, así que pronto dejó en el olvido ese sueño guajiro.

María pensó que el sujeto frente a ella sería el modelo perfecto para una novela, y se preguntó: ¿qué tipo de personalidad y carácter debía tener una persona para cantar en una plaza?, ¿qué lo motivaba a hacerlo? Y solo había una forma de averiguarlo, así que pagó su cuenta y se encaminó hacia donde estaba él.

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