* CANDICE *
El señor Mancini se dirigió hasta la pequeña área para refrigerios que instaló en su oficina y sirvió dos tazas de café.
Durante todo ese tiempo, entre ambos reinó el silencio, pues, estaba claro que a mi jefe no le agradó ni un poco que mi primera reacción —al escucharlo decirme que trabajaríamos juntos en un gran proyecto— fuera el rechazo.
—Ten —dijo, dejando una taza de humeante café frente a mí en su escritorio.
Él bebió un corto trago del suyo mientras se dirigía hasta su lugar. Lo vi adoptar una pose seria y profesional cuando finalmente se puso cómodo y se preparó para escuchar mis motivos para no ir con él a Viena.
—No puedo dejar Nueva Orleans, no por ahora… —dije, cautelosa.
—¿Y el motivo es…? —inquirió con esa mirada penetrante que me hacía temblar las piernas.
—Terapia.
—¿Terapia?
—Sí, de parejas… ya sabe… Marcus y yo… intentamos mejorar las cosas en casa.
La expresión de mi jefe se oscureció. Y estoy segura de que, si rodar sus ojos frente a mí no fuera un acto completamente inapropiado, él lo habría hecho.
Mi jefe detestaba a mi marido por muchas razones del ámbito personal, como también, aquellas que relacionaban mi trabajo.
—¿Así que ambos intentan salvar su matrimonio? —musitó, en cuanto mezclaba su café con desapego. Evitó mirarme a los ojos mientras hablaba—. Creí que pronto le pedirías el divorcio, la última vez parecías muy decidida a dejarlo.
La naturalidad con la que trajo a colación, aquella vez en la que llegué a la oficina con un ojo morado bajo mis gafas de sol, me hizo fruncir el ceño.
Mi jefe me dirigió una mirada desaprobatoria que por poco me desarma en piezas.
—Sé que incluso duermen en camas separadas, ¿por qué alargar lo inevitable?
Quedé boquiabierta con la seguridad con la que dijo algo que solo se lo había comentado en confidencia a mi hermana, la cual vive en New York y jamás ha tenido contacto con nadie en la oficina.
Intenté pensar en la vergonzosa posibilidad de que mi jefe hubiese escuchado alguna de mis conversaciones con ella cuando creí que nadie se encontraba a mi alrededor, pero, aquello era poco probable, ya que solía llamar a mi hermana antes de ir a la cafetería por mi almuerzo, o, al salir del trabajo cuando casi nadie quedaba en su cubículo.
—¿Cómo se enteró de eso, señor?
—Candy, ya te he dicho incontables veces que dejes de decirme “señor”, me haces sentir como un anciano —rio roncamente—. Llámame por mi nombre, ¿te parece bien?
—No creo poder hacer eso —dije con tono tenso—. Así que, por favor, responda.
El rostro del señor Mancini se tornó impávido. Parecía genuinamente molesto por mi respuesta.
—Soy el presidente de esta compañía, hay pocas cosas que no sepa sobre lo que se cuece detrás de estas paredes.
Pasé una mano sobre mi frente, antes de resoplar, totalmente agobiada con el hecho de que mi jefe conocía intimidades sobre mi matrimonio, que jamás, ni en un millón de años, deseé que él se enterara.
Me encogí de hombros, incrédula, a causa de esta extraña conversación que parecía más una reprimenda sobre mis decisiones personales, que una discusión laboral.
—Con todo respeto, no pienso discutir sobre ese tema con usted.
Él asintió quedadamente, antes de dejar su taza de café medio vacía sobre el escritorio, y dirigirme una mirada condescendiente.
—Tienes razón, creo que me excedí.
Asentí. En eso podíamos estar ambos de acuerdo.
El señor Mancini se puso de pie, no sin antes acomodar el saco de su elegante traje azul marino, para, posteriormente, rodear su escritorio con paso firme.
Mi corazón latió de prisa cuando él tomó asiento en el filo de aquella monstruosidad de roble pulido. Ahora, él se encontraba a menos de medio metro de mí.
Desde mi asiento podía percibir el aroma de su perfume, mezclado con su esencia almizclada.
El señor Giovanni Mancini era un hombre imponente, cuya mirada podía ponerte de rodillas en una fracción de segundo.
Era una suerte para mí el encontrarme sentada.
Tuve que levantar la mirada para no perderme ni un solo movimiento. La expresión en su rostro era inquietante. Él definitivamente dominaba la situación.
—Hay algo que he querido hacer desde hace mucho tiempo… —dijo, y extendió su mano hacia mí.
Lo miré confundida, pues, no tenía ni la menor idea de lo que pasaba por su mente. Así que, tomé su mano, la cual lucía demasiado tentadora como para no hacer contacto con ella.
Mis sentimientos por él serían mi ruina, de eso estaba segura.
—Anoche… moría por hacer esto —dijo roncamente, antes de jalarme contra su cuerpo y llevar su mano libre hacia la parte posterior de mi cuello. Pronto, sentí como su boca se posó sobre la mía.
Sus labios eran demandantes, la sensación de estos sobre los míos causó una descarga de placer que recorrió cada rincón de mi cuerpo, e, instintivamente, llevé mis manos a la parte posterior de su cabeza para tirar de él más cerca.
Gemí mientras su lengua hacía maravillas segundo a segundo. Pronto, sus manos tomaron mis caderas y las elevaron para sentarme sobre su escritorio, forzando su cuerpo entre mis piernas, las cuales se encontraban abiertas para él.
Ni siquiera fingiría sentirme avergonzada. Eran incontables las veces que fantaseé con él y yo, dando rienda suelta a nuestros deseos sobre su escritorio.
Cuando él mandó a instalar las persianas en su oficina, mi deseo por entregarme a él detrás de ellas se incrementó al grado de encontrarme a mí misma, teniendo vívidos sueños húmedos en horas de trabajo.
Jadeé duro cuando la boca de mi jefe descendió a mi cuello y se instaló allí.
—Señor… —susurré, embriagada por el deseo.
La caliente humedad de sus besos sobre mi piel estremecía mis entrañas.
—Llámame Gio… —murmuró cuando sus labios se apartaron de mi cuello, y sus ojos se dirigieron a los míos, nublados por la excitación.
—Gio… —solté con un gemido que lo hizo gruñir.
—No sabes cuánto tiempo he esperado para hacer esto —dijo, para, posteriormente, agarrar mi trasero con ambas manos y tirar de él hacia sus caderas, deleitándome con la sensación de su dureza, presionando contra mis bragas.
Mi cuerpo se arqueó cuando él empezó a moler su dura longitud contra mí, ansioso por llevar nuestro encuentro al siguiente nivel.
—¿Aquí? —inquirió, apartándose de mi cuello para tomarme el rostro con ambas manos.
Negué.
—Vamos a un hotel —dije sin aliento.
En sus labios se dibujó una sonrisa enorme, y, con un par de movimientos rápidos, me bajó del escritorio y estrelló su boca una vez más contra la mía en un beso voraz.
—Anoche… —susurró contra mi oído—. Me dijiste que querías que te llevara a un lugar donde pudiéramos olvidarlo todo, y yo te prometí que lo haría cuando estuvieras sobria.
Mis mejillas ardieron aún más ante la mención de mi vergonzoso espectáculo de anoche.
Asentí, ruborizada.
—¿Estás segura de esto? Porque una vez que te haga mía, no creo poder dejarte ir. —Su aliento acarició mi lóbulo y no pude evitar estremecerme de pies a cabeza.
Asentí, vehemente.
Él sonrió aún más amplio.
—De acuerdo, hermosa, entonces, vamos. No hay que perder más tiempo.
Y así de fácil, nos emprendimos en una aventura tan moralmente incorrecta, como excitante.
* CANDICE *Sentí una placentera punzada entre mis piernas cuando vi al señor Mancini subir a su auto y despedirse de mí con una mirada intensa, y una seductora sonrisa de medio lado.El estacionamiento era silencioso a estas horas de la mañana, así que, mis niveles de paranoia se mantenían al mínimo.Minutos atrás, ambos habíamos decidido que lo mejor sería que cada uno usara su auto para llegar al hotel, así no levantaríamos sospechas entre los empleados de la compañía de lo que estábamos a punto de hacer.Aunque, a decir verdad, que yo me subiera al vehículo de mi jefe no era una situación descabellada, pero, nuestras conciencias nos arrastraron a ser más cautelosos.Eso, y mi insistencia de mantener todo esto en secreto. Nadie podía enterarse de que ambos estábamos a punto de iniciar una relación tan descabellada.Respiré profundo mientras observaba el volante de mi auto con pesar.Por una parte, me alegraba tener estos minutos de soledad para pensar a fondo en lo que estaba a pun
* CANDICE *La sensación de su mano sosteniendo la mía, mientras caminábamos por el pasillo del hotel, solo podría definirla como «adrenalina», además, claro está, de las ardientes oleadas de lujuria que nuestros cuerpos despedían segundo a segundo.Me concentré en el sonido de la puerta haciendo clic, después de que usó la tarjeta de acceso de la habitación en ella, y de pronto, todo se tornó tan real frente a mis ojos.¡Cielos…! Mi corazón estaba a punto de explotar, en cuanto observaba su espalda ancha frente a mí, y como, él se dio la vuelta y me permitió pasar primero.Entré con él siguiéndome los pasos, y, antes de que siquiera dijera algo, él me giró para presionarme contra la puerta. La boca del señor Mancini devoró la mía con un hambre que no recordaba haber experimentado antes.El deseo que ambos sentíamos el uno por el otro no era ninguna broma.Jadeé encantada con la sensación de sus manos, arrastrándose por todas partes, hasta que sus dedos decidieron enfocarse en mi blus
* CANDICE *Una vez, una vieja amiga de la universidad me dijo: Jamás te tomes en serio nada de lo que un hombre te diga durante el sexo.Y vaya que ella tenía sus motivos para decir eso.Mi colega de clases, estuvo comprometida a matrimonio durante un par de horas, antes de que el sexy chico que conoció en un bar, y con quien pasó un romántico fin de semana, se marchara al día siguiente de jurarle amor eterno mientras se la chupaba.Un hombre es capaz de decir lo que sea, cuando toda la sangre de su cerebro se encuentra concentrada en su miembro.En el caso del señor Mancini, no dudo que él sienta un profundo aprecio por mí. Jamás dudaría de su caballerosidad a lo largo de todos estos años, pero, ¿creer que él me ama?No soy tan ingenua.Si hubiese escuchado esas palabras en un contexto similar durante mi adolescencia, me lo habría tomado en serio sin dudarlo ni por un segundo, pero, ambos ya éramos demasiado mayores como para andarnos con esos cuentos.Me reincorporé sobre mi codo p
* GIOVANNI *—¿Por qué no me dijiste que llegarías tarde, amor? —dijo mi esposa con su habitual voz dulce y cargada con un acento italiano bastante dominante.Resoplé, malhumorado, apenas crucé la puerta y recordé que hoy —se suponía— debía cenar con mis suegros.Maldición…Lo olvidé por completo.Y es que, jamás se me ocurrió que hoy cumpliría uno de mis más grandes deseos.Finalmente, Candy es mía.Mi percepción del tiempo y el espacio continuaba alterada luego de que abandoné el hotel con una Candice que no lucia del todo convencida con la idea de futuros encuentros como el de hoy, y eso me disgustaba profundamente.No estoy de humor para ver a los padres de mi esposa, pero, no me queda de otra.Antonella me miró con el ceño fruncido, de pie, frente a la puerta, luciendo un bonito vestido color rosa de diseñador y maquillaje para la noche.Su cabello negro azabache le llegaba a la cintura, cosa que no podía causarle más orgullo, ya que esa era su característica física más preciada.
* CANDICE *—¡Propongo un brindis!Todos quienes rodeaban la mesa, guardaron silencio cuando el gran jefe se puso de pie, y solicitó la atención de todos sus subordinados.Bebí un pequeño trago de mi copa de vino tinto, en cuanto mis ojos recorrían al grupo con el que convivía esta noche.Billy y Roger, dos pequeños y regordetes sujetos del equipo «A» del departamento de desarrollo, soltaron alaridos de júbilo, que pusieron en evidencia cuan pasados de copas ya estaban. El jefe elevó una ceja en dirección a ambos sujetos, quienes, a pesar de su grado de intoxicación, captaron la orden implícita en aquel pequeño y firme gesto.El hombre que lideraba esa mesa, era el responsable de firmar sus cheques a final de mes, así que se reincorporaron en sus asientos, y cerraron la boca.—Julian, Becky y Sofía, del equipo «D», han hecho un excelente trabajo con la campaña publicitaria para nuestros clientes de Lexo Airlines, ¡felicidades! —exclamó con una pequeña sonrisa de complacencia en sus
* GIOVANNI *Forcé una sonrisa.Detestaba la convivencia con los empleados, pero 'Un hombre tiene que hacer, lo que un hombre tiene que hacer'.Claramente, invitar todas esas rondas de bebidas fue un error, pero, al fin y al cabo, de los errores se aprende.Han pasado apenas dos años desde que asumí el cargo de presidente de la Compañía Mancini, luego de pasar otros cuatro liderando exitosamente el departamento de Recursos Humanos, y, nadie puede negar, que estoy cien por ciento comprometido con mi trabajo.Para los miembros de la junta directiva, tener apenas treinta años de edad, parecía ser motivo suficiente para subestimarme.No les tomó mucho tiempo darse cuenta, de cuan equivocados estaban.Esta noche, era una de tantas en las que invertía tiempo y dinero para ganarme la lealtad de mis subordinados.Asentí con satisfacción cuando los más veteranos del grupo incitaron a los más jóvenes a tomar todas sus cosas y retirarse del establecimiento. —¡Miren la hora! —Dijo el encargado
* GIOVANNI *—¿Por qué, Candy? —resoplé malhumorado.Verla en ese estado me hervía la sangre, ¿acaso estaba lidiando con una adolescente incapaz de controlar la cantidad de alcohol que puede tolerar su cuerpo?¿Qué habría pasado si yo me hubiese ido temprano esta noche?Ella, probablemente, estaría siendo sometida por aquel pervertido subordinado que planeaba llevársela consigo, hasta solo Dios sabe dónde. Todas las posibilidades eran vomitivas, y hasta ahora, el malestar en la boca de mi estómago continuaba haciendo estragos en mi humor.Subirla a mi auto fue una tarea titánica, y, a pesar de que secretamente disfrutaba la manera en la que sus manos acariciaban torpemente mi cuerpo mientras caminábamos hasta la entrada del establecimiento, saber que lo hacía solo porque el alcohol le restaba puntos a sus inhibiciones, no terminaba de llenarme.El valet llegó con mi vehículo y le ofrecí una generosa propina luego de que me entregó las llaves.Candice soltó un par de risas juguetonas
* CANDICE *—Anoche llegaste ebria —mencionó Marcus como saludo, mientras yo me adentraba a la cocina por una taza de café.Me dolía mucho la cabeza, así que no hice más que dedicarle una mirada vacía. Eran las seis de la mañana, así que mi esposo ya se encontraba listo para salir a la oficina con su maletín y su porta planos.Él me miró de pies a cabeza y negó en un gesto desaprobatorio.—¿Cómo diablos llegaste a casa? No veo tu auto en la entrada.Marcus tomó la bolsa de papel con su desayuno, y aguardó por una respuesta de mi parte.—Tomé un taxi —dije, simplemente.La mirada penetrante de Marcus provocó una extraña reacción en mi cuerpo, de repente, sentí comezón.Rasqué mi codo, visiblemente incómoda, pues, lo último que necesitaba hoy, era ahondar en los eventos de anoche.Él negó por última vez, antes de hacer un ademán con su mano que denotaba su poco o nulo interés en saber si lo que acababa de decir era cierto o no.—Como sea, recuerda que mañana tenemos una cita con la ter