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UN BEBÉ PARA EL ARROGANTE CEO
UN BEBÉ PARA EL ARROGANTE CEO
Por: andreyflor
1. Bajo la tormenta y una luz en ella

—¡No, por favor! ¡No te atrevas a decir otra palabras más! ¡No te acerques, Antonio!

Y su voz se desgarra mientras el llanto de su hijo se pierde entre los gritos de la tormenta.

—¿¡Y qué quieres que te diga?! ¡Siempre me has mentido! Me mentiste con ese niño en brazos y ahora quieres que sea un idiota. Yo no soy un idiota María Teresa. ¡Vas a pagar caro por lo que me has hecho…!

Y el primer empujón la lleva hasta la pared, y la hace gemir de susto. Sus ojos se abren y su único miedo es su bebé, que continúa llorando y no hay nada la calme porque está cara a cara con un hombre cegado por la ira.

"Si no me marcho ahora. Él podrá matarme…¡Te matará, María Teresa…!

—¡Mírame cuando te hablo, sucia mentirosa! —y Antonio la toma del brazo para zarandear contra él en cuanto tiene la oportunidad y consciente de que sólo está con ella, aprovecha la situación para apretar su brazo—. No te escaparás de esta, no sabrás con quién te metiste y a quien le mentiste. ¡Esta me la pagarás…!

—Yo no te mentí, yo no hice nada de eso, Antonio. ¡La verdad es la que te conté! Yo nunca me acosté con otro hombre en cuanto estuve contigo.

—¡La prueba de ADN dice lo contrario! —y alza el papel que no ha soltado desde que azotó la puerta y arremetió contra María Teresa—. ¡Me has engañado todo este tiempo! Creí que ese hijo era mío. ¡Y fuiste de ramera acostarte con otro para verme la cara de imbécil!

—Eso no es verdad —exclama María Teresa con los ojos rojos por el llanto. Jadea—. Esas pruebas son falsas. Este es tu hijo, es nuestro hijo. Yo no me acosté con nadie más…

—¡¿Y qué hiciste aquella vez que te fuiste más de un mes y regresaste como si nada hubiese pasado…?!

María Teresa se calla de pronto, mientras las lágrimas rondan por sus mejillas. Los recuerdos la ciegan de sobremanera y en busca de responderse a sí misma, son unos ojos borrosos en su recuerdo que la dejan muda. Sin embargo, otro recuerdo doloroso la hace perder el control de sus lágrimas y sacrifica su voz, desgarrada y confiesa:

—¡Me fui porque me golpeaste y me insultaste! No te importo que tus hermanas y tu madre me tacharan siempre con insultos y me defendí. ¡Y en vez de defenderme me golpeaste hasta la inconsciencia y me marché por esa razón! No tuve otra alternativa que…

—¡Cállate!

Y Antonio envía una cachetada entonces hacia la mejilla morena de María Teresa, quien se toma el rostro a su vez que se sostiene de pie en tambaleos y con su otra mano agarra fuertemente a su recién nacido. El impacto fuerte del golpe la atontó por unos momentos pero tiene la fuerza necesaria para mirar la puerta, sobre la tormenta que no para de tronar sus rayos y con el poder que la desesperación por salir de ahí la ciega también. Corre hacia la puerta.

—¡No irás a ningún lado!

Antonio la jalonea del cabello y la vuelve arrinconar. El llanto del bebé se oye con fuerzas y María Teresa protege su cabeza con sus manos mientras solloza en cuanto vuelve a estar en los brazos de Antonio.

—Dejame ir. Dejame ir. No quiero volver a estar junto a ti —María Teresa niega con desenfreno mientras aprieta a su hijo sobre su pecho—. ¡No me hagas más daño! ¡Déjame ir!

—¡No niegas que te acostaste con alguien más! Entonces es verdad, que ese hijo no es mío. ¡Es de alguien más! ¡Desgraciada mujer! Mentirosa. ¡Estaba a punto de criar a un hijo que ni siquiera es mío! La pagarás muy caro. La pagarás con sangre, María Teresa. Porque eso es lo que te mereces. Siempres has ido una inutil. Mis hermanas y mi madre tenían razón. ¡No sirves para nada! ¡Cuando estabas en la calle yo te recogí! Y así me pagas, ¡mintiéndome! ¡Diciendo que ese hijo era mío! Ahora —y la arrastró por el brazo mientras María Teresa le pedía que la soltara y la dejara ir—. Ese bastardo también pagará por lo que has hecho. Sabrás que su madre es una ramera, mentirosa y buena para nada. ¡Ambos pagarán…!

Antonio se calla al instante porque María Teresa le encaja un golpe de los vidrios rotos de cerveza que han hecho a Antonio colocarse de esa forma. ¡Iracundo y ebrio! No está en sus cabales. Con la amenaza incluso hacia su hijo sus sentidos se nublan. No tocará a su hijo. No lo hará.

Con la poca fuerza que le queda María Teresa aprovecha el grito que lanza Antonio para levantarse. Lo aturdió de sobremanera y entre lágrimas y sollozos lo señala.

—¡He soportado por años tu abuso! Tus golpes y tus humillaciones. Aquel día que me fui de tu lado por poco me asesinas a golpes. Esas semanas —María Teresa jadea con fuerza, lastimando su garganta. Sin embargo, prefiere cambiar de tema—. Por un instante me sentí plena ese tiempo porque no estaba a tu lado, sufriendo de tus humillaciones. Regresé a ti porque me acostumbraste a la vida que por años tuve que soportar, y me forzaste a estar contigo en la cama varias veces cuando yo no quería. ¡Abusaste de mí de todas las maneras posibles, Antonio! Pero con este niño…no te atrevas a ponerle las manos encima. Es mi hijo, y yo soy su madre. Seas el padre o no ya no me interesa. ¡Y ruego a Dios ahora mismo que así sea…! Que sea de cualquiera menos tuyo. Así no tendrá que ver a un padre que humilló a su madre incontables veces hasta la inconsciencia. ¡Hasta el punto de querer asesinarla...!

—¡Sucia desgraciada! Me la pagarás —Antonio se toca la cabeza, llena de sangre. La señala—. ¡Te juro que me la pagarás! ¡Haré de tu vida un infierno! Porque no sabes hacer nada. ¿Y quién te va a querer? ¡Nadie! Porque no eres nadie. ¡Y ese bastardo también! Me cobrarás lo que me debes, con tu vida si es necesario. ¡Ramera…!

María Teresa lo avista de sobresalto en cuánto lo ve acercarse con tropezones pero en cuanto lo observa agarrar el cuchillo, saca el aire por el miedo que se apodera de ella. Le hará daño, como siempre lo ha hecho. No puede seguir así.

Y una vez cuando está tan cerca que ve su rostro cegado por sus demonios, María Teresa tira una patada hacia su estómago y lo priva rápidamente. Antonio vuelve a caer al suelo.

Es ahora o nunca, porque tiene que salir de este infierno. Un infierno que ha vivido por años, y ahora, con la razón de su vida sollozando sobre sus brazos, se arma de valor para escapar de sus garras, de sus maltratos. María Teresa corre por la calle hacia la baja autopista, mientras la lluvia los cubre a ella y a su hijo y no puede ver sino las gotas que caen encima, que nublan la vista. El frío la carcome, pero nada de eso importa. Su desesperación es por su recién nacido, de apenas unos días. Aún está débil por el parto, y no se detiene, corre lo más que puede, sobre la autopista que parece estar muerta, al igual que ella por dentro.

—¡Ayuda…! —solloza en cuanto puede divisar la primera luz que observa desde un carro. La lluvia no puede ser de menos ayuda, ya que entrecierras los ojos por las gotas—. ¡Ayúdeme, se lo ruego! ¡Ayuda! —exclama cuando pasa por su lado.

El coche nunca se detiene.

María Teresa siente desfallecer en cuanto no ve índice de otro coche. Su vida está en sus manos. La vida de su pequeño, cubierto sólo por una ligera manta.

—Dios, ayúdame. Mi niño, mi niño —llora en cuánto sabe que la lluvia puede hacer que su pequeño recién nacido advierta de un resfriado, o cualquier enfermedad—. Mi pequeño. ¡Ayuda, por favor! Qué alguien me ayude.

De pronto observa otra luz que viene al sentido contrario. María Teresa tiene la voz ronca de tanto gritar, pero por su hijo corre de vuelta hacia atrás y alza una de sus manos, pidiendo por ayuda. Al ver que el coche no se detiene lo observa, rogando por auxilio. María Teresa pierde las esperanzas en cuanto ve al carro alejarse. Baja la mano con resignación y empieza a llorar otra vez.

—Me va a encontrar —niega con la cabeza entre su llanto—. Antonio me encontrará en cualquier momento y nos hará daño. Díos Mio apiadate de mí, te lo ruego. ¡Salva a mi hijo aunque sea…!

Sin embargo María Teresa se detiene al ver, que de alguna manera, la lluvia la ha dejado contemplar la luz roja que proviene de la parte trasera del coche. Sus ojos se abren con fuerza.

El coche se ha detenido.

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