—Un momento —lo detiene María Teresa—. Yo no me iré con usted.
Luis Ángel se detiene en seco cuando oye esto, y no comprende.—¿Qué ha dicho?—Que no iré, señor. Yo misma puedo ir hacia su casa, tan sólo deme su dirección. Puede ser que hicimos un trato pero no significa que confíe en usted.—¿Acaso no sabe quién soy yo?María Teresa alza sus cejas con impresión.—¿No es el dueño de este hospital…?—Por supuesto que no —responde Luis Ángel con sus ojos llenos de soberbia—. Conozco al director y al doctor que atiende a su hijo, pero no soy el dueño. Mi empresa es Global Exportation y tuvo la suerte de que yo estuviese aquí para atender su problema.María Teresa frunce su ceño y quiere decir algo, no obstante, se adelanta Luis Ángel.—Pero como prefiera —suelta con voz arrogante—. No me encargo de usted a partir de ahora. Afuera está mi asistente, Ximena. Pregúntele a ella la dirección. Hoy mismo la quiero a las ocho en la casa. Ni un minuto más, señorita. Con permiso.Y María Teresa se queda con la palabra en la boca.Sale del hospital mientras ya amanece, y el sol empieza a dar con el camino de las calles.María Teresa vuelve a estar a la deriva una vez más. Porque no tiene a nadie en este mundo. Está sola. No tiene padres, no tiene hermanos. No tiene amigos ni contactos. Su vida giraba alrededor de Antonio Gutierrez, y esa vida acaba de terminar.Pero al enfrentarse a esta inmensa ciudad, la Ciudad de México, no sabe ni siquiera por dónde empezar a caminar. ¿A dónde irá? No tiene nada. Ximena, la asistente de aquel hombre ya le había dado la dirección, aunque con una mirada repleta de hastío y altanería.Observa un banco cerca de una pequeña plaza. Se sienta y antes de abrir los ojos toma un suspiro. —Oye, nena. ¿Qué haces ahí sola? Pareces un pollito mojado.María Teresa se gira al instante. Encontrándose con una sonrisa lánguida en una figura de mujer con minifalda y escote pronunciado en ese top que se fija más arriba del ombligo. Su figura es impresionante, y su piel brillante y su cabello negro hacen que María Teresa se quede anonadada.—¿Eva?—La misma. Pero prefirió que me digan Evita —sonríe la mujer en cuanto se acerca—. ¡María Teresa! ¿Qué haces por aquí, eh?—Eva…—pronunció María Teresa como si estuviera mirando otro milagro—. Eva, Gracias a Dios, jamás imaginé que tú…—Sólo mírate cómo estás. Pero por favor no me digas, he visto esto incontables veces. Sígueme, antes de que alguien nos vea.—No, no. Escucha —la toma de la mano. Y con pesar intenta decir—. Necesito ahora mismo ir a mi primer día de trabajo en una casa de un señor bastante importante, y no tengo y no sé cómo llegar.—¿Señor importante? ¿Cuál es su nombre?Trata de recordar su nombre.—Luis Ángel Torrealba.—¡Válgame Dios! ¿Ese hombre, María Teresa? Pero si dicen que es el mismo demonio. ¿Cómo paraste a trabajar para él?—Bueno, son muchas cosas. Pero debo ir ahora mismo y ni un peso tengo encima Eva. Te lo ruego, te lo ruego. Te juro que te pagaré, es que no tengo a más nadie en este mundo, ni conozco a nadie en esta ciudad. Encontrarme contigo fue un milagro.Siente las manos de Eva en sus brazos, quien la aprieta con una pequeña fuerza.—Me alegra verte, María Teresa. Nunca creí que ibas a volver. Ja, ja. Pero no te preocupes. Por algo estoy aquí. Ten, toma unos cuantos pesos. ¿Sabes la dirección?María Teresa asiente.—Está bien —Eva la interrumpe y la observa—. Ahorra los detalles, porque ahora deberás saber que ese hombre, de quien todos hablan en Las Rosas, es un completo canalla. Dios Te Libre, amiga mía.María Teresa agradece cuando esta nueva mujer, conocida del pasado, la ayuda y la acompaña a la parada de buses.Observa la dirección y con el poco dinero que le dejó Eva para que se las arreglara, sale hacia aquella dirección, hacia su trabajo. Llega después de preguntar varias veces y sin un sólo centavo ya que se lo gastó por completo. En la entrada el guardia la observa y le pregunta qué está haciendo allí.María Teresa responde que ha venido por el trabajo.—¿Por parte de quién? Es imposible —responde el guardia de seguridad.—Vengo…por parte del señor Luis Ángel Torrealba.El guardia abre sus ojos y tose al instante con disimulo. La deja pasar y la guía hacia aquella mansión que la empequeñece porque es gigantesca, apenas han llegado a los lugares principales. Pero después, al lado de una piscina, el guardia se detiene.—Oiga, señorita, quédese ahí y espere. Yo buscaré a mis superiores y les avisaré que usted está aquí.María Teresa no dice nada pero asiente, tomándose las manos. Piensa en su hijo, ¿Cómo estaría ahora? Mira por el hombro y admira aquel lugar, es precioso. Pero recuerda por qué razón está allí, sólo a trabajar, como había pactado con aquel insensible y cruel hombre, que llegó hacia ella como llega el fuego para hacer cenizas todo a su alrededor.Ha caminado un poco más sin dejar de mirar aquella fuente, y mientras lo hace, no se percata a donde la llevan sus pasos, porque justo antes de voltearse escucha los susurros de una conversación que se aproxima y al girarse rápidamente, tropieza con el cuerpo que había venido hacia ella, sin darse cuenta que la taza que había traído una mujer se desparrama en nada más y nada menos que un hombre bastante similar a Luis Ángel Torrealba, y quien ha recibido la taza de café, por lo menos fría, sobre su camisa blanca.La mujer pega un grito al observar aquel accidente y María Teresa no puede hacer otra cosa que abrir sus ojos impresionada.—¿¡Quién eres tú?! ¡Con un demonio! —y de pronto se escucha el rezongo de aquel hombre—. ¡Imelda! ¿¡Qué significa esto!?—Señor Patricio —balbucea la mujer, observando a María Teresa de arriba hacia abajo—. Le ruego me perdone pero yo no sé quién es esta mujer.María Teresa no puede creer esto, debe hacer algo ahora mismo y trata de disculparse, mientras la mujer de la servidumbre la empuja y le exige no tocar al señor Torrealba.—Déjeme ayudarlo, señor. Fue mi culpa, no lo he visto…Pero este nuevo señor Torrealba no hace sino revolotear sus manos y señalarla una vez más.—¡Responde! ¿Qué haces aquí? ¿A qué has venido? ¿Quién eres tú?—Señor, yo…—¡Ah! No quiero oír balbuceos y mucho menos de una extraña. Largo, ahora. Eres una desconocida. ¿Te has metido a robar acaso…?—¡Señor! —Entonces aparece el guardia, jadeando y sudando. María Teresa abre los ojos al verlo—. Esta señorita es la nueva chica, que entra a trabajar hoy, patrón.—Eso no puede ser. Yo no he ordenado que se busque nuevo personal —exclama el señor Torrealba.—No fue usted, señor —el guardia baja su sombrero de uniforme y observa temeroso a su patrón—. Señor Patricio, fue su hijo, el señor Luis Ángel.Patricio Torrealba nunca pudo estar más enojado.—¿Luis Ángel? —Patricio pregunta, es indiscutible que está enojado—. ¡Pero qué carajos…!—¿Papá? —se oye preguntar a uno de los que entran dentro de la escena, observando casi sonriendo e impresionado. Tiene una expresión de sorna al ver todo esto—. ¿Qué está pasando aquí?—No tengo tiempo para responder. Llama a tu hermano —exige Patricio Torrealba.—No, Luis Ángel no está. Debe estar con Juan Miguel.—No me interesa —Patricio le lanza la manta a la mujer de la servidumbre—. No te estoy preguntando. ¡Y tú! —señalo a María Teresa—. ¡No quiero volver a verte por aquí! Largo ahora mismo de mi propiedad, no eres bienvenida. ¡Largo!—Pero señor le juro que yo no lo vi, y no vi a la señora. Bendito Dios, déjeme ayudarlo. Le lavaré la camisa —trata de explicarse María Teresa ante este gran escenario impertinente.—Imelda, haz que echen a esta mujer de aquí. No puedo creer que Luis Ángel haya hecho esto —Patricio obliga a esta mujer acercarse a María Teresa y a tropezones. Sus ojos son iguales que los de Luis Ángel Torrealba: soberbios y arrogantes—. Y ya no más con impertinencias y estupideces. Las órdenes las doy yo y no Luis Ángel. ¿Me entendió, Óscar?—¡Sí, patrón! —responde el guardia de seguridad.—Es increíble que Luis Ángel haya hecho esto tras mis espaldas y sin consultarme. Trayendo a una —bufa Patricio al volver a colocar su mirada en aquella mujer—. Saquenla ahora.—¿Y quién es esta mujer? —pregunta el nuevo hombre joven que había aparecido en la escena. Observa a María Teresa con la misma sorna—. ¿Una nueva empleada?—¡Nada de empleada! —le responde Patricio lleno de cólera—. Esta mujer no es más que una ladrona y mentirosa. Aparte que influenciada por Luis Ángel. Que salga de aquí ahora mismo.—¡Señor! —exclama María Teresa sin saber que decir y con los ojos abiertos—. ¡Señor se lo ruego! Déjeme explicarle.—No quiero escucharte. Ahora largo de aquí. ¡Óscar! Sácala de aquí.El guardia de seguridad está a punto de colocar sus manos en los brazos de la angustiosa María Teresa que ya no sabe qué hacer.Pero una voz retumba detrás de todos ellos y pronuncia:—Nadie va a sacar a nadie de aquí y mucho menos a echarla.Todos los demás se giran a ver de quién se trata. No es nada más que de Luis Angel Torrealba, al lado de otro hombre, que observa la escena con ojos impresionados.Patricio Torrealba se endereza y señala a María Teresa. —¿Qué significa esto, Luis Ángel? ¿Otros de tus jueguitos? Te advierto, hijo, que no estás para jugar con muchachas jóvenes y menos en mi casa. Te ordeno que saques a esta mujer de aquí. Pero Luis Ángel sólo mira la escena con la seriedad y la soberbia que lo caracteriza. Por un momento sus ojos se encuentran con María Teresa pero vuelve a su padre cuando lo oye suspirar con fuerza. —Es una doméstica, una nueva domestica. Imelda ya lo sabe, quería a otra mujer. —¿Una doméstica? ¡Pero ésta! Que parece de un inmundo pueblo —escupe Patricio—. No eres de esta índole, Luis Ángel. Pero no quiero que una segunda vez suceda, porque su incompetencia no es algo que toleraré. Tampoco sé qué harás ahora, porque a esta mujer no la quiero aquí. Te equivocaste cuando podías decidir aquí en la casa pero se te olvida que sigo mandando yo. Patricio pasa por su lado y su hermano, niega con la cabeza con la misma sorna, mientras desaparece
¡Esa arrogancia la enoja a más no poder! —No estoy diciendo cosas que no son. Es lo que ha dicho. Que no diga que soy la madre. Pues, ¿Quién más será la madre? No haré esto —para María Teresa ésta cercanía acorrala su sentidos. Ni siquiera puede verlo y toda su respiración se entrecorta. Porque la respiración de Luis Ángel Torrealba está cercana de su nunca y el estremecimiento es inevitable para ella. Sin embargo, la voz de Luis Ángel vuelve a oírse, colocando sus pelos de punta. —Llévese el documento si así lo quiere. Y lealo. Pero soy yo quien le dice a usted que mi palabra vale. Ya le hice una promesa. No voy a apartar al niño de su madre. Y es lo único que haré. No es nadie para decirme cómo actuar. No olvide su posición, señorita. María Teresa lo mira de reojo. Y con la fuerza que tiene se gira. Los ojos de Luis Ángel se aferran a ella una vez más. La siente tragar saliva y por esa razón intensifica más su mirada. —¿Se lo llevará? —Luis Ángel le señala los documentos. No ob
María Teresa quita rápidamente la mirada y se aleja de Tomás Torrealba para llegar hacia las mujeres. Cuando mira sobre su hombro, Amanda Torrealba se está dirigiendo hacia ella y su corazón empieza a palpitar con rapidez. Su rostro indica con severidad una profunda molestia que hace a María Teresa encaminarse hacia la salida. Deja el mantel en sus brazos y traga saliva, porque al dar el primer paso hacia las afueras de la casa, justo en donde se encuentra la piscina, oye un exclamar. —¡Alto ahí! María Teresa se gira. Es sin duda Amanda. —Señorita —pronuncia en un balbuceo. —¿Tú…? ¿De nuevo tú? ¿Quién te crees para venir a mi casa…? ¿Estás trabajando aquí…? —Amanda no puede creer lo que ve y la mira de arriba hacia abajo como si hubiese visto un fantasma. —Soy solo una empleada. No tiene por qué preocuparse —habla María Teresa con ojos de preocupación. Y trata María Teresa de dirigirse hacia las casas de las mujeres empleadas pero Amanda la toma de la mano con fuerza. —No,
Cuando puede darse cuenta María Teresa los brazos de este hombre la estrujan con ligereza, al tiempo que el movimiento de sus labios la conducen hacia aquel toque celestial. Un movimiento incapaz de controlar. Nunca hubiese imaginado que aquellos labios tocarían los suyos de esa manera, como desesperados, esperando encontrarla también. El estado de sorpresa que sobrepasa a María Teresa es abismal, e inevitablemente cierra los ojos. El beso la hace volar incluso cuando no es el hombre bueno para ella, no es el lugar y no son las condiciones. El atrevimiento que tuvo Luis Ángel Torrealba para besarla así sin más la congela, pero su cuerpo y sus labios reaccionan. Tanto tiempo había pasado desde la última vez que un hombre la había besado de esa manera. María Teresa no quiere involucrar el pasado, pero ese hambre feroz que emana Luis Ángel por ella la aturde, la lleva hacia el cielo y la baja ahí mismo. ¡Vuelve a la realidad en un santiamén! El hechizo se quiebra. Sus ojos se abren de
María Teresa queda anonadada por esta situación. El reojo que le da Luis Ángel a esta nueva mujer da incentivo para conseguir una mirada capaz de sobrellevar esto. ¿Su novia…? —Ni siquiera sabías que estabas aquí —es lo que responde Luis Ángel una vez comprueba que efectivamente, es una de sus socias de la compañía—. Pudiste avisar, Angélica. —Oh, sabes que yo no necesito eso. Vine por mi cuenta a buscarte, amor —Angélica susurra lo último casi en la oreja. Al saber que están siendo observados por María Teresa, suelta el brazo de Luis Ángel y la mira, de arriba hacia abajo, pero aún así sonríe—. ¿Puedo ayudarte en algo? —¿A mí? No, no, señorita —luego mira a Luis Ángel—. Perdón, señor. Disculpe que lo moleste —y se apresura a irse, agarrando las mantas con fuerza. Su cara está roja por la vergüenza, quizás más de lo que puede controlar, porque no esperaba encontrarse con una situación idéntica a esa misma. ¡Por supuesto que no! Pues, ¿En que estaba creyendo? ¡Es un hombre rico! —Es
¿Qué es lo que ha dicho?—No, perdone —el tartamudeo deja su boca a causa del aturdimiento por sus palabras—. Debe estar confundido. Es imposible —vuelve a decir María Teresa. No falta mucho para que aparte la mirada de Maximino Carvajal.Por su lado, el hombre queda tan sólo unos segundos observándola, como si quisiera averiguar algo más en esa sencilla y humilde chica que trata de evitar esas ojeadas dispuestas a conseguir los más íntimos secretos que guarda su alma. Pero después se le ve alzando sus hombros, como si María Teresa hubiese tenido razón. Se echa a reír con suavidad.—Lo más probable es que así. Disculpa mi imprudencia —consigue Maximino apaciguar el momento con una sonrisa amable—. De hecho sí, nos hemos visto en la fiesta de la familia Torrealba. Estabas ahí como mesera, ¿No es así? Tal cual como lo había mencionado, María Teresa ya había visto a este hombre. Estaba en la cena donde Amanda Torrealba se dignó a ofenderla. Hace varias noches ya. —Es así, señor Carvaj
Había prometido con todas sus fuerzas, incluso soñado, que ese recuerdo jamás reluciría en su mente. ¿Acaso sería capaz de olvidarlo? Cierta presión en el pecho de María Teresa salta una vez la sensación de cálidez que tan sólo los labios de Luis Ángel pudieron ser capaces de hacerle sentir. Se aparta lo tanto que puede de la poca distancia que ambos consiguen. —Está equivocado —es capaz de mencionar una vez mira hacia el frente. Deja caer la respiración—. No sé de qué habla. —¿Es capaz de olvidar ese beso, señorita? No se dirija hacía mí como si no supiera. María Teresa tiene que inflar el pecho ante la gravedad de tal palabra, y la gravedad de tener la memoria. ¡¿Por qué tiene que hacerle esto?! —Lo haré, señor Torralba. Ese beso…nunca existió —responde una vez más. Luis Ángel conserva la mirada penetrante en ella, como si pudiese refugiar algo más, otra palabra. Esas facciones, ligeramente conocidas, en un recuerdo borroso del pasado. Difuso esa manera de hablar, esos ojos…y h
El vacío en su estómago es capaz de hacerla temblar. —Señorita, ¿Qué está diciendo —María Teresa niega con la cabeza. No puede resignarse en creer sus palabras. —Calma, calma —le repite Amanda con suavidad—. Entiendo que estés desconcertada, pero debes entenderme. Sé que lo harás. ¿Verdad? Tiene que dejar María Teresa el jarrón en la mesa.—No entiendo —dice con fuerza. Su ceño se frunce—. ¿Qué trata de decir? ¿Por qué me echa de aquí?—Oh, ¿Y te dignas a preguntar? —Amanda suelta una risa, dandose la vuelta. La punta de sus tacones resuenan como el tictac del reloj. El cabello castaño oscuro prevalece en la mirada de María Teresa cuando ve su espalda. Los ojos verdes, distintivos de la familia Torrealba, se lanzan hacia ella de una manera déspota. Amanda alza sus hombros—. No creerás que te dejaré aquí. ¿Cuánto dinero quieres? Puedo darte eso y más, pero quiero que te marches.—No me trate como una interesada, señorita —advierte María Teresa, calmando la impotencia de sus palabras