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Ten cuidado con lo que deseas
Ten cuidado con lo que deseas
Por: Amber Holmes
Capítulo 1: "Oh, señor Mancini"

* CANDICE *

—¡Propongo un brindis!

Todos quienes rodeaban la mesa, guardaron silencio cuando el gran jefe se puso de pie, y solicitó la atención de todos sus subordinados.

Bebí un pequeño trago de mi copa de vino tinto, en cuanto mis ojos recorrían al grupo con el que convivía esta noche.

Billy y Roger, dos pequeños y regordetes sujetos del equipo «A» del departamento de desarrollo, soltaron alaridos de júbilo, que pusieron en evidencia cuan pasados de copas ya estaban.  

El jefe elevó una ceja en dirección a ambos sujetos, quienes, a pesar de su grado de intoxicación, captaron la orden implícita en aquel pequeño y firme gesto.

El hombre que lideraba esa mesa, era el responsable de firmar sus cheques a final de mes, así que se reincorporaron en sus asientos, y cerraron la boca.

—Julian, Becky y Sofía, del equipo «D», han hecho un excelente trabajo con la campaña publicitaria para nuestros clientes de Lexo Airlines, ¡felicidades! —exclamó con una pequeña sonrisa de complacencia en sus labios.

Nuestras vidas se basaban en hacer feliz al señor Mancini. Ver esa sonrisa en su rostro era sinónimo de que un ambiente laboral repleto de tranquilidad y grandes oportunidades se asomaba a la vuelta de la esquina.

Los tres mencionados elevaron sus copas de vino con ligeros sonrojos en sus mejillas, excepto Julian, un hombre caucásico de casi cuarenta años, quien estaba tan rojo que parecía a punto de explotar.

Hubo muchos elogios, algunos más sinceros que otros, pero, todos parecían complacer al silencioso pero letal Giovanni Mancini.

Llevé uno de mis mechones rubios detrás de mi oreja, luego de notar como mis ojos volteaban en su dirección cada cinco segundos.

¡Jesús, María y José!

El sujeto era como un accidente de tránsito, ya que, por mucho que te propusieras no mirar, terminabas haciéndolo, y de manera muy atenta. 

No pude evitar sonreír de soslayo, cuando una de mis colegas me susurró al oído que el señor Mancini esta noche llevaba esa camisa violeta que le quedaba como un guante.

La audacia que tuvo ese hombre al sacarse la americana del elegante traje negro que usó para esta ocasión, luego de terminar la cena… Cielos, por poco babeo sobre los restos de mi filete.

Su imponente porte, sus hombros anchos y su cintura estrecha, jamás fallaban en captar las miradas de todos a su alrededor, pero, no tanto como su hermoso rostro de pómulos altos y barbilla afilada.

El hombre era jodidamente caliente, y yo ya podía sentir la humedad bajo mi ropa interior, como cada vez que mi mente era invadida por él.

Apreté mis muslos bajo la mesa, y fingí mirar mi celular para no llamar la atención de nadie, en especial, no la suya. Pero, una vez más, levanté mi mirada, y esta dio de lleno con aquellos ojos azules que me observaban con la intensidad de mil soles.

Abrí tanto mis ojos de la impresión, que, posiblemente, ese fue el motivo por el que apartó la mirada y se integró a la conversación que el director de Recursos Humanos mantenía con algunos colegas.

Sentí mis mejillas arder ante la posibilidad de que el señor Mancini me hubiese atrapado mirándolo de forma tan viciosa.

Maldición...

Tomé mi copa de vino y bebí todo el contenido de un trago. Tenía la esperanza de culpar al alcohol por mi extraño comportamiento, al final de cuentas, no era la única en esa mesa que ya llevaba sus copitas de más.

Sofía, una de las homenajeadas de esta noche, ya empezaba a reírse un poco más alto que de costumbre. Respiré profundo, para, posteriormente, exhalar todo el estrés de mi cuerpo.

Mis ojos se dirigieron al anillo de oro en mi mano izquierda. Jugueteé con este, tentada a quitármelo y echarlo dentro de mi copa de vino, pero no lo hice.

Jamás hallaba el valor de hacerlo.

Observé la mano izquierda del señor Mancini, en particular, aquel dedo en el que lucía una bonita argolla dorada como la mía, pero, la otra mitad de ella, se hallaba en su hogar, en el dedo anular de una bonita mujer italiana que le había robado el corazón hace más de cinco años.

Lo que eran las ironías de la vida.

Llegué a esta empresa hace tres años, después de ser despedida por culpa del hombre que escogí como esposo. Justo cuando creía que podría dejar el pasado atrás y enfocarme en mi matrimonio y mi carrera, apareció este hombre extraordinario, instalándose en cada rincón de mi mente.

Sentí una atracción fulminante.

Los románticos lo suelen llamar: "Amor a primera vista”, pero algo como eso no existe.

En ese momento, sentí como mis pupilas se dilataron y mi corazón se aceleró como nunca antes lo había experimentado en mi vida. Pero, fue el pasar del tiempo y nuestra convivencia como jefe y empleada, lo que fue desarrollando en mí un inapropiado amor platónico por él.

Un sentimiento no correspondido, pero que llenaba de ilusión mis días.

Tomé mi copa vacía y me serví más vino.

Repetí ese proceso unas cinco o seis veces más, antes de sentir una mano sobre mi hombro.

Lo primero que vi cuando mis ojos se despegaron de mi copa, fue que ya no había nadie en la mesa. Vi al último de mis colegas que se puso de pie, y se arrastró hasta la salida donde una de sus compañeras de equipo lo esperaba.

Claramente, todos nos pasamos un poco con los tragos gratis.

Eché mi cabeza hacia atrás para agradecerle al pobre mesero que tuvo la delicadeza de despertarme para que me marchara.

Parpadeé varias veces para aclarar mi visión borrosa. Mis párpados ardían, pero me sentía liberada. Pronto, enfoqué el rostro que me miraba de forma imponente a más de medio metro sobre mi cabeza. Cuando reconocí de quién se trataba, hasta se me aclararon las ideas. Esos ojos azules, a los que les había dedicado tantas noches de soledad, me observaban severos.

No lo culpo, debo lucir deplorable.

—Candy, ya bebiste demasiado, ¿quieres que llame a un taxi? —dijo, o eso creo, pues, para ser honesta, fue su tono de voz, todo en lo que podía pensar.

Debería ser ilegal sonar tan sexy.

Debería calificar como delito el rondar por mi mente las veinticuatro horas del día, y los siete días a la semana.

Oh... señor Mancini...

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