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Capítulo 5: “Una aventura tan moralmente incorrecta”

* CANDICE *

El señor Mancini se dirigió hasta la pequeña área para refrigerios que instaló en su oficina y sirvió dos tazas de café.

Durante todo ese tiempo, entre ambos reinó el silencio, pues, estaba claro que a mi jefe no le agradó ni un poco que mi primera reacción —al escucharlo decirme que trabajaríamos juntos en un gran proyecto— fuera el rechazo.

—Ten —dijo, dejando una taza de humeante café frente a mí en su escritorio.

Él bebió un corto trago del suyo mientras se dirigía hasta su lugar. Lo vi adoptar una pose seria y profesional cuando finalmente se puso cómodo y se preparó para escuchar mis motivos para no ir con él a Viena. 

—No puedo dejar Nueva Orleans, no por ahora… —dije, cautelosa.

—¿Y el motivo es…? —inquirió con esa mirada penetrante que me hacía temblar las piernas.

—Terapia.

—¿Terapia?

—Sí, de parejas… ya sabe… Marcus y yo… intentamos mejorar las cosas en casa.

La expresión de mi jefe se oscureció. Y estoy segura de que, si rodar sus ojos frente a mí no fuera un acto completamente inapropiado, él lo habría hecho.

Mi jefe detestaba a mi marido por muchas razones del ámbito personal, como también, aquellas que relacionaban mi trabajo.

—¿Así que ambos intentan salvar su matrimonio? —musitó, en cuanto mezclaba su café con desapego. Evitó mirarme a los ojos mientras hablaba—. Creí que pronto le pedirías el divorcio, la última vez parecías muy decidida a dejarlo.

La naturalidad con la que trajo a colación, aquella vez en la que llegué a la oficina con un ojo morado bajo mis gafas de sol, me hizo fruncir el ceño.

Mi jefe me dirigió una mirada desaprobatoria que por poco me desarma en piezas.  

—Sé que incluso duermen en camas separadas, ¿por qué alargar lo inevitable?

Quedé boquiabierta con la seguridad con la que dijo algo que solo se lo había comentado en confidencia a mi hermana, la cual vive en New York y jamás ha tenido contacto con nadie en la oficina.

Intenté pensar en la vergonzosa posibilidad de que mi jefe hubiese escuchado alguna de mis conversaciones con ella cuando creí que nadie se encontraba a mi alrededor, pero, aquello era poco probable, ya que solía llamar a mi hermana antes de ir a la cafetería por mi almuerzo, o, al salir del trabajo cuando casi nadie quedaba en su cubículo. 

—¿Cómo se enteró de eso, señor?

—Candy, ya te he dicho incontables veces que dejes de decirme “señor”, me haces sentir como un anciano —rio roncamente—. Llámame por mi nombre, ¿te parece bien?

—No creo poder hacer eso —dije con tono tenso—. Así que, por favor, responda.

El rostro del señor Mancini se tornó impávido. Parecía genuinamente molesto por mi respuesta.

—Soy el presidente de esta compañía, hay pocas cosas que no sepa sobre lo que se cuece detrás de estas paredes.

Pasé una mano sobre mi frente, antes de resoplar, totalmente agobiada con el hecho de que mi jefe conocía intimidades sobre mi matrimonio, que jamás, ni en un millón de años, deseé que él se enterara. 

Me encogí de hombros, incrédula, a causa de esta extraña conversación que parecía más una reprimenda sobre mis decisiones personales, que una discusión laboral.

—Con todo respeto, no pienso discutir sobre ese tema con usted.

Él asintió quedadamente, antes de dejar su taza de café medio vacía sobre el escritorio, y dirigirme una mirada condescendiente.

—Tienes razón, creo que me excedí.

Asentí. En eso podíamos estar ambos de acuerdo.

El señor Mancini se puso de pie, no sin antes acomodar el saco de su elegante traje azul marino, para, posteriormente, rodear su escritorio con paso firme.

Mi corazón latió de prisa cuando él tomó asiento en el filo de aquella monstruosidad de roble pulido. Ahora, él se encontraba a menos de medio metro de mí.

Desde mi asiento podía percibir el aroma de su perfume, mezclado con su esencia almizclada.

El señor Giovanni Mancini era un hombre imponente, cuya mirada podía ponerte de rodillas en una fracción de segundo.

Era una suerte para mí el encontrarme sentada.

Tuve que levantar la mirada para no perderme ni un solo movimiento. La expresión en su rostro era inquietante. Él definitivamente dominaba la situación.

—Hay algo que he querido hacer desde hace mucho tiempo… —dijo, y extendió su mano hacia mí.

Lo miré confundida, pues, no tenía ni la menor idea de lo que pasaba por su mente. Así que, tomé su mano, la cual lucía demasiado tentadora como para no hacer contacto con ella.

Mis sentimientos por él serían mi ruina, de eso estaba segura.

—Anoche… moría por hacer esto —dijo roncamente, antes de jalarme contra su cuerpo y llevar su mano libre hacia la parte posterior de mi cuello. Pronto, sentí como su boca se posó sobre la mía.

Sus labios eran demandantes, la sensación de estos sobre los míos causó una descarga de placer que recorrió cada rincón de mi cuerpo, e, instintivamente, llevé mis manos a la parte posterior de su cabeza para tirar de él más cerca.

Gemí mientras su lengua hacía maravillas segundo a segundo. Pronto, sus manos tomaron mis caderas y las elevaron para sentarme sobre su escritorio, forzando su cuerpo entre mis piernas, las cuales se encontraban abiertas para él.

Ni siquiera fingiría sentirme avergonzada. Eran incontables las veces que fantaseé con él y yo, dando rienda suelta a nuestros deseos sobre su escritorio.

Cuando él mandó a instalar las persianas en su oficina, mi deseo por entregarme a él detrás de ellas se incrementó al grado de encontrarme a mí misma, teniendo vívidos sueños húmedos en horas de trabajo.

Jadeé duro cuando la boca de mi jefe descendió a mi cuello y se instaló allí.

—Señor… —susurré, embriagada por el deseo.

La caliente humedad de sus besos sobre mi piel estremecía mis entrañas.

—Llámame Gio… —murmuró cuando sus labios se apartaron de mi cuello, y sus ojos se dirigieron a los míos, nublados por la excitación.

—Gio… —solté con un gemido que lo hizo gruñir.

—No sabes cuánto tiempo he esperado para hacer esto —dijo, para, posteriormente, agarrar mi trasero con ambas manos y tirar de él hacia sus caderas, deleitándome con la sensación de su dureza, presionando contra mis bragas.

Mi cuerpo se arqueó cuando él empezó a moler su dura longitud contra mí, ansioso por llevar nuestro encuentro al siguiente nivel.

—¿Aquí? —inquirió, apartándose de mi cuello para tomarme el rostro con ambas manos.

Negué.

—Vamos a un hotel —dije sin aliento.

En sus labios se dibujó una sonrisa enorme, y, con un par de movimientos rápidos, me bajó del escritorio y estrelló su boca una vez más contra la mía en un beso voraz.

—Anoche… —susurró contra mi oído—. Me dijiste que querías que te llevara a un lugar donde pudiéramos olvidarlo todo, y yo te prometí que lo haría cuando estuvieras sobria.

Mis mejillas ardieron aún más ante la mención de mi vergonzoso espectáculo de anoche.

Asentí, ruborizada.

—¿Estás segura de esto? Porque una vez que te haga mía, no creo poder dejarte ir. —Su aliento acarició mi lóbulo y no pude evitar estremecerme de pies a cabeza.

Asentí, vehemente.

Él sonrió aún más amplio.

—De acuerdo, hermosa, entonces, vamos. No hay que perder más tiempo.

Y así de fácil, nos emprendimos en una aventura tan moralmente incorrecta, como excitante.

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