2. Pérdida

Y su alivio es atronador, rápido y solloza.

—Ayuda…—quiere gritar pero la voz le desgarra y no siente que es escuchada—. Ayuda…

Del coche entonces observa a una figura salir, rápidamente puede notar que es de una mujer y la observa tapándose la cabeza con un abrigo. María Teresa tiene la respiración entrecortada y no puede continuar así, apenas da unos pasos por la debilidad, pero a la vez siente fuerza, porque no está sola. Tiene a su pequeño.

—¡Bendito Dios…! —oye exclamar en cuanto puede vérselas con una señora aproximándose a los cincuenta—. ¡Tienes un bebé!

—Señora, se lo ruego —María Teresa tiene que casi colocarse de rodillas en cuanto la observa—. Por favor, sólo quiero que mi hijo esté bien. Sólo eso, no le pido más. Ayúdeme a salir de aquí, se lo ruego. Mi niño está recién nacido, yo no sé…

—¡Madre! —una voz por detrás que viene desde el carro atormenta la propia tormenta—. ¡Regresa al carro! ¡Ahora mismo!

Pero la señora no atiende al llamado. Ve a María Teresa con ojos desconsolados mientras baja la mirada hacia el bebé que no deja de llorar. Se quita el abrigo que sostiene y la pasa hacia el niño para que cubra también a María Teresa.

—Vamos, apresurémonos. Esta lluvia no parará ahora.

Y María Teresa comienza a dar pasos hacia esta nueva luz, la única que puede observar ahora. La señora la guía hacia el auto y una vez que la introduce hacia el asiento de atrás se sube al copiloto y le dice a la mujer que maneja.

—Ve ahora al hospital, Amanda. ¡Andando!

Entre el silencio, pero los ojos mirando a quien dijo ser su madre encendidos de la rabia, arranca otra vez.

María Teresa mece a su pequeño mientras sigue sollozando. El bebé no para de llorar. Tiene miedo, frío y está hambrienta. Lo único que tiene es a este niño en sus brazos, y la ropa que lleva puesta. Nada más.

La señora se gira para verla, sin mencionar nada, pero su expresión recorre la nostalgia y la tristeza.

—Calma, calma. Llegaremos cuanto antes al hospital —la señora la observa con unos hermosos ojos verdes. María Teresa sabe que hay desconfianza entre ambos, es algo verídico en estas circunstancias, pero pronuncia la señora mientras sonríe un poco—. Soy Elisa Torrealba, por favor. Confía en mí.

María Teresa tiene que suspirar entre sollozos mientras la observa. No puede más y asiente mientras sigues las lágrimas bajando.

No puede recordar más que la sensación de alivio que no ha sentido por años cuando el doctor indica que su pequeño estará en buenas manos, y sólo tardará algunas horas para completar los exámenes. María Teresa le pide cuidar a su niño antes de verlo partir y se sienta, sintiendo el frío del hospital general y el escalofrío de la lluvia aún sobre su cuerpo. Empapada está de sudor, rígida en su sitio y con los ojos apagados por la penuria.

Escucha desde su lado los pasos que atraviesan su miedo, porque alza la mirada y se encuentra con los mismos ojos tiernos que vio desde que se colocaron en ella. Es la señora que la recogió, el ángel que apareció en la vida de su hijo, no puede decir una palabra y tiene que limpiarse las lágrimas y levantarse.

—No, por favor. Siéntate. Aquí traigo unas mantas para que te arropes —le dice con voz tranquila, mirándola con pesar. María Teresa hace lo que pide y se sienta una vez más—. ¿Qué te dijo el doctor sobre el niño?

—Estará bien. Lo atenderán —murmura, con la voz rota—. Mi pequeño estará bien. Por favor, reciba mis gracias. Realmente. Muchas gracias…

—Calma —pronuncia la señora en cuanto se sienta a su lado—. Todo está bien. No puedo imaginar los escenarios que se me pasaron por la mente en cuanto te vi, pero nunca imagine que estuvieras a un pequeño recién nacido en tus brazos. Me Guíe El Cielo, ¿Cómo es posible…?

María Teresa aparta la mirada de ellas hacia sus manos, mientras acaricia la manta que cubre sus hombros.

—Sólo necesitaba escapar de aquel lugar. Sólo somos mi niño y yo, más nadie en este mundo. Le ruego perdonarme, sé que no es nada seguro que alguien pida ayuda en medio de la nada. Pero le juro que no soy una persona así —María Teresa inclina su rostro y solloza—. Se lo juro, mi doña. No debe quedarse más, estoy siendo prudente con su indulgencia. Por favor…

—Hay algo que veo en tus ojos, que no me dejan estar tranquila. Tienes moretones en tu rostro, Díos Mío, que me hacen creer que fuiste golpeada. Dime, ¿Qué te hizo parar en esta situación? ¿Quién te golpeó de aquella manera…?

—Madre.

Otra vez aquella voz aleja a las mujeres y la señora se gira en cuanto observa a su hija, ya no duda de eso, idéntica a ella, verla con los brazos cruzados. Una mujer joven y fina, elegante y de distinguida posición. Se nota al instante. Al igual que la señora frente a ella, que posee una presencia delicada y elegante. María Teresa no puede creer que está en frente de ambas.

—¿Qué sucede, Amanda?

—Ven, por favor —y le indica su hija.

Y desaparece por el siguiente pasillo. La señora suspira y se gira hacia María Teresa mientras le sonríe.

—Ya regreso. Y cuando regrese, por favor, hay que ver esos golpes. Estaremos atentas también al pequeño, ¿De acuerdo…? —se detiene—. ¿Cuál es tu nombre, querida?

La mujer esnifa la nariz y suspira para calmar el aire.

—Soy María Teresa, mi doña…

Y la señora dobla sus cejas con tristeza y asiente.

—Ya vuelvo. Sólo espera un momento.

Y se levanta para ir detrás de su hija. María Teresa se toca la frente, pensando constantemente en todo lo que le depara el destino. En todo lo que depara el destino desde ahora. No tiene nada, y su hijo…pero su hijo está junto a ella. Es lo que le importa sólo en estos momentos.

Unos susurros se oyen y se pone de pie. María Teresa se acerca al final del pasillo para acercarse a los murmullos pero su temblor se lo impide. No es tan grosera para escuchar conversaciones ajenas que no son de su incumbencia, así que se queda en el lugar, temblando por el frío y pidiendo por su pequeño.

Sin embargo, esta misma mujer, Amanda, tiene el rostro colorado por el enojo y la gran impotencia que existe dentro de ella.

—¿¡Qué estás haciendo, madre?! —su voz es más entendible—. ¿Cómo confías en una completa extraña? ¿No ves cómo está? Es una pordiosera, no tiene más nada. ¿Cómo no sabes si no te está mintiendo y quiere robarte, o algo peor, secuestrarte? Porque le dijiste tu apellido. ¿En qué piensas, madre? ¿Qué dirá mi padre cuando se entere de esto? No quiero volver a ver a esa mujer, porque me da muy mala espina. No dudo que sea una ladrona, ¡Y esa es su táctica para que nos extorsionen o nos maten! —toma una gran suspiro—. Vámonos.

—¿Qué estás diciendo, hija? ¿Y dejar a esta mujer sola con su hijo en ese estado?

—No te preocupes por eso, ya me hice cargo. Hablé con el doctor y él arreglará las cosas que faltan. Ya hicimos nuestra parte, así que puedes estar segura.

La señora Torrealba entrecierra los ojos.

—Amanda, ¿Me estás diciendo la verdad…?

—¡Ay, mamá! Ya basta. Entiende que esa mujer es una desconocida y no sabes cuáles son sus intenciones. ¡La encontraste en medio de la nada! Así que basta de esto. Vámonos ahora mismo porque nos hemos atrasado bastante para llegar con papá y mis hermanos.

—Tengo que decirle a esa muchacha —dice la señora Torrealba.

—Descuida, ya me hice cargo de eso también. Le dije al doctor que le dijera a esa mujer que teníamos muchas cosas qué hacer y no podíamos quedarnos un segundo más aquí. De seguro en este momento ya lo sabe, ¿Te parece bien ahora? Vámonos.

—Pero Amanda…

—Mamá —expresa Amanda con hastío—. ¿Acaso no me crees?

La señora Torrealba entonces asiente.

—Si lo hago hija. Sólo que esa pobre muchacha está sola y no quiero dejarla en ese estado. ¿Qué tal si algo le sucede al pequeño…?

—No te preocupes por eso —y Amanda le sonríe mientras acaricia su hombro—. Estará en buenas manos, descuida. Ahora vámonos, has hecho demasiado por una extraña, Dios te lo recompensará. Pero ya no podemos hacer más nada, sino esto. Vamos, mamá. Ya vámonos de aquí.

La señora Torrealba no hace más que seguir a su hija, confiando en que ella había hablado con el doctor para que se encargara de aquella mujer. Y mientras se marchaba con ese pensamiento, Amanda miraba por encima con aquellos ojos de odio, porque nada de lo que le dijo a su mamá era cierto. Ni había hablado con el doctor, y tampoco le había dicho quienes eran. Todo fue una cruel mentira para desaparecer a esa mujer extraña, y no darse de buena caridad con ella. Su madre le creyó y eso era lo que importaba. Y la señora Torrealba se marchó junto a ella creyendo en su hija.

Y María Teresa no se da cuenta de esto.

Y mucho menos cuando siente la soledad en aquel momento. Se levanta cuando ve a la recepcionista yendo hacia ella. Sentía la grata sensación de que algo bueno le diría, y se acerca a ella con la ilusión en sus ojos. María Teresa está a punto de decir algo, pero las palabras no se escuchan. Al menos no las suyas.

—¿Ha sucedido algo con mi pequeño?

La mujer niega con lentitud.

—No, señora. No es eso, su bebé ya está en buenas manos. Lo que le venía a decir —y la recepcionista muestra la carpeta que apenas había visto María Teresa—. Estos son todos los gastos que cubrirá su seguro…

—¿Gastos? —María Teresa no puede creer lo que escucha—. ¿Cuáles gastos, señorita?

—Señora, esto es una clínica. Y su hijo necesita demasiados exámenes que pagará sólo su seguro. Es política de la clínica. ¿Acaso usted no tiene seguro? De ser así, lamentablemente…

—¿No atenderán a mi niño? ¿No lo atenderán? —María Teresa, cubierta por el llanto, desconsolada por el sólo pensamiento de saber lo peor, se acerca aún más hacia la mujer—. ¡Señorita!

—Es política de la clínica, señora —balbucea la recepcionista—. No es algo que pueda hablar conmigo…

—Bendito Dios. ¿Qué es lo qué pasará si yo...? —exclama María Teresa

—Debe firmar estos papeles para poder cubrir sus gastos, y se le descontará de su seguro, señorita. Sino, lamentablemente no podremos asistir a su bebé

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